Jueves, 2 de octubre de 2008 | Hoy
TEATRO › PATRICIO CONTRERAS Y EL RETRATO DE DERECHAS E IZQUIERDAS EN DéJALA SANGRAR
El actor y director porfió para montar la obra de Benjamín Galemiri en el San Martín. “No intenta dar una visión histórica ni documental. Quiere meter el dedo en la llaga para saber qué pasó con los sueños y las utopías”, detalla.
Por Hilda Cabrera
Nada modesto, el actor chileno Patricio Contreras hizo su propuesta: “Quiero dirigir una obra en el Teatro San Martín”. Kive Staiff, director del Complejo Teatral Buenos Aires, la recibió y se tomó un tiempo antes de responder. “Pensé que no me iba a contestar, cosa que no me parecía escandalosa”, bromea el actor. En esa espera tuvo tiempo “para ir afilando las uñas” con El manjar, de Susana Torres Molina, y Haikus, un monólogo de César Aira, sus puestas debutantes. Finalmente aceptado, esta noche estrena en la remodelada Cunill Cabanellas del TGSM la provocadora Déjala sangrar, del también chileno Benjamín Galemiri, dramaturgo y cineasta reconocido en su país y el extranjero que prometió asistir a la première. “Lo conocí personalmente en los ’90, en una visita que hizo a la Embajada de Chile. Leí sus obras, estrené en Chile El seductor y me entusiasmé con Déjala sangrar, donde mezcla teatro, literatura y cine”, resume Contreras. La obra sacude desde el título y su texto desconcierta más si no se lo toma con negro humor, pues amontona maliciosas observaciones sobre las tácticas de la guerrilla urbana, la heroicidad (se habla aquí del “burdo gusto por lo heroico”), el sabotaje y, entre otras cuestiones, el duelo cruel por el liderazgo. Retrata a dos mujeres y dos hombres que integraron un grupo revolucionario durante el régimen militar chileno, y que en democracia dejan atrás sus idearios, a excepción del personaje de Virna, ex guerrillera y única de origen proletario.
–Galemiri se mete con asuntos en los que da miedo escarbar, por dramáticos y porque han provocado (y provocan) reacciones contrarias e irreconciliables.
–Sí, pero no lo veo como una burla del autor sobre los personajes sino sobre el propio lenguaje, aparte del uso que hace de sus conocimientos de literatura y cine. Es un material interesante, no canonizado, ni al que uno pueda acceder con una noción previa, como la que podemos tener de lo chejoviano o lo shakespereano.
–Algunas escenas de este rompecabezas parecen banalizar la militancia. ¿Qué opina?
–Que se mete con todo lo delicado, polémico o irritante de la militancia de los ’70, y de los revolucionarios que se aburguesaron. Galemiri emplea una adjetivación abusiva, arbitraria, que puede llegar a molestar. Hablamos de esto con el equipo de trabajo y nos pareció estimulante.
–¿El teatro es un buen lugar para atreverse?
–Las disciplinas artísticas son nuestras aliadas y hoy sirven para mostrarnos hasta qué punto nos encontramos perdidos. Nos sirve para preguntarnos qué es en esta época ser de izquierda, sobre todo ante las expresiones de los intelectuales y dirigentes que dicen ser de izquierda. Y no hablemos de los políticos que inauguraron el travestismo ideológico.
–¿El propósito sería descolocar al espectador?
–Viene a revolver un poco el gallinero. Galemiri, creo, rescata el personaje de Virna, quien acepta que el mundo ha cambiado y se adapta, pero defiende sus convicciones. Virna no es ya el personaje heroico y jugado del enfrentamiento armado de otro tiempo. Cuarenta años atrás la vía armada se discutía con naturalidad dentro de los partidos. Eso hoy es inadmisible, pero a lo que no se debe renunciar es a la justicia social y a la equitativa distribución de la riqueza.
–El enfoque está aquí limitado a un grupo de la clase media o de la pequeña burguesía. Los pobres no aparecen, salvo esa alusión al origen proletario de Virna.
–Galemiri no intenta dar una visión histórica ni documental sobre aquella época. Simplemente –y es mi opinión–, quiere meter el dedo en la llaga para saber qué pasó con los sueños y las utopías. A esa pequeña burguesía de la obra se la llama en Chile la whisky-izquierda, un fenómeno común entre las vanguardias del mundo que surgen de la burguesía ilustrada. Entre los integrantes de la extrema izquierda en Chile –que no llegó a armar una guerrilla pero sí realizó acciones armadas– se discutía la vía de las armas como una alternativa para llegar al poder. Muchos de los miembros de esa dirigencia provenían del sector universitario, porque en Chile ser universitario siempre ha sido un privilegio de las clases económicamente mejor posicionadas.
–¿Cómo se sentía en ese clima?
–Como un tibio. Era estudiante de teatro, y trabajaba ya en el teatro, donde tenía compañeros que estaban en posturas extremas. Me las veía en figurillas para explicar mi rechazo a las armas. Entiendo que el mundo estaba convulsionado y que la lucha en Vietnam, por ejemplo, ponía a las armas en primer plano, porque aparecía como el único camino para la liberación. Por otro lado, el ideario de la Revolución Cubana era justo: el sometido debía matar al tirano.
–¿Era natural entonces la polarización?
–Sí, porque nuestros países se vieron muy influidos por ese tira y afloje entre el capitalismo y el comunismo; sufrieron la intervención de la CIA, como Chile, donde tuvimos uno de los partidos comunistas más importantes de América latina. Podemos decir que las presiones de la Guerra Fría –la oposición entre Estados Unidos y la entonces Unión Soviética– radicalizó las posturas políticas en la zona y sesgó por mucho tiempo nuestra visión de la realidad.
–¿Qué opina de las continuas referencias al cine hechas en la obra?
–Galemiri sostiene que cuando no se puede escribir “en teatro” se escribe “en cine”. Esto no quiere decir que no sea arbitrario al usar esas referencias, aunque ese cine era el que le gustaba a esa clase media o pequeño- burguesa de la obra.
–¿Cómo reaccionó el elenco?
–Se avino al juego, aunque es cierto que tanto los actores como las actrices se preguntaron cómo hacer la obra. Todo era un desafío, hasta la sala. El maestro Sarudiansky concibió un espacio semejante a un laberinto. Pensé que el elenco me iba a matar: “Si alguien tiene algo que decir, que lo diga ahora o calle para siempre”, fue lo primero que les comuniqué, y aceptaron contentos. La opinión de Sarudiansky es que se trata de una obra enigmática y que no hay demasiadas cosas tan enigmáticas como un laberinto. Trasladado a la política, el laberinto es una metáfora de la sociedad actual, donde los ciudadanos nos sentimos realmente perdidos y con un miedo tremendo a equivocarnos cuando haya que elegir a quien nos gobierne.
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