ECONOMISTAS-GENERACIóN 2001
› Por Paula Español * y German Herrera **
La convertibilidad se inscribió en un clima de época moldeado por el auge global del Consenso de Washington, compendio de mandatos del paradigma neoliberal dominante que interpretaba al Estado como un obstáculo central para el desarrollo económico. En este marco, la convertibilidad para la Argentina acabó siendo mucho más que un mero programa monetario o, incluso, un régimen macroeconómico. Se transformó en la piedra angular de la visión económica hegemónica y, como tal, articuló a su alrededor el discurso dominante de la época.
La desaparición de la autonomía monetaria, lejos de ser leída como una debilidad, era presentada como una ventaja decisiva, ya que reemplazaba lo discrecional por lo previsible, “lo político” por “lo técnico”. La convertibilidad, entonces, se transformó en un precepto ideológico, un símbolo de la subordinación de la política a la economía o, peor aún, a la contabilidad. El buen estadista debía ser un gestor pragmático frente a lo que “la realidad” –el mercado– señalaba, delegando la administración económica en una tecnocracia profesional que dispondría de forma “objetiva y neutral” las medidas requeridas. Resulta en este punto notable el paralelismo con lo que hoy sucede en Europa. Papandreu, ex primer ministro griego, debió renunciar a partir de su “demagógica” intensión de plebiscitar las medidas impuestas desde la Unión Europea y fue reemplazado por un técnico –economista y físico del MIT– de la órbita bancaria internacional. Por su parte, Mario Monti –economista de Yale y flamante primer ministro italiano– al presentar su gabinete sostuvo con orgullo: “La no presencia de políticos ayudará, más que obstaculizar, al accionar de mi gobierno”.
Muchos de quienes hace diez años nos habíamos recibido recientemente de economistas, o cursábamos aún la carrera, sentíamos un malestar doble frente a la dramática situación que vivía la Argentina. Por un lado, como todos, sufríamos cotidianamente las consecuencias de la crisis y las escasas perspectivas de desarrollo profesional futuro. Pero era inevitable no sentir también una cierta vergüenza y frustración personal vinculada al discurso y las formas hegemónicas adoptadas por la profesión que habíamos elegido. Quienes entendemos que el saber económico no puede anular nunca la dimensión de lo político –arena en la cual se juega y redefine, justamente, en qué consiste “la realidad” y “lo posible”– llevamos con nosotros la huella generacional de los significados e implicancias de la convertibilidad y su trágico desenlace final. Conformamos, inevitablemente, la “generación 2001”. Esa generación es testigo –y sobre todo parte activa– de la recuperación de la política como herramienta clave de transformación y del Estado como actor central del proceso de desarrollo
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