Jue 20.08.2009
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TEATRO › “EL PRESTIGIO NO NACE SOLO, SE NUTRE DEL PROFESIONALISMO”

“El prestigio no nace solo, se nutre del profesionalismo”

Entusiasmado por la puesta que dirige Agustín Alezzo en Multiteatro, el dúo no olvida, sin embargo, las dificultades que enfrenta la actividad teatral: “Buenos Aires tiene espectáculos increíbles, pero miremos a quienes los hacen posibles”.

› Por Hilda Cabrera

El novelista Andrew Wyke dicta al grabador un fragmento de su novela: “... me pregunto si podría explicar cómo se las arregló el asesino para depositar el cuerpo de su víctima en el centro mismo de la pista de tenis y desaparecer sin dejar la más leve huella en la tierra roja...”. El escritor se entusiasma con el enigma que él mismo propone, y lo festeja en soledad saboreando un trago hasta que llaman a la puerta: el visitante es Milo Tindle, el joven amante de su mujer, el “descarado” que llega para pedir que le otorgue el divorcio a Maggie, la mujer que comparten. De este tono es el comienzo de Contrapunto (en el original Sleuth, huella), obra del inglés Anthony Shaffer que presentan Pepe Soriano y Leonardo Sbaraglia en Multiteatro, acompañados por Félix Volpini, el certero detective que define el final de esta atractiva puesta de Agustín Alezzo. La obra de Shaffer (1926-2001), publicada en la década del ’60 y llevada al cine en dos ocasiones, atrapó a Soriano cuando conoció personalmente al británico Kenneth Branagh, director de la segunda versión fílmica. “Tuve oportunidad de hablar con él, y cuando me dijo que la obra estaba editada la busqué. Antes de este encuentro me había llamado el productor y empresario Julio Gallo por una pieza sobre Orson Welles, pero no me convenció: había demasiados nombres de Hollywood; gente que acá no se conoce, cuenta Soriano en la entrevista con Página/12, junto a Sbaraglia, el Milo de Contrapunto. “Le llevé esta obra a Julio, le gustó y me propuso como director a Agustín Alezzo. Una decisión maravillosa porque me trajo el recuerdo de cuando actuamos con Agustín en Adriano VII, de William Rolfe, un espectáculo que dirigió Carlos Gandolfo en el San Martín. Después convinimos en incorporar a Leonardo.” En la pieza teatral el “contrapunto” es incesante, tanto como en la traslación al cine, la primera, descubierta por Sbaraglia gracias a que un amigo español le alcanzó un DVD. La dirigió Joseph L. Manckiewicz en 1972 y actuaban Laurence Olivier y Michael Caine: “Me quedé de piedra con los trucos”, sintetiza. “Además, en el cine todo parece muy verosímil.”

–¿El teatro exige imaginar más?

Leonardo Sbaraglia: –Puede ser, pero igual acá estamos llenos de efectos especiales. Y las escenas de disfraces son muy teatrales.

–Finalmente, ¿éste es también un juego de actores? Milo dice serlo y el novelista de policiales guarda disfraces.

Pepe Soriano: –Pero atención que el juego no es lo único en la obra. En esas situaciones delirantes que se dan entre estos personajes aparecen la omnipotencia, la vanidad extrema y el deseo de dominar.

L. S.: –El juego es el comienzo de un proceso de deshumanización en el que Andrew humilla y el otro responde, busca empatar y después ganarle.

P. S.: –Y no importa a qué precio. El dramaturgo Harold Pinter, como guionista de la segunda versión, la que dirigió Branagh (con Michael Caine y Jude Law), hizo un buen trabajo sobre la obra de Shaffer, y Alezzo, creo, tomó algunas cosas de ese guión. La obra fue hecha acá en los años ’70, con Ernesto Bianco y Norman Briski. La dirigió Osvaldo Bonet en el Teatro del Globo. Después de mi experiencia última con Visitando al Sr. Green, de Jeff Baron, pensé en una puesta con más intérpretes, pero esto no es fácil en nuestro país. Si uno le lleva a un empresario una obra de diez actores, el productor tiembla. Contrapunto (o La huella) me pareció perfecta, además con un personaje joven, que siempre refresca.

