OPINIóN › CóMO SE DESTRUYó LA MATRIZ ENERGéTICA
Desde 1977 y hasta la liquidación final de YPF en los ’90 se desarrolló un proceso de entrega del patrimonio nacional en materia de hidrocarburos. Funcionarios de entonces ahora menean el tema de la “crisis energética”.
› Por Mario Rapoport
En los últimos tiempos una oposición vocinglera y con propósitos electoraleros viene meneando el tema de la “crisis energética” como uno de los males gestados por la actual administración. No resulta difícil atribuir este cuestionamiento más que a la fragilidad de las memorias, al parloteo de marionetas de un juego diseñado por grandes intereses privados y nada interesados en el desarrollo del país.
Es menester retroceder a los años de la dictadura cívico-militar, cuando se sentaron las bases para la destrucción de la matriz energética nacional que tenía como puntal y núcleo estratégico a la empresa más grande del país: Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). A partir de 1977 se llevó a cabo la “privatización periférica” de la empresa estatal, mediante la cual se licitaron varias de sus áreas productivas con reservas comprobadas y se otorgaron a empresas de capital nacional a través de contratos de explotación. El petróleo extraído conforme con estos contratos debía ser vendido a YPF, que generalmente pagaba un precio superior al costo de explotación que la estatal tenía en áreas similares a las concesionadas. Cuando la dictadura agonizaba, los contratos se renegociaron en condiciones aún más ventajosas para los privados y se inició una política de precios perjudicial para la empresa estatal, que no fue revisada sustancialmente durante el gobierno sucesor.
En 1982, Alejandro Olmos denunció a José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía de la dictadura, por el incremento exponencial y fraudulento de la deuda externa argentina y por la complicidad del acusado con las multinacionales petroleras y el capital transnacional. En el 2000, Jorge Ballestero, el juez federal receptor de la denuncia, sentenció la legitimidad de la demanda y consideró necesario que el tema fuera abordado por el Congreso nacional. Del informe pericial elaborado por Ballestero se desprende que en el período 1976/81, mientras el promedio entre las otras empresas estatales investigadas daba un incremento neto de deuda externa de 984,6 millones de dólares, en el caso de YPF sólo en ese período creció en 7763 millones de dólares. Un espeluznante incremento de 4.250.000 dólares por día. Cabe destacar que Martínez de Hoz obligaba a YPF a endeudarse sin que las divisas correspondientes ingresaran a la empresa, ya que se derivaban al Banco Central que, a su vez, las volcaba en el mercado de cambios.
Entre los muchos y ominosos legados de la dictadura procesista debe mencionarse la desarticulación del aparato estatal, así como su colonización por diversos intereses privados. Además, el mencionado endeudamiento externo, que se constituyó en una espada de Damocles para la democracia argentina y en el aherrojamiento del accionar estatal. En este escenario, favorecidas por una persistente campaña propagandística a cargo de los medios de comunicación, se fueron arraigando en la sociedad las ideas a favor de la privatización de las empresas públicas deficitarias. En el interior de los gobiernos democráticos surgidos a partir de 1983 comenzaron a apreciarse dichas ideas como un recurso para legitimarse ante la sociedad y reducir un gasto fiscal que hacía imposible la inversión pública y el pago de la deuda. Por otra parte, era una manera de adecuarse a la acumulación de capital a escala mundial, en línea con la prédica neoliberal. En consecuencia, no se elaboró una estrategia que priorizara el interés nacional preservando las empresas que por su valor estratégico –como las destinadas a la provisión de energía– podían contribuir decisivamente al desarrollo económico.
En este contexto, otro bastión de la política energética como era el desarrollo de la energía nuclear –que convirtió a la Argentina en líder de la región– también experimentó las penurias de la desatención estatal. El gobierno radical, acuciado por la necesidad de reducir los gastos públicos, recortó el presupuesto destinado al área, paralizó la ejecución de Atucha II y disminuyó los fondos destinados a la Comisión Nacional de Energía Atómica. Los subsecuentes problemas de generación eléctrica estallaron en 1988-1989 cuando, en coincidencia con las altas temperaturas, se produjo la predecible “crisis energética” que contribuyó para que se fueran generando las condiciones para la privatización de las empresas del servicio eléctrico por parte del tándem Menem-Cavallo. Al asumir Menem, el país se encontraba en una crisis terminal y para conjurarla se instrumentó el inmediato cierre de las cuentas públicas, con particular énfasis en acabar con el déficit en las empresas del Estado. La prédica privatista, con el consenso de la ciudadanía, hizo hincapié en la ineficiencia de dichas empresas y en la imposibilidad de hacer inversiones en ellas. En lo referente a la generación de energía eléctrica y de gas, se desechó su consideración como bienes públicos estratégicos y se convirtieron en bienes sujetos a las alternativas del mercado libre o en un commodity. Con este propósito, el sistema eléctrico fue privatizado y sometido a un régimen por el quedó dividido en tres tramos: generación, transporte y distribución. Más de 20 empresas privadas se hicieron cargo de la generación; seis del transporte y tres de la distribución: Edesur, Edenor y Edelap. Suerte similar corrió Gas del Estado bajo un régimen de privatización que requirió para su aprobación en el Congreso de un “diputrucho”.
Finalmente, en 1992 se procedió a la fragmentación y privatización de YPF, previamente convertida en sociedad anónima. Se transfirieron distintas áreas de exploración y explotación del petróleo; se vendieron equipos, oleoductos y refinerías; se cerraron plantas y el laboratorio para el desarrollo de hidrocarburos más importante de la región. La sanción de la Ley Nº 24.145 de Privatización de YPF S. A., entre otras disposiciones, puso como requisito que el Estado debía conservar como mínimo el 20 por ciento de las acciones, que podían ser vendidas sólo con la autorización del Congreso; esta ley se votaría recién en 1994. Cinco años después, el gobierno dispuso la venta en dos tandas del 20 por ciento de las acciones que le quedaba en su poder a la petrolera española Repsol, la cual adquirió el 97,46 por ciento del capital social de la empresa.
La gestión privada de las empresas de servicios públicos privilegió una lógica adversa al desarrollo del país. Hasta 2003 se careció de planificación estratégica y de inversiones en el sector energético. Tanto la producción petrolera como la gasífera experimentaron una tendencia declinante, mientras se registró una ostensible ausencia o escasez de obras de infraestructura energética. Las escasas inversiones de riesgo se tradujeron en la reducción de las reservas de hidrocarburos. Todo ello frente a un Estado que resignó su capacidad regulatoria en el sector y que no obligó a las empresas a reinvertir.
La tarea privatizadora de las empresas estatales proveedoras de energía estuvo acunada por el neoliberalismo y expresada taxativamente en el Consenso de Washington. La tarea ejecutiva de este mandato corrió por cuenta de funcionarios de distintos gobiernos encargados de llevar a cabo las privatizaciones en la estratégica área energética. En un libro de reciente edición, Ex secretarios de Energía bajo la lupa, sus autores Federico Bernal, Ignacio Sabbatella y Ricardo De Dicco hacen un ejercicio de memoria histórica, destinado a poner al desnudo la postura ideológica de dichos funcionarios, críticos de la gestión en el sector del actual gobierno, y haciendo un minucioso análisis de sus propias actuaciones a nivel ejecutivo y los vínculos que los enlazan con intereses privados.
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