TEATRO › EL GRUPO CATALINAS SUR CUMPLE 25 AñOS EN ESCENA
Con sede en La Boca, la compañía de Adhemar Bianchi viene reivindicando desde 1983 un teatro vecinal, hecho de improvisación y lazos fraternales entre sus miembros, con un entusiasmo que entrecruza generaciones y trayectorias.
› Por Facundo García
En las escuelas de teatro nadie enseña a hacer choripanes. Y si bien éste no es el lugar para discutir esa ausencia, sí vale la pena señalar el respeto que los vecinos del Grupo Catalinas Sur de La Boca tienen por ese ritual parrillero que los reunió por primera vez y que justamente hoy, cuando cumplen veinticinco años en escena, sigue siendo el prolegómeno de las obras que presentan en el teatro que construyeron y están a punto de agrandar. Gracias a esa perspectiva amplia de lo que significa la cultura en un barrio, quienes se acercan diariamente al local de Benito Pérez Galdós 93 presencian postales de otra Argentina posible. Alrededor del galpón, los viejos hablan con los adolescentes, los pobres debaten con los conchetos y los intelectuales intercambian opiniones con los obreros. “Es que vos no sabés la fuerza que da el hacerse famoso en el barrio”, invita a pensar Adhemar Bianchi, el dramaturgo uruguayo que coordina desde la primera hora.
Quién hubiera pensado que la kermés que la comisión de padres de una escuela armó en la plaza Malvinas allá por 1983 iba a terminar en algo tan grande, con trescientas personas involucradas y reconocimiento internacional. “Lo que hemos conquistado no tiene nada que ver con esa farsa efímera que promocionan en la tele –sintetiza Bianchi–. La fama vecinal se asocia con la posibilidad de armar, alrededor de casa, una existencia más humana.” Nada menos. Si uno entra al baño de la sede, aparece una joven rubia que concentra dos ojazos azules a la altura del cinturón del visitante. A no apurarse: es un graffiti que conserva su perfección gracias a la limpieza y organización minuciosa de cada uno de los espacios. Ambitos que, por otra parte, se multiplican cada vez más, ya que después de haber terminado de pagar una hipoteca de seis mil dólares mensuales en 2001, el plan del equipo es extender las instalaciones propias para independizarse del alquiler de un tinglado que hace las veces de depósito. De todas formas el núcleo, la verdadera riqueza de Catalinas, está en una dimensión que no tiene nada que ver con las finanzas.
En estas dos décadas y media, el elenco ha sido un tobogán por el que se desplazaron varias generaciones. Incluso hay chicos que juntan voces con abuelos, padres y hermanos. ¿Un caso típico? El de la rubia Gilda, que se acerca ondulando alegría poco antes de que se abra el telón. Oriunda de Ciudadela, la actriz y cantante es una de esas princesas del conurbano que de un solo guiño son capaces de cambiarle el día a toda la barra de la esquina. Para economizar descripciones, basta con mencionar su nombre completo: Gilda Arteta Ortelli. “Así, guarango como suena, y me la banco”, sonríe. Más tarde se transporta a la noche en que su mamá –que hacía el mismo rol que ahora cubre ella en la obra El Fulgor Argentino– le confeccionó el vestidito para su primera interpretación. A simple vista se nota que el tiempo pasó, y hoy aquel papel de nena está a cargo de una hermana menor, y quizá más adelante sea para una hija o una sobrina. Así viene la mano en este rincón boquense.
Catalinas se ha revelado como semillero de los lazos más impredecibles. “Lo que pasa es que antes, en los barrios, vos tenías dónde interactuar –aporta Bianchi–. El cine, la plaza, los ateneos anarquistas, los clubes. Hoy todo eso está en crisis.” La misma arquitectura de las urbes modernas favorece el aislamiento. “Fijate cómo son los hogares ahora. Departamentos para una o dos personas, donde casi se garantiza que no te vas a cruzar con otro. Exactamente lo opuesto a lo que proponían las casas chorizo –añade el dramaturgo–. Y te agrego algo, acá ya hemos formado varias familias, con bebés y todo.”