L. S.: –Hace casi tres meses que Agustín nos viene marcando un camino que nosotros continuamos buscándole el ritmo y la emoción del trabajo de a dos, y protegiéndonos el uno al otro en el escenario.

–¿Cómo ha sido este regreso al teatro después de vivir en España?

L. S.: –Me fui hace nueve años, pero en los dos últimos estuve bastante tiempo acá. Trabajé en Epitafios, en Canal 13, y en varias películas, como La viuda de los jueves, de Marcelo Piñeyro. Estoy en un momento de transición, volviendo pero sin dejar todo lo hermoso que construí en España. Ahora siento que este trabajo con Pepe es un proyecto soñado.

P. S.: –Lo interesante de esta obra es que pide “componer”, y eso es muy gratificante para un actor joven como para uno con muchos años en el teatro. Me emocionó ver últimamente a intérpretes mayores haciendo trabajos superiores y aportando calidades, como a Duilio Marzio en El último encuentro, de Sándor Márai, y a mi querido y entrañable Juan Carlos Gené en Minetti, de Thomas Bernhard.

–Aunque en distintas épocas y por distintos motivos, los dos partieron a España. ¿Qué les aportó ese traslado?

P. S.: –Estuve casi siete años allá; fue una experiencia muy hermosa, pero aquella estadía tuvo eso: el valor que da conocer otras personas y otros lugares. En realidad, “uno es de un lugar”, y quiera o no lleva la marca en el orillo. Soy argentino, y “lo que me corresponde es la Argentina”. Me sentí muy querido en algunos sectores, muy apreciado, muy respetado, pero cuando por ejemplo hablaba de la Guerra Civil, ¿qué podía decir? Ahora, si hablaba sobre peronismo era otra cosa. Eso sí, pude conocer a gente de maravilla. Entonces estaba Juan Antonio Bardem (el director de Bienvenido Míster Marshall) y tantos otros. Pude apreciar también de cerca el trabajo de los más jóvenes, de directores como Pedro Almodóvar. Artistas de gran talento, pero son españoles y sus creaciones son para España, y está bien que así sea.

L. S.: –Aunque yo era conocido tuve que empezar de nuevo: crear otros códigos, otra manera de relacionarme. Si a uno no lo gana el desánimo, crece.

P. S.: –Casi todos los expulsados –por la razón que haya sido– volvieron. No se renuncia fácilmente al lugar de pertenencia. Entre los actores pasa hasta con los que tienen una buena industria de cine en su país: viajan, filman y regresan.

–¿Cuál es el papel de la mujer en esta obra? Andrew dice que le pertenece y Milo, que la ama. ¿La mujer es una excusa?

L. S.: –Maggie –a la que se nombra pero no aparece– es el detonante narrativo, sirve para hablar de otra cosa.

P. S.: –Andrew y Maggie llevan mucho tiempo de casados. Además, son emergentes de una manera de vivir en barrios muy puntuales de Londres. Es lo mismo que en Estados Unidos: el Bronx y Queens son diferentes. Es una pareja con un rango social alto, ostentoso. Viajan por el mundo, se dan gustos caros, intercambian parejas. Andrew acepta que su mujer tenga amantes. No está enamorado de ella, pero es suya. Le pertenece.

–¿Ese rango social implica despreciar al inmigrante? Milo es hijo de madre judía y padre italiano.

P. S.: –Andrew manifiesta su discriminación de forma irónica. Le pregunta si trajo buen salame para tomar con el vino. Le niega cultura literaria y artística a Italia.

–¿Qué pretenden en esa competencia?

L. S.: –Sacarse la piel en un juego que es cada vez más sórdido.

P. S.: –Pero ésa es una primera visión, porque nosotros como actores tenemos que lograr que el espectador no se entretenga con el contrapunto ni las adivinanzas, sino que atienda al contenido, a lo subyacente.

–De todas formas, el segundo acto no deja dudas.

P. S.: –Allí hay una vuelta de tuerca. Esperamos que el espectador quede atrapado. Lo nuestro es haber podido estrenar, el resto es del público, y ahí no tenemos dominio.

