OPINIóN
› Por Axel Kicillof *
Después de la crisis, la megadevaluación de 2002 dio inicio a un ciclo de extraordinario crecimiento del Producto, el empleo y el salario que si bien estuvo lejos de revertir el retroceso de las tres décadas anteriores de desindustrialización forzada de la economía, permitió, en cambio, modificar algunas tendencias que parecían ya consolidadas. En el terreno de la política económica, nuevamente, el tipo de cambio conquistó el centro de la escena. El papel del Estado en el mercado cambiario fue un espejo invertido de los noventa: para mantener el “dólar caro” debió intervenir sistemáticamente adquiriendo divisas que fueron a engrosar las reservas. Pero lo fundamental es que el dólar caro generó una verdadera barrera de protección cambiaria que, sumada a los salarios deprimidos y a la capacidad ociosa existente, generaron un espacio de rentabilidad que dinamizó algunas producciones domésticas. Los sectores industriales dirigidos al mercado interno que prosperaron al cobijo del dólar caro le dieron su impronta al período intensificando la creación de empleo y, por consiguiente, el crecimiento del salario.
¿Cómo financió el Estado la intensa y continua adquisición de dólares para sostener la depreciación? Se emplearon tres fuentes: el superávit fiscal, la emisión monetaria y el endeudamiento interno. Por el lado monetario, la expansión de la oferta tuvo como límite la demanda de pesos y lo que algunos ven como intrépidas maniobras de esterilización, no fueron otra cosa que una forma de financiar la compra de divisas con emisión de bonos, siempre que la tasa lo permitió. También parte del superávit fiscal se empleó con este fin, lo que conduce al otro pilar de la política económica del período: las retenciones. Sin ellas, la cascada de dólares provenientes del superávit comercial, en un contexto de precios internacionales relativamente elevados y exportaciones crecientes, hubiera generado un exceso de oferta que abarataría el dólar nuevamente, rompiendo así las compuertas de protección a la industria. Las retenciones, además, contribuyeron a reducir el precio interno de los alimentos y, por tanto, a mantener un salario con poder adquisitivo creciente pero no tan elevado en dólares.
El famoso “modelo” en su aspecto macroeconómico es, en lo fundamental, un cóctel de tipo de cambio alto y retenciones. Así visto, en su esencia, poco tiene de original: a grandes trazos, se trata de un esquema de protección de la industria basado en la transferencia de parte del excedente del agro. Podría decirse que se trata de la misma receta de todos los programas de desarrollo de los países periféricos de producción primaria, entre ellos, la misma Argentina durante la edad de oro de la industrialización sustitutiva (1945-1974).
Sin embargo, la pócima mágica que resultó tan efectiva durante un quinquenio comenzó a mostrar señales de debilidad durante 2007, antes de que se desatara el conflicto con “el campo”. El talón de Aquiles del esquema no fue otro que la inflación. Pero no porque genere “incertidumbre” sino porque el crecimiento de los precios internos socava las bases de la protección cambiaria.
No es extraño que, ante el retorno de la inflación, numerosos economistas desempolvaran su arsenal de explicaciones y medidas ortodoxas. Señalaron como responsables al “descontrol” de la emisión monetaria, al aumento de los salarios y al incremento del gasto público. Bajo el esquema actual, ninguno de estos argumentos es convincente. Sólo el monetarismo más rancio puede sostener que los precios crecen mecánicamente al ritmo de la emisión (la reciente política monetaria norteamericana es una refutación en tiempo real de esta teoría). Los salarios reales, por su parte, apenas lograron superar los niveles de 2001 y su incremento marchó siempre a la zaga de los aumentos de precios. Por último, la idea de que existe inflación de demanda, asiduamente visitada por una escandalizada “heterodoxia”, resulta poco verosímil cuando el índice de capacidad instalada no supera el 80 por ciento, lo que no impide que existan determinados “cuellos de botella” sectoriales pero sí invalida el argumento como explicación general, sobre todo si se pretende comprender el proceso inflacionario desde su inicio o durante la desaceleración de 2009.
Así, nos encontramos con un sorprendente lobby para enfriar la economía que fue tan necio como para mantener sus banderas aun en medio de una gigantesca recesión mundial. En las condiciones actuales del país, recortar las prestaciones sociales, la salud, la educación, los salarios y la inversión pública no es un remedio para contener el aumento de los precios sino sólo una muestra de la vocación liberal de quien lo pide.
