TEATRO › ENTREVISTA A IGNACIO APOLO, DIRECTOR DE ROSA MISTICA
El teatrista explica por qué montó en el C. C. Konex una obra que hace eje en el desamparo y la marginalidad. “Lo familiar ha empujado a lo social fuera de nuestros escenarios”, señala. Rosa mística echa mano del ceremonial católico a modo de encuadre estético.
› Por Cecilia Hopkins
Un operativo antidrogas en una villa del bajo Boulogne y la muerte de un bebé a causa de los disparos de la policía es el punto de arranque de lo que sucede en Rosa mística, última obra de Ignacio Apolo que acaba de subir a escena en Ciudad Cultural Konex (Sarmiento 3131) bajo la dirección del mismo autor. El bebé muerto se convierte en el santito del barrio y Rosa, la pequeña hija del policía a cargo de la investigación de lo ocurrido, emprende una suerte de cruzada en contra del incipiente mito, ayudada por un chico de la villa. Interpretada por Ana Pauls, Tahiel Arévalo, Mario Jursza, Amanda Busnelli y Alejandro Dufau, la puesta echa mano del ceremonial católico a modo de encuadre estético. “La muerte de los hijos es siempre un absurdo –afirma Apolo en una entrevista con Página/12–. El niño, símbolo por excelencia de lo inocente y lo indefenso, es el bien más preciado de todo grupo humano, porque en ellos se juega la conservación de la vida y la reproducción de la especie. Por eso, lo irracional de la muerte programática de los niños sólo puede encontrar sentido en el pensamiento mágico: el mito y la religión”, concluye.
Según cuenta el autor, Rosa mística nació “de la necesidad de resignificar la identidad argentina”. La primera versión del texto fue escrita para el director británico David Gothard, autor de una obra que fue montada en Kosovo, interpretada por actores serbios y musulmanes. Ante el deseo de Gothard de dirigir un texto suyo, Apolo decidió escribir un relato sobre la marginalidad y el desamparo: “¿Qué otra cosa además del viejo retrato de clase media es profundamente argentina, tan profunda que se torna invisible?”. De todas formas, la intención del autor no fue “recuperar la calle” para el escenario porque, según afirma, “la calle es nuestra frontera y es una frontera demasiado peligrosa como para ir a reclamarla así, bravuconamente”. Apolo justifica: “El objetivo de esta obra, en todo caso, es cuestionar nuestros modelos de identidad. Porque los argentinos, los porteños sobre todo, somos mucho más ‘cumbia, paco y zapatillas con resorte’ de lo que nos gusta asumir”.
–¿Solamente en el mito y la religión se puede aceptar la muerte de un niño?
–Contemplar en un museo salteño las momias del Llullaillaco –niños sacrificados por los incas, cuyos cuerpos fueron hallados intactos en santuarios de alta montaña– sólo nos puede llenar de horror, y de una sensación de incomprensión cultural, si olvidamos nuestros propios mitos filicidas y nuestros terribles mandatos religiosos.
–¿A cuáles se refiere?
–Hay muchísimos ejemplos: Ifigenia, sacrificada en ritual propiciatorio para las aventuras y las guerras; el Dios de los hebreos reclamándole a Abraham la vida de su hijo Isaac, la matanza bíblica perpetrada por Dios sobre los primogénitos de Egipto y, finalmente, el propio Jesucristo, el gran Hijo sacrificado.
–¿Por qué afirma que “matar a los hijos es el rito secreto de nuestra sociedad”?
–Cuando hablo de “nuestro” rito secreto, hablo de nuestro país y de sus secretos a voces, de lo que a fuerza de no mirar pretendemos que no está allí. La Argentina del Bicentenario podría tal vez reflexionar sobre sus niños, dado que nuestra historia tiene signos muy claros de desprotección y violencia contra sus hijos.
–¿Por dónde comenzaría el recuento?
–La gran imagen, por supuesto, es la de “los chicos de la guerra”, los soldaditos sacrificados por la Junta en Malvinas –muchos de ellos, torturados previamente por sus superiores (en cierto sentido, sus padres protectores)–, mientras los otros niños, los más pequeños, les escribíamos cartas, les enviábamos chocolates y realizábamos colectas. Pocos años antes, las mismas autoridades habían ordenado la desaparición forzada de estudiantes y organizado el plan sistemático de apropiación de menores. Pero no hace falta viajar en la historia veinte o cuarenta años (o cien, hasta el icónico sacrificio de “Dominguito” Sarmiento en la Guerra del Paraguay), sino sólo unos pocos años (y también, unos pocos días): la imagen más desgarradora de la crisis política y económica de 2001 es la de los niños desnutridos de Tucumán; la actual, los niños que se prostituyen en el Mercado Central.
