OPINIóN › LA TAREA DOCENTE DE DANIEL AZPIAZU Y SUS DISCíPULOS
› Por Maria Rosa Balducci *
Consejero, orientador, tutor, coach. El nombre cambia con los tiempos, los ámbitos de desempeño y las actividades a su cargo, pero mantiene y renueva permanentemente un interrogante: ¿Qué significa tutorear, especialmente en el ámbito académico? La nota “Un hombre Brecht” (publicada el domingo pasado en Cash), de Martín Schorr y Mariano Barrera, en homenaje al fallecido Daniel Azpiazu, no puede dejar de movilizar a quienes poseemos años de estudio, investigación y experiencia en el tema. La emoción ante semejante reconocimiento, que pese al rigor intelectual con que está escrito cuela entre palabras el amor y la admiración de estos dos discípulos hacia su maestro, dispara recuerdos, anécdotas, lecturas y, sobre todo, invita a un recorrido por las muchas respuestas intentadas para aquel interrogante.
Tutorear constituye uno de los desafíos más profundos y difíciles en la relación docente-alumno: remite al que “sabe” y su posicionamiento y obrar respecto del que aprende con el objetivo de aprobar, consagrarse, triunfar en el campo de un conocimiento. En ese vínculo se juegan actitudes básicas de saber-poder y respeto o no por el otro, que condicionan los estilos clásicos de ejercicio del rol: autoritario, permisivo, democrático.
Martín Schorr enfatiza que habría que recordar a Daniel por su calidad humana y ética, y lo califica de imprescindible en términos de Brecht. Tanto de esa semblanza como de la que escribe Barrera, se infiere que la razón fundamental para esa apreciación es la coherencia entre los valores y principios académicos, ideológicos y de vida sostenidos por Azpiazu y su modo de actuar.
Bastaría con recorrer los principios de la ética docente para identificar, en su relación con los tutorandos, los básicos y fundamentales: encuadre de la relación tutorial en el marco institucional que la sustenta, dominio sólido de los saberes con anclaje en la realidad social, claridad para exponerlos, humildad, solidaridad, sentido del humor, generosidad, compañerismo, trabajo en equipo compartiendo inquietudes y búsquedas de soluciones, compañía, apoyo. En suma: respeto por la persona del alumno y compromiso responsable con la tarea de orientarlo consensuando, sin imposiciones y compartiendo la pasión por la construcción y producción intelectual.
Sin embargo, el obrar según esos principios parece convertir al actor en un arquetipo, un modelo profesional y de vida, una rara avis. Quizá, porque el académico es un ambiente en el que suelen primar la soberbia y la competencia, según Schorr, adonde se pueden encontrar fácilmente ejemplos al respecto: hay quienes han padecido o padecen a un director de tesis estrella, que jamás acompaña ni orienta, que sólo aparece –en el mejor de los casos– para leer y firmar, cuando no tiene un secretario que lee por él y sólo le pide la firma. Otros, cuya producción es sistemáticamente descalificada por genios del saber temerosos de ser superados por los discípulos. Algunos que han padecido el robo liso y llano de sus artículos e ideas para verlos un día publicados con la firma de su director. El tutorando calla la bronca, mastica la humillación y otorga, por temor a las represalias, porque así son las cosas, porque ése parece ser el juego. Y porque, si no, la investigación no avanza, la tesis no se termina, los objetivos académicos no se logran.
El ejemplo que deja Daniel Azpiazu, vigente en sus discípulos, contradice la liviandad de achacarle todas las culpas de tal estado de las cosas al “sistema” como si éste fuese una maquinaria con capacidad autosuficiente para sostenerse inmutable, y reivindica la facultad personal para elegir y comprometerse con una manera de educar, de obrar, de formar orientada por auténticos principios éticos
* Profesora en Filosofía (UBA).
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