–¿Actuar en un teatro del circuito comercial los presiona de otra manera?

L. S.: –La idea que uno se forma del espectador es diferente de la que se tiene cuando se trabaja en teatros más chicos. Donde más me moví fue en el Payró. Ahí estuve en Huérfanos, donde debuté; en Calderón, de Pier Paolo Pasolini, con dirección de actores de Javier Daulte y Felisa Yeni, que era la directora general; después el estreno de En la soledad de los campos de algodón, con Alfredo Alcón y Horacio Roca, y La oscuridad de la razón, un trabajo de Ricardo Monti y Jaime Kogan. Ahora, con Alezzo, que fue mi maestro y respeto, y con Pepe, creo haber encontrado el equilibrio de aquellas otras experiencias artísticas.

P. S.: –A mí me sigue dando vueltas en la cabeza un material sobre las oportunidades que puede llegar a tener un actor. Se lo acerqué a Agustín y se refiere a Laurence Olivier y John Gielgud, intérpretes excepcionales. A Gielgud lo conocí. Murió hace años. Me escribió una carta muy linda que regalé al Museo de Actores. En uno de esos materiales, Olivier cuenta cómo se sentía respecto de su trabajo y de Inglaterra: “Lo que me da miedo –decía– es encontrar un techo, y no sólo a nivel personal”. Olivier sentía que el medio en el que se movía no le ofrecía tantas posibilidades de hacer exactamente lo que deseaba, y que debía negociar siempre. Esto me pasa a mí. Quién me daría, por ejemplo, la posibilidad de hacer El burgués gentilhombre, de Molière, y me dijera ‘bueno, hágalo; equivóquese o acierte’. ¡Nadie! Porque se necesitan veinte actores o porque no es fácil armar un elenco de buenos actores y actrices.

–Por ese tipo de impedimento se han formado grupos...

P. S.: –Sí, pero más allá de los grupos, que es maravilloso que existan, mi pregunta es cuánto dura la energía, las ganas para seguir expresándose y vivir de su trabajo. Porque se supone que un actor debe vivir de su profesión, y eso exige perfeccionamiento. El amateur corre como puede, pero el profesional “corre como debe correr”. Los actores no estamos en este momento en condiciones de sostener un perfeccionamiento continuado.

L. S.: –Tenemos artistas que cumplen distintas funciones, gente como Javier Daulte, Rafael Spregelburd, Ricardo Bartís, Andrea Garrote, Julio Chávez... presentando obras que a mí me hacen reflexionar.

P. S.: –Sí, muy bien, pero insisto. Buenos Aires tiene espectáculos increíbles, pero miremos a quienes los hacen posibles. Hace sesenta años que vengo expresándome como actor, y con mucho dolor lo digo, como un Arlequín hecho de retazos, ¿cuántos aguantan? Porque son muchos los que no tienen posibilidades de trabajar. Recuerdo que en España se me ocurrió preguntar por qué “gastaban” tanto dinero en teatro. Me corrigieron inmediatamente: no gastamos, invertimos. El Estado debe invertir y tiene que impedir que el gobierno, el que sea, cierre espacios teatrales o atrase el pago de sueldos a los actores, como está sucediendo con los elencos de los teatros oficiales. El actor no es un ser feérico, un espíritu de la naturaleza. El actor es mortal y necesita dinero.

L. S.: –Se olvidan las razones del prestigio que el teatro y el cine argentino tienen afuera. El prestigio no nace solo: está nutrido por la experimentación y el profesionalismo de nuestra gente.

P. S.: –En materia de cine, acá se hace lo que se puede. Lamentablemente no se ha logrado todavía una industria cinematográfica fuerte. Se hace una película hermosa, va a Cannes y después acá falta público. No hay una organización que complete el circuito, tampoco en el teatro, a pesar de los esfuerzos. En este momento hay 228 profesores enseñando. Me parece bien, pero ¿cuándo vamos a unirnos? El Estado tiene la obligación de cobijarnos a todos, y los gobiernos deben cumplir. Tenemos personas valiosas. En teatro son muchas. ¿Por qué no se las llama para que aporten conocimientos y podamos desarrollar un arte que deseamos compartir de una manera más equilibrada?

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