OPINIóN
› Por Mario Rapoport*
En un libro de lectura indispensable para nuestros intelectuales, incluidos los historiadores, Gustav Flaubert recorre irónicamente, a través de dos personajes inolvidables, Bouvard e Pécuchet, dos ignorantes que reciben una herencia y pretenden transformarse en sabios, los límites de la historia. “Un profesor al que van a ver para que les brinde sus conocimientos les confiesa que estaba desconcertado en cuanto a historia. –cambia todos los días, ¡se ataca a Belisario, a Guillermo Tell y hasta al Cid, convertido, merced a los últimos descubrimientos, en un simple bandido–. Es de desear que no se hagan más descubrimientos y el mismo Instituto debería establecer una especie de canon que prescribiera lo que hay que creer... La mayor parte de los historiadores trabajaron para servir a una causa especial, una religión, un nación, un partido, un sistema o para reprender a los reyes, aconsejar al pueblo u ofrecer ejemplos morales. Los otros, los que sólo pretenden narrar, no valen más, pues no puede decirse todo, siempre hay que elegir. Pero en la selección de documentos no podrá dejar de actuar un cierto criterio y como este varía según las condiciones del escritor, la historia nunca será fijada.”
La historia, sin embargo, puede servir para ilustrar sobre nuestro pasado y poner mejor los pies sobre el presente, siempre que se tengan en cuenta algunos de sus principios epistemológicos. Y voy a hacer referencia aquí más explícitamente a la historia económica y social, porque los hombres que la protagonizan o protagonizaron están inmersos en ella, en el contexto en que viven o vivieron. Al igual que aquellos que la pretenden estudiar.
“El historiador es prisionero de su tiempo” dijo René Girault, uno de los principales historiadores europeos. Las preguntas que nos hacemos tienen que ver con nuestra propia vida personal, con la problemática de la sociedad en la que estamos inmersos. No es casual que en nuestras interrogaciones de hoy día miremos al pasado para preguntarnos sobre la naturaleza de las crisis económicas o sobre las distintas formas de dominación imperial o de dependencia económica, procurando extraer de ese pasado algunas lecciones, o al menos señales, para poder guiarnos mejor en los laberintos del presente. Las tendencias historiográficas no son neutras, responden a las ideologías y a las presiones de la época. La exaltación de la globalización, el pretendido triunfo del neoliberalismo, llevó a muchos a soñar que éramos de nuevo una especie de colonia informal próspera del mundo civilizado, como alguna vez lo habíamos sido, y a creer que nuestro destino manifiesto era el de ser un foco cultural y material europeo (ahora americanizado) en medio de la barbarie de nuestro continente.
Esto se reflejó en numerosos libros y artículos donde se glorificaba la época del modelo agroexportador y del conservadurismo preindustrial y prepopulista. En ese marco se inscribieron las llamadas teorías “de la decadencia nacional” y del “realismo periférico”, no por casualidad basadas en el análisis histórico. Así quisieron convencernos de que la Argentina se hundió cuando pretendió transformarse en una sociedad industrializada, cuando sectores medios y bajos lograron acceder a derechos políticos y sociales que antes se les habían negado (a través del populismo yrigoyenista o peronista) o cuando algunos gobiernos trataron de tener posiciones más autónomas y dignas en el escenario internacional.
Todo lo que suponía la defensa de intereses nacionales era atacado, bajo el supuesto de que ese había sido el pecado por el cual nos habían presuntamente excluido del mundo. La historia nos enseñaba, según estos corifeos, que tratar de imitar el camino de los poderosos era inútil y peligroso pero, sobre todo, no era funcional a las elites de poder internas, de cultura económica rentística y nada afectas a convertirse en empresarios innovadores ni a repartir los frutos del crecimiento.
Ahora, que hace pocos años vivimos la peor crisis de nuestra historia, nos damos cuenta de que no sólo nos habían vendido un presente falso sino también un pasado falso. La Argentina pudo haber tenido en algún momento un Producto Bruto Interno mayor que el de algunos países europeos, o pudo haberse parecido a Canadá o Australia, pero si esos países progresaron o crecieron mucho más que el nuestro fue porque hicieron lo que nosotros no hicimos: transformarse plenamente en sociedades modernas e industrializadas, con un más justo reparto de los ingresos, al menos hasta la actual crisis mundial.
En cambio, se creyó volver a la gloria de un supuesto pasado de país rico, que amparado en un sistema internacional favorable a los intereses agroexportadores exhibió un aceptable crecimiento pero a costa de crisis económicas y notorias desigualdades sociales. Así, nos terminaron por convertir en un país pobre para la mayoría de los ciudadanos, en un inédito “granero del mundo” que no pudo alimentar a todos sus habitantes y que pasó de ser un “niño mimado” de los organismos internacionales a un marginado de la comunidad mundial. Esto como resultado, en parte, del peligroso uso de la historia para explicar o justificar las políticas presentes.
