Lunes, 29 de septiembre de 2008 | Hoy
TEATRO › ANDRéS BAZZALO Y ESCRITO EN EL BARRO
El autor y director analiza el sentido de la obra, una versión libre de Otelo, de Shakespeare, situada en la Mesopotamia argentina en plena Guerra de la Triple Alianza. “Quise encontrar una justificación de la tragedia”, subraya.
Por Cecilia Hopkins
Alrededor de 1860, en plena guerra contra el Paraguay, en un campamento de soldados leales a Mitre se desenvuelve una historia que sigue de cerca a la que William Shakespeare tituló Otelo, el moro de Venecia. Andrés Bazzalo la bautizó Escrito en el barro y, aunque el orden de los sucesos está alterado y son sólo seis los personajes que los cuentan, en esta versión libre cada uno se comporta siguiendo los mismos móviles que en el texto original. El coronel Sosa es, como el moro, valiente y eficaz, celoso y amante de su jovencísima esposa, Mariana, que ha llegado desde la ciudad hasta el campamento luego de una boda a escondidas. Por su parte, el intrigante Yago de la tragedia shakesperiana es aquí Santiago, el arriesgado militar que en vez del esperado ascenso a capitán debe soportar que Miguel (Casio, en el original) ocupe un lugar cerca de Sosa, aun cuando apenas ha llegado al frente de batalla.
“Cambié el enclave militar en la isla de Chipre por un puñado de tiendas de campaña en el litoral argentino por 1863 –detalla el autor en una entrevista con PáginaI12–, con los personajes literalmente hundidos en el barro, en el fin del mundo, así la metáfora del poder que se disputa se vuelve patente y vigorosa”, argumenta. No obstante, la intención del autor no fue analizar la Guerra de la Triple Alianza sino encontrar una justificación de la tragedia, esto es, “reproducir las condiciones y necesidades para que una sociedad ‘blanca’, de ascendencia europea, precise de los servicios de un ‘pardo’, de un hijo de la tierra”. Luego de realizar una gira por España, Escrito... acaba de reestrenarse en el teatro El Grito (Costa Rica 5459) bajo la dirección del mismo Bazzalo. El elenco está integrado por Emilio Samar, Daniel Dibiase, Jorge Prado, Joaquín Berthold, Heidi Fauth y Adriana Dicaprio.
–Además de su propia dramaturgia, usted tiene una larga experiencia como versionador de clásicos. ¿Qué satisfacciones brinda la reescritura de un texto ajeno?
–Los textos versionados por mí (tanto teatrales, como cuentos o novelas) pertenecen a autores que admiro mucho. Los leo una y otra vez hasta redondear una hipótesis que guiará mi trabajo, hasta descubrir una mirada particular que me vincule con el original. A partir de allí, el trabajo fluye con ansiedad, dudas y todo lo que suele suceder en un proceso creativo. Intento ser fiel a la esencia del autor pero me permito un espacio de gran libertad.
–¿Y en este caso?
–Además del desafío que significa versionar, el placer está dado también por la convivencia que uno experimenta con un material trascendente e interesante. En este caso con la palabra soberbia y de profundo significado de Shakespeare. Intenté ofrecer en forma sencilla y austera las palabras del gran bardo mezcladas con las mías intentando armar una unidad sin fisuras. Un gran desafío y un gran placer.
–¿Qué nueva perspectiva cobra la historia de Otelo desde la Mesopotamia argentina, desde otro siglo, desde otra guerra?
–Mi intención al abordar Otelo fue, como siempre, referirme a nosotros. Pensarnos y reflejarnos en esa historia a la que le encuentro una trama conflictiva y significativa tan cercana y reconocible. Dado que la negritud del moro veneciano es una sofisticación lejana para un argentino, lo convertí en un criollo, un hijo de la tierra, un “cabecita negra” que necesita ser aceptado por el patriciado de Buenos Aires.
–¿Cuál es su opinión acerca de la guerra del Paraguay? ¿Por qué eligió esa guerra y no otra?
–La Guerra de la Triple Alianza es una guerra vergonzante, un capítulo oscuro de nuestro pasado en el que, cobardemente, Argentina, Uruguay y Brasil se unieron contra un Paraguay pujante, progresista y en vías de desarrollo. Un país que quedó con un millón de muertos, reducido solamente a sus mujeres y niños. Fue una guerra en la que federales y unitarios (Urquiza y Mitre), fogoneados por los ingleses, aprovecharon para arreglar sus desaguisados. A su vez, fue un conflicto emblemático por sus implicancias de limpieza étnica del territorio, ya que en ella lucharon nuestros gauchos, indios y morenos. No se me ocurría mejor entorno que éste para hablar de esta historia de amor, debilidad, envidia y traición.
–Los conflictos privados están muy presentes en el teatro. ¿Por qué cree que tienen tanto atractivo?
–Muchas de mis versiones (Un enemigo del pueblo, de Ibsen o El jugador, de Dostoievski) tienen que ver con eso: cómo se gestan los conflictos privados y cómo dejan de ser privados para tener consecuencias políticas o sociales. Permite reflexionar acerca de cómo en el fondo todos nos sentimos víctimas, pero en muchos casos somos victimarios.
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