OPINIóN
› Por Esteban Guida *
El reciente viaje a la República Popular de China encabezado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, junto con una gran comitiva que incluyó funcionarios y empresarios argentinos, reafirma la alianza estratégica que desde hace tiempo viene impulsando el gobierno nacional y amplía las fronteras de integración económica entre los dos países.
Entre los acuerdos realizados, se pueden destacar los relativos al desarrollo de la infraestructura y la actividad extractiva de materias primas. Por ejemplo, el proyecto de las centrales hidroeléctricas Kirchner-Cepernic (que ya cuenta con un primer desembolso, de 300 millones de dólares) y los convenios relacionados con la minería y el desarrollo de la red ferroviaria nacional.
No cabe duda de que estos acuerdos tendrán un impacto no marginal en las perspectivas de desarrollo económico nacional, aunque no está claro (dado el grado de avance de esta alianza estratégica integral) cuáles serán los efectos sobre los recursos naturales y la organización del territorio argentino.
En vista de los grandes desafíos que significa una alianza de este tipo con la que pretende ser la primera potencia mundial, se hace imperiosa la necesidad de encarar un proceso de ordenamiento territorial, que más allá de las cuestiones económicas y de infraestructura plantee un uso armónico de los recursos, en vista de objetivos superiores, tales como justicia distributiva, sustentabilidad ambiental y mejor calidad de vida para las generaciones presentes y para las futuras.
El desafío de encarar el ordenamiento territorial argentino no puede quedar resumido a la cuestión de la propiedad del suelo ni a la relocalización de la sede administrativa del gobierno nacional. De hecho, la amenaza de que el tratamiento de este tema se politice en relación con la intervención del Estado y la injerencia del gobierno nacional sobre la propiedad originaria que las provincias tiene sobre los recursos naturales es real.
Pero vale el riesgo. Una nación que se ha propuesto crecer y desarrollarse, para incorporar a todos los ciudadanos al trabajo y una vida digna, no puede postergar el desafío que ello significa, ya que sólo haciendo uso eficiente de los recursos será posible alcanzar estos objetivos, y por qué no plantearse entonces ser ayuda solidaria para otros pueblos menos favorecidos.
Esta agenda incluye el planteo de la nueva ruralidad, los límites a la expansión de la frontera agrícola (y la dependencia de los monocultivos), la descongestión de las grandes ciudades, la infraestructura logística y la inversión para mejorar la productividad del suelo en zonas áridas y semiáridas, entre tantos otros temas complejos que superan las cuestiones coyunturales y que van más allá de una gestión de gobierno.
Además, y ante el avisado ataque especulativo de intereses foráneos sobre los recursos naturales, se impone la ocupación estratégica del territorio, sobre todo en un país como la Argentina, donde en provincias como Santa Cruz hay sólo un habitante por kilómetro cuadrado.
Repensar el territorio partiendo desde las necesidades de los 40 millones de argentinos será también un gran avance en el reconocimiento del otro y un hecho muy significativo en la superación del centralismo que caracteriza a nuestro país en detrimento del interior, muchas veces olvidado y subestimado en la agenda de interés general.
Claro está, cualquier estrategia de ordenamiento territorial tendiente a un desarrollo sustentable no puede descuidar la necesaria integración que la Argentina tiene y debe profundizar con los países hermanos de Suramérica. No hay desarrollo nacional de largo plazo si negamos el origen de nuestra Patria Grande y la hermandad con los pueblos del Sur que tanto nos ha costado.
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