En realidad, el elemento novedoso e insólitamente omitido y que explica en buena medida el impulso inflacionario vivido por la economía argentina bajo el esquema actual es la llamada inflación importada potenciada por la inflación cambiaria, a lo que se suman los efectos nocivos de la expansión sojera. El actual ciclo de precios internacionales relativamente elevados para las materias primas y los alimentos empuja hacia arriba los precios internos de los transables, mientras que la tasa de devaluación los multiplica. En un contexto expansivo, el encarecimiento de la canasta de consumo y de los insumos básicos se traslada a los salarios y a los costos de producción, elevando así los precios internos de los restantes bienes y servicios. Al mismo tiempo, la expansión de la soja debida a su extraordinaria rentabilidad expulsó a las producciones tradicionales –entre ellas la ganadería– hacia zonas marginales, encareciéndolas y agregándoles un componente estacional muy acusado.
El remedio más directo y efectivo para la inflación de este tipo se encuentra en las retenciones. Es por eso que el fatídico voto “no positivo” lesionó mucho más que lo se cree al esquema macroeconómico. Al perder la capacidad de regular las alícuotas al ritmo del crecimiento de los precios internacionales, desdoblando así los precios internos, se redobla la presión apreciadora y además la economía argentina queda expuesta a una traslación directa de los incrementos de los precios mundiales de los commodities. Dólar caro sin retenciones es como apretar un globo con una sola mano. Se perdió así el manejo de un elemento que contrabalancea la política de protección cambiaria.
En síntesis, podría decirse que el esquema basado en el tipo de cambio alto como instrumento de crecimiento ya dio buena parte de sus frutos. ¿Qué hacer? Nuevamente, como ocurrió poco antes de la caída de la convertibilidad, empezaron a escucharse voces que exigen que el Gobierno se libere de la trampa cambiaria, en una dirección o en la opuesta. Reaparecieron los “devaluacionistas” y los “apreciadores”. Ahora bien, la dificultad actual radica en que para darle continuidad al elevado crecimiento con mejoras salariales, ninguno de estos dos caminos es conveniente. Acaso se ha alcanzado ya un punto en que la moneda se apreció en tal medida en términos reales que, de seguir haciéndolo, probablemente se detenga la inflación pero al costo de hundir al sector menos productivo que proliferó en esta última etapa y, con él, al empleo que ha creado. La apreciación es un gran negocio financiero y tal vez tenga un efecto neutro para los sectores exportadores con un fuerte componente de insumos importados, pero lo cierto es que esta salida es recesiva, tal como lo fue en los noventa. Lo malo es que el camino de la devaluación probablemente tampoco sea efectivo para extender la protección cambiaria ya que, a diferencia de 2002, no tardará en trasladarse a precios y de ahí, mientras se mantenga el empleo elevado, a salarios y costos. He aquí el dilema: la apreciación es recesiva y la devaluación –sin retenciones variables–, inflacionaria. El corolario es que, en apariencia, se llegó a una vía muerta, porque no es conveniente apreciar ni devaluar.
En realidad, ocurre precisamente lo contrario. Lo que expresa esta encrucijada es que se llegó al límite de las posibilidades de sostener un crecimiento acelerado en base a medidas eminentemente macroeconómicas. Tampoco hay nada para inventar. Si se busca sostener una expansión que debe ser acelerada para reponer lo perdido durante décadas y garantizar al tiempo mejoras sustanciales en las condiciones de vida de los trabajadores, sin penalizarlos mediante la recesión y las reducciones de salarios, la única salida es la planificación. Acaso para algunos esta palabra suene bizarra en el siglo XXI, pero lo cierto es que todas las experiencias exitosas de desarrollo tardío en la historia del capitalismo mundial estuvieron precedidas por políticas explícitamente destinadas a fomentar determinados sectores mediante una amplia batería de medidas de promoción. Es hora de poner en discusión con mucha mayor precisión el camino de la industrialización. La herramienta para hacerlo, la única que funciona a mediano y largo plazo, es la planificación desde el Estado, dirigiendo los recursos hacia el desarrollo productivo. Y sus protagonistas son necesariamente los trabajadores, la clase social que se juega aquí todos los avances y conquistas alcanzados
* Investigador UBA, Conicet y Cenda.
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