OPINIóN › POSTALES DE UNA ALEMANIA EN CRISIS
› Por Andres Musacchio *
Había una vez una red de ferrocarriles que era un ejemplo de eficiencia, puntualidad y comodidad. Nada más placentero que sentarse en el mullido asiento de un tren estatal alemán –luego de pagar un pasaje casi tan caro como el de un avión– y dejarse llevar. Hoy, los ferrocarriles alemanes están en la picota, y este cronista puede dar fe de ello. Viajo de Viena a Nürtingen, pasando en Innsbruck de un tren austríaco a uno alemán. La ola de calor se hace sentir y en la estación el termómetro marca 36. Llega el tren con media hora de retraso. Busco mi vagón, donde tengo asiento reservado, reserva que incluye un pago adicional, pero está cerrado. Pregunto al guarda y me indica que el vagón está roto, que vaya a otro vagón y me quede parado, pues está todo lleno. Me quejo y recibo una suerte de “y bue..., qué se le va a hacer...”. Por primera vez en el día busco mi pasaporte para chequear que en el sello dice Unión Europea y no Argentina. El viaje es una tortura. La refrigeración no funciona y las ventanillas son herméticas; es que los constructores no previeron que algo no funcione. O que haga calor. O las dos cosas. Al día siguiente me entero, sin embargo, que lo nuestro no estuvo tan mal. Varios trenes circularon en los últimos días con la refrigeración rota y con temperaturas internas de hasta 70, provocando que muchos pasajeros se descompusieran y tuvieran que ser transportados de la estación al hospital en ambulancia. Como despedida, el maquinista dice por los altoparlantes del tren que espera que a pesar de las fallas en la refrigeración y el retraso hayamos disfrutado del viaje.
En los días siguientes, las discusiones sobre el mal funcionamiento del sistema ferroviario acaparan diarios y noticiosos. El verdadero trasfondo, sin embargo, casi nunca es mencionado. La red ferroviaria fue privatizada a fines de los ‘90 bajo los cánones neoliberales, en una historia que los argentinos conocemos muy bien. Desde entonces, la administración privada racionalizó servicios, recortó extras –aún recuerdo los opíparos desayunos que a mediados de los ’90 incluía el pasaje de segunda nocturno entre Hamburgo y Viena– e introdujo un factor de arbitrariedad, mientras el precio de los pasajes trepó muy por encima del de los aviones. El ferrocarril ya no es un servicio público sino un negocio privado, en donde el consumidor va perdiendo rápidamente sus derechos y el propietario sólo sigue una lógica de ganancia rápida, compatible con los dictámenes de los fondos especulativos que compran o venden sus acciones y deciden así sobre su viabilidad.
Alemania aún tiene una densa red ferroviaria y, a pesar de todo, van, aunque cada vez peor. Argentina le lleva, en ese camino, unos años de ventaja pues, salvo pocos trayectos cada vez más descuidados, el tren ya no forma parte del paisaje local. La principal articulación entre las provincias se destruyó en los ’90 y sólo ahora parece despuntar un proyecto algo más realista que el del tren bala, fundado en inversiones de capital que deberá incluir una renovación total del material rodante e infraestructura. Deberá también reformularse el concepto de una red ferroviaria creada hace casi siglo y medio y que sólo tenía por objeto sacar las riquezas del país y no comunicar.
Pero lo concreto es que, al igual que en la crisis argentina del 2001, se escucha en Alemania hablar del crac financiero, los bancos se quejan del gobierno, la gente de los bancos y el gobierno de la gente, sin reconocer que no se trata de un quiebre en las finanzas sino de una crisis integral del modelo neoliberal, donde el concepto del transporte, de la salud pública, de la educación, de la seguridad social, de la producción y la distribución y –también– de las finanzas están en la picota
* Economista.
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