Desde vertientes diferentes y en distinto grado, historiadores y analistas en el mundo y en la Argentina empezaron a plantearse hacia las décadas de 1930 y 1940, y no es casual porque coincide con la caída del imperio británico, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, formas diferentes de encarar la historia. Manifestaban, sobre todo, que la historia política y la historia económica y social estaban profundamente entrelazadas; que la sociedad tiene diversos niveles de análisis estructurales y supraestructurales (en los que interactúan el Estado y las clases sociales); que los factores internos y externos en un capitalismo globalizado se hallan cada vez más vinculados y aparecen nuevos actores no estatales con los que hay que negociar, como los organismos financieros internacionales; y que los tiempos históricos también juegan para explicar nuestra sociedad actual. Por ejemplo, que la coyuntura se explica no sólo por las circunstancias del momento sino por factores que vienen de lejos, de mediana o larga duración, como señala Braudel. Por último, que no pueden separarse los fenómenos políticos, económicos y sociales ni ignorarse los contextos históricos. Tampoco soslayar el rol decisivo de las personalidades o del azar.
Es posible y necesario, por la vastedad de los temas y conocimientos que se abordan, privilegiar algún aspecto: una biografía, un período determinado, una temática institucional, hasta una novela histórica, pero siempre articulando el conjunto de aspectos estructurales y coyunturales y teniendo en cuenta críticamente las principales corrientes de ideas que los explican.
Un ejemplo propio, el del endeudamiento externo, nos viene al caso. Qué duda cabe de que estamos hablando aquí de un aspecto fundamental de nuestra historia económica; que al mismo tiempo revela una manera dramática de vincularse con el mundo, o sea que forma parte de la historia de nuestras relaciones internacionales. Pero también tuvo que ver con decisiones de nuestros gobernantes y corresponde a la historia política, mientras que sus efectos negativos sobre nuestra sociedad lo hacen objeto de estudio de nuestra historia social. No se discute tampoco el rol que tuvo el Estado, en sus distintas instancias, ni la presión de intereses económicos y políticos de turno internos y externos. Hubo así responsables y corresponsables de ese endeudamiento.
Existieron, por otro lado, coyunturas decisivas. La primera de ellas estuvo vinculada al Golpe de Estado militar de marzo de 1976, que se planteó arrasar con las estructuras productivas y políticas existentes y construir otro tipo de país con predominio de los sectores financieros, mientras se violaban groseramente todos los derechos humanos y las libertades públicas. Y personajes nefastos que implementaron esas políticas y arrastraban sus propias historias de vida y de los sectores sociales a los que pertenecían. La “perversa deuda externa”, como se la llegó a llamar, surgió del interés de economistas neoliberales que creían en la “magia” de las finanzas para engrosar sus fortunas personales, dañando el funcionamiento del aparato productivo y comprometiendo a generaciones presentes y futuras.
Una segunda coyuntura fue la conjunción de la hiperinflación del ’89, el predominio ideológico del Consenso de Washington y la caída del Muro de Berlín. Aquí, otro gobierno, vestido con un ropaje populista del que se desembarazó rápidamente mostrando seductores contornos neoliberales, aprovechó a fondo la incertidumbre de nuestra sociedad para completar el trabajo de los militares. El endeudamiento tuvo el agravante ahora de que fue acompañado de una trasnochada convertibilidad, una irresponsable venta de nuestros activos públicos y una política exterior vergonzosa, basada en presuntas “relaciones carnales” que se revelaron inocuas a la hora en que la Argentina entró en la vorágine de la crisis.
Sin embargo, no todo se explica por las coyunturas. El largo plazo también juega. Por algo se intentó volver a revalorizar el modelo agroexportador que se había basado también, en gran medida, en el endeudamiento externo. Si hasta hubo presidentes que, hacia fines del siglo XIX, frente a las primeras crisis financieras de magnitud, juraban que millones de argentinos “economizarían hasta sobre su hambre y su sed” para responder a los compromisos externos de la deuda pública; si por algo desde más lejos aún nos resuenan los ecos del inútil empréstito Baring de 1824, que terminó de pagarse casi un siglo más tarde. ¿Cuánto del despilfarro y de la corrupción que vivimos recientemente estaba inscripto así en esas etapas de nuestra vida pública?
Un filósofo, Edgard Morin, señala: “A fenómenos simples les corresponde una teoría simple; pero no se debe aplicar una teoría simple a fenómenos complicados, ambiguos, inciertos, porque haríamos una simplificación... hay que tener en cuenta que lo simple excluye a lo complicado, a lo incierto, a lo ambiguo, a lo contradictorio”. Esto vale para el análisis histórico.
En todo caso, es necesario poder realizar múltiples lecturas de ese complejo pasado, que no tiene dueño. Todos quieren construir una historia oficial y utilizan para ello el poder del conocimiento, que es un poder como los otros; como el poder político o el económico. Lo que importa es que el saber histórico no es neutro, ni para los que lo escriben ni para los que lo leen. La política se cimenta en él. La historia de cada nación fue construida con ese fin
* Economista e historiador.
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