Domingo, 17 de octubre de 2010 | Hoy
MUNDO FINANCIERO › DERRUMBE DEL DOW JONES
Por Carlos Weitz
La tecnología ha sido uno de los principales motores que explican los saltos en productividad experimentados por la economía mundial en los últimos siglos. En referencia a plataformas de negociación de valores, la automatización de procesos ha facilitado enormemente el desarrollo y la interconexión entre distintos mercados financieros. Sin embargo, se ha comprobado que, en ocasiones, reemplazar el criterio humano con herramientas tecnológicas puede traer aparejadas consecuencias indeseadas.
Esas contrariedades ocurrieron el pasado 6 de mayo cuando se produjo un desplome sin precedentes en la principal Bolsa estadounidense. El día ya había comenzado con malas noticias provenientes del otro lado del océano Atlántico: a la crisis de la deuda griega se sumaba la caída del euro y la incertidumbre producida por el resultado en las elecciones en Inglaterra. Con este entorno negativo no sorprendió que el índice Dow Jones (uno de los más utilizados por los inversores) cayera a media mañana cerca de 160 puntos. Sin embargo, a partir de las 14.30, sorpresiva y velozmente los precios se derrumbaron en picada y el Dow Jones se hundió 990 puntos en escasos 20 minutos, generando desconcierto y múltiples teorías explicativas. Una de ellas adjudicaba la debacle al dedo torpe de un operador que al cursar la operación “habría confundido las teclas de su consola”, apretando la correspondiente a billones de dólares en lugar de presionar la de millones.
La semana pasada, o sea cinco meses más tarde de ocurrido el episodio, la Comisión de Valores de los Estados Unidos (SEC) y la Comisión del Mercado de Futuros (CFTC) publicaron un informe, comentando lo sucedido ese viernes fatídico.
El documento explica que el desmoronamiento de esa tarde no fue provocado por ninguna maniobra de manipulación, ni por la mala puntería del dedo de un operador, sino por una orden de venta de un inversor institucional por 4100 millones de dólares en contratos de futuros. El problema se suscitó cuando el inversor decidió canalizar la orden a través de una computadora siguiendo un algoritmo: conjunto de instrucciones que especifican la secuencia de operaciones a realizar, en orden, para resolver un sistema específico. Usualmente, los inversores cuentan con distintas alternativas para comprar o vender productos financieros. Pueden ejecutar una orden enviándola ellos mismos hacia el mercado o pueden escoger a un intermediario para que la canalice. Una tercera posibilidad consiste en instrumentar la orden dejándola en manos de una “computadora” que ejecuta la venta siguiendo parámetros predefinidos de precio, volumen y tiempo. Esta última alternativa fue la elegida por un inversor institucional de Kansas, que ordenó la venta de los 4100 millones de dólares a través de 75 mil contratos de futuros referenciados al índice Standard & Poor’s 500, usando algoritmos computarizados.
Si bien el elevado monto de dicha operación hubiera ameritado que la orden se ejecutara en un período extenso de tiempo para evitar disrupciones en el mercado, la computadora siguió –como corresponde a un ente inanimado– fiel y fríamente los parámetros con los que había sido programado el algoritmo (que no incluían límites de precio ni de tiempo para completar la venta), bañando al mercado con papeles de todos los colores en sólo 20 minutos. Las ventas generaron una enorme presión en el mercado de futuros, que se trasladó inmediatamente al mercado de contado de Wall Street, con la mencionada debacle en los precios. Este hecho puso de relieve no sólo los riesgos de dejar en manos de computadoras determinado tipo de operaciones sino, también, el elevado grado de interconexión que existe entre los distintos segmentos financieros, pero en especial entre los mercados de valores de contado, de futuro y los de productos derivados, con la consecuente necesidad de coordinar más efectivamente el accionar de los reguladores financieros
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