OPINIóN › LA PAUPERIZACIóN LABORAL PONE EN DEBATE UN CONCEPTO BáSICO
La definición aceptada de libertad que surgió de la Revolución Francesa entra en crisis ante la aparición de casos de trabajo rural o textil en condiciones denigrantes.
› Por Cristian Caracoche y Pablo Sanchez *
Las recientes denuncias sobre la pauperización laboral en el sector agropecuario se suman a la larga lista de ejemplos de explotación humana inherente al funcionamiento del sistema capitalista. Ya desde la era de los grandes imperios, en Egipto, Grecia o Roma, las minorías aristócratas se daban la gran vida a costa de las mayorías esclavas, a fuerza de látigos y grilletes. Más cerca en el tiempo, en la Europa Medieval, el clero y los señores feudales disfrutaban de grandes banquetes y derechos de pernoctes apuntando a las masas de siervos con la pica y la cruz.
En el presente, la base de aquella explotación ha cambiado. Mientras aquel explotador amenazaba a su sirviente con la violencia física y la superstición, este explotador exprime al máximo su supremacía económica, asegurándose en la combinación de salarios bajos y necesidades crecientes para la subsistencia, una explotación segura y sumisa.
Ante esta exposición, surge en el seno del liberalismo una cosmovisión que propugna que los individuos poseen una total libertad de realizar su voluntad, dado que no existe ya aquella violencia física que reinó en la época precapitalista, la cual fue aplastada por la Revolución Francesa bajo el lema de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Es así que a partir del año 1789 todo individuo sería libre de celebrar contratos, según su conciencia lo dicte, liberando a los antiguos siervos de aquellas armas y amuletos que les amenazaban y transformándolos en modernos trabajadores industriales, responsables y libres de sus actos.
A más de dos siglos de la Toma de la Bastilla, cabe replantearse la moderna definición de libertad engendrada en dicha revolución. Desde los sectores dominantes se impone como connotación de libertad su costado económico, que consiste en la ausencia de trabas a la actividad mercantil, con la finalidad teórica de lograr aquella anhelada “eficiencia” de los mercados, donde, a partir de la libre competencia, el dios neoclásico asignará los recursos de una forma óptima desde los ojos del establishment. Esta visión, que supuestamente desconoce de subjetividad, está profundamente arraigada entre los académicos, empresarios y no pocos sectores trabajadores. Es decir, dicha connotación posee el carácter de predominante en las civilizaciones modernas, y las grandes masas la aceptan como dada, sin cuestionarla, de la misma forma que siglos atrás se aceptaba que los hijos de esclavos únicamente podían ser libres si compraban su libertad o que las recién casadas debían compartir su lecho la noche de bodas con el señor feudal.
Como vemos, la historia escrita nos muestra que, a lo largo del tiempo, cuestiones esenciales en las relaciones humanas han ido evolucionando de la mano de las nuevas ideas, pero no siempre dicha evolución ha sido simétrica, sino que, por lo general, estas últimas han llevado un trecho de ventaja, desde su concepción entre algunos locos revolucionarios, hasta su aceptación generalizada en la sociedad, para luego verse plasmadas en revoluciones que darían paso a nuevas relaciones humanas. Es así como las revueltas serviles lideradas por Espartaco fueron la vanguardia del mensaje antiesclavista que más tarde haría caer tal modo de producción, o como a partir de los primeros teóricos del Estado como Hobbes o Rousseau, siglos más tarde se generalizaría el Estado nacional burgués en Occidente.
Pero, como en toda regla se dice que existe una excepción, a lo largo de la historia siempre se han visto resabios de antiguas relaciones de trabajo. Podemos observar en el apogeo de la Europa feudal el comercio de esclavos africanos, o, en el capitalismo rural actual –incluso en la industria textil– la existencia de trabajadores en condiciones infrahumanas, más cercanas a las del esclavo antiguo o del siervo feudal que a las del moderno trabajador capitalista. Es en este punto donde volvemos al interrogante planteado alrededor de la definición moderna de libertad, cuestionándonos si realmente esta clase de trabajadores pauperizados posee libertad para decidir y modificar su destino.
Desde los albores del capitalismo, a mediados del siglo XIX, el economista alemán Karl Marx exponía que el trabajador tenía limitada su libertad de elección a partir de la realidad económica que lo circundaba, ya que dada su condición de proletario y la cuantía de su salario, veía su vida condenada al trabajo alienante, debiendo dejar de lado todo desarrollo humano que escape a los intereses del capital.
En la efervescente década del ‘70, el antropólogo de izquierda Maurice Godelier redactaba su tesis sobre la violencia y el consentimiento en la dominación, donde, el dominado aceptaba a su dominador, ya que “percibía” que éste le brindaba algo que le era necesario para la vida. Luego, trazando un paralelo con el capitalismo, se ilustra la dominación basada en la necesidad salarial del trabajador, para lograr su subsistencia, lo que limita su libertad de elección.
Un poco más moderado de pensamiento, sin cuestionar el corazón del sistema, Amartya Sen describe que en la actualidad la libertad viene limitada por la carencia de recursos que tienen los individuos para satisfacer necesidades básicas como la alimentación, la higiene o la salud. Es decir, que hasta en el seno de la literatura y las instituciones capitalistas se comienza a cuestionar aquella definición de libertad.
Más allá de la mayor o menor radicalización, es necesario entender que aquella definición de libertad plasmada en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano debe repensarse, puesto que el sistema económico que la sucedió no terminó de consolidar la “Libertad, Igualdad y Fraternidad” que soñaban los revolucionarios franceses, sino que generó una sociedad en la que millones de personas no tienen otra opción que aceptar su realidad y vivir conforme a ésta, sin demasiadas posibilidades de torcer el rumbo de su vida y, en la mayoría de los casos, tampoco la de su descendencia. Por lo tanto, debemos replantear continuamente cada definición, sin tomar ninguna como verdad excluyente, ya que, como decía John William Cooke, “en un país colonial, las oligarquías son las dueñas de los diccionarios”
* Economistas UNLZ.
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