Desde aquellas reuniones fundacionales, el grupo ha ido navegando las agitadas aguas de la historia con las velas de la buena onda siempre desplegadas. Tras algunos tropezones, llegaron a ser unos noventa y hasta ciento veinte compañeros frente al público, y ese número se ha mantenido desde entonces. Con altibajos, claro. “En realidad –sostiene Stella Giaquinto, una señora de Boedo que se incorporó para actuar y ya se anima a la dirección– nosotros reproducimos en una escala micro las mismas tensiones que tiene la sociedad.” Bianchi asiente, y destaca la preeminencia de la clase media pauperizada en el proyecto: “Cuando arrancamos éramos treinta y cinco. Para viajar de un lado a otro de la ciudad teníamos veinte autos. Al presente somos más de noventa y tenemos únicamente seis coches. Sacá tus conclusiones”.
Retomando, Stella confiesa que una de las razones por las que decidió acercarse fue la soledad que se vive en la selva de asfalto. “Yo también soy uruguaya –revela–, y empecé a sentir que no me sentía contenida ni allá ni acá. Hoy te puedo decir que toda esta gente es mi familia.” No ha sido la única. “Lo mío no es nada –avisa la mujer–. Acá ha habido gente que se cruzaba el Río de la Plata. Se tomaban el barquito y se venían al ensayo.”
Todo esto es menos de la centésima parte de todo lo que guarda la esquina que a las ocho y pico vigilan los bomberos voluntarios, encargados de cuidar los coches del público. Esa variedad no impide, sin embargo, que haya seres cuya huella se recuerda permanentemente. La de Luba, por ejemplo. Era una viejita rusa que atendía un bazar y que se integró a los ochenta años, para largar recién a los noventa y nueve, y no por voluntad propia, sino porque se la llevó la parca. “Luba tenía su propio bloque en el show –boceta Stella–, y siempre era muy puntual. Una vuelta faltaban cinco minutos para empezar y no había llegado. La llamamos por teléfono y nada. Nos empezamos a poner nerviosos y la fuimos a buscar.” El camino fue corto, porque la veterana vivía en una de las torres. Tocaron el timbre. Ni un murmullo. Había que prepararse para lo peor. Entonces los rescatistas abrieron la puerta por su cuenta y encontraron a Luba en la cama. “Ay, tocala vos a ver si está viva”, pidió Stella a otra vecina. Justo en ese momento la anciana abrió los ojos y se asustó al ver tanta gente dentro de su pieza. Se había quedado dormida. “A los diez minutos estaba recitando sus líneas”, rematan los vecinos, a las carcajadas.
No hay pachorra ni bajón en este costado del Riachuelo. La agenda siempre abunda en visitas a otras iniciativas comunitarias, o en actuaciones gratuitas en plazas y comedores. Cada tanto un notición rompe la rutina. En 2001, por citar un hito entre tantos, los rumores de lo que se estaba haciendo acá cruzaron el Atlántico y llegaron hasta las orejas de los directores del Festival de Teatro El Grec de Barcelona. El problema era que, si invitaban a España, había que pagar el pasaje a una gran cantidad de personas que encima no eran profesionales. Finalmente, los europeos se pusieron con cien pasajes en avión, y no hubo allí acomodos ni casualidades, sino la cosecha lógica de haber peleado.
“Esto es algo nuevo, todavía no definido –interpretan–. No somos teatro off, ni partidario ni nos parecemos a otras iniciativas independientes ¿Qué sala tiene hoy dos estrenos por año, un repertorio que llena todas las semanas, festivales cada dos por tres y capacidad operativa para hacer la escenografía que quiera?” La pregunta trae voces desde adentro. “A ensayaaar”, se escucha. Los chicos que no actúan van a la guardería donde los cuidarán mientras dure el espectáculo. Los espectadores ya merodean con sanwiches y vino, cerveza o gaseosas. Faltan diez minutos para demostrar por enésima vez que aunque la vida no dé a todos el cuerpo ideal o una voz gardeliana, vale la pena hacer el intento de expresarse y tentar a la magia.
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