–¿Cuáles son las razones por las que “lo familiar ha empujado a lo social fuera de nuestros escenarios”?
–Ante todo, la extraordinaria productividad de un teatro intramuros y la fascinación del público teatral por ver sus propias imágenes estilizadas y parodiadas allí adelante. Las buenas obras, muchas de las mejores de los últimos años, retoman insistentemente el tema familiar en su modo-tópico “disfuncional”: personajes deformados según nuestro tradicional gusto por el grotesco. Hablo de la amplísima oferta teatral de pequeño formato que se da en Buenos Aires, pero también del arribo de ese tópico al teatro comercial.
–Estas obras tienen muy buena recepción, no sólo por parte del público común...
–Sí, el público teatral especializado –formado por los propios actores, directores, críticos, productores independientes, docentes y estudiantes de las diversas disciplinas teatrales– recorre las salas y legitima ampliamente esta estética de identificación con una clase media eternamente decadente, en extrema y paródica deformación.
–¿Los temas sociales no interesan?
–“Lo social” es sinónimo de lo televisivo: la tele es el gran constructor/exhibidor de las imágenes de lo social e incluso de lo marginal. La TV, los diarios, la radio, el periodismo en general, masivo e inmediato, fotografía, filma, graba y documenta lo social –escondiendo sus procedimientos de producción, elaboración y montaje de imágenes y voces–. Lo “social” permanece, entonces, asociado a “la realidad” que, para nuestro culto público teatral, equivale –no sin razón– a construcción política de los medios.
–¿La ficción, entonces, se construye únicamente en el interior de las casas?
–Hay un repliegue hacia el mundo interior (la alcoba, el baño, el living familiar) porque allí se sienta una garantía, tal vez ingenua, de teatralidad: aquí adentro, en nuestra psicosomática vida privada, los medios no se meten porque no pueden armar su espectáculo, y sólo nos pertenece a los que hacemos ficción.
–¿El teatro debería reflejar la realidad social?
–Es que el teatro no puede y no quiere fotografiar ni documentar “la realidad” –sea interior, familiar, o exterior, social–; el teatro debe primero digerirla para transformarla y ofrecerla en su ritual escénico. Un problema serio, tratándose de digestión: la realidad social es un sapo grande, muy difícil de tragar.
–Le habrá costado, entonces, concretar este montaje...
–Sólo con la ayuda del enorme talento de Tahiel Arévalo (el actor de 16 años que encarna al Lauchi, el pibito de la villa) pude rozar verosímilmente, como autor y director, el lenguaje actual de los marginales. Y sólo apoyado en la profundidad actoral de Ana Pauls –notable, para una actriz tan joven– pude fundir/digerir ese pedazo de “realidad” en una dimensión ritual.
–En Rosa mística está muy presente el empaque ritual de la Iglesia Católica.
–Sí, por razones históricas, políticas y poéticas. La espada y la cruz son el crimen original de nuestros países, ¿verdad? La imposición a muerte de un ritual sobre los pueblos originales y sus descendencias es nuestra génesis ancestral. Esta fuerte identidad latinoamericana, velada un poco por las corrientes más librepensantes que configuraron las imágenes e identificaciones de lo nacional tras la inmigración del siglo XX, no obturan la cuestión central: que el poder tradicional del país es católico.
–¿Por qué cree que se va creando un santoral popular?
–Un Dios Transnacional como el que tenemos nosotros, el mismo para todo Occidente, de Ushuaia a Estocolmo: No. No puede funcionar solito. Es mejor tener a nuestro San Cayetano (el de Liniers, no cualquiera) para el pan y trabajo, a San Expedito (el de las estampitas y estatuillas) para los milagros específicos, a la Virgen Desatanudos para resolvernos problemas, y al Gauchito Gil –bien rojo, herético, delincuente– a la vera de los caminos, desplazando por alguna misteriosa razón a nuestra querida y maternal Difunta Correa.
–¿Cuál es su conclusión?
–El santoral popular revela lo profundamente politeísta y profana que es nuestra religiosidad real. En su reverso, revela también lo poderosa que es la tradición católica y la capacidad de supervivencia de una Iglesia que tolera, contiene y retiene a sus fieles permitiendo y utilizando, justamente, esas mismas armas.
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