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Domingo, 27 de septiembre de 2009

TEATRO › ENTREVISTA AL DIRECTOR Y DOCENTE NESTOR ROMERO

Mujeres de todos los tiempos

En la obra Las González, el teatrista apostó a un tema aún hoy tabú a nivel social y artístico: el derecho de la mujer que ronda o atraviesa los 60 a manifestar deseos amorosos y ser correspondida. Y apeló al “recurso brechtiano de convertir lo cotidiano en extraordinario”.

 Por Hilda Cabrera

¿Qué les sucede a las señoras maduras cuando toman conciencia del deseo amoroso? Las González, cuatro hermanas habitantes de un pueblo chico, arrastran en su madurez los códigos de una familia que les cercenó el deseo, al punto de que sólo una tuvo por un tiempo compañero, otra un amor efímero y las demás ningún acercamiento. Sobre un texto de Hugo Saccocia, autor, director y pionero, creador en 1984 del Grupo y de la Biblioteca Hueney en Zapala –ciudad en la que organiza encuentros y festivales–, el director Néstor Romero apostó a un tema aún hoy tabú a nivel social y artístico: el derecho de la mujer que ronda o atraviesa los 60 a manifestar deseos amorosos y ser correspondida. En Las González, título de la obra, Romero –director y docente de trayectoria– optó para su puesta en la Sala Teatro Abierto por un retrato almodovariano, “un grotesco esperpéntico que responde al recurso brechtiano de convertir lo cotidiano en extraordinario”, puntualiza en diálogo con Página/12.

En este intento por mostrar a unas mujeres educadas entre códigos “retrógrados” y sacudidas por la actitud de una de ellas se advierte no sólo apego a la vida sino también señales de que el enamoramiento es todavía motivo de revelaciones. Saccocia mismo da cuenta de esto en la presentación de la obra: “La vida de un hombre no alcanza para admirar a la mujer, y harían falta varias vidas para comprenderla en su cabal dimensión. Escribí Las González desde la óptica del que admira, intenta comprender y sabe que puede sorprenderse cada día. Las González son un producto social argentino, con la impronta definida de tantos años de autoritarismo. Tuve la intención de rendir homenaje a la mujer de todos los tiempos, esa que todos los pueblos acallaron por temor a su poder natural”. La opinión de Romero no está muy alejada del convencimiento de Saccocia.

–¿Es entereza, realmente, lo que anima a la mujer?

–Sí, lo que sucede es que ni siquiera la mujer reconoce a veces su fuerza, como tampoco su derecho a la sexualidad. La sociedad aprueba que un hombre de 70 años desarrolle actividad sexual y la desaprueba en una mujer. La desaprueba o le produce hilaridad. No es común tampoco que se acepten situaciones como la que muestra la película que aquí se llamó Siempre hay tiempo para amar (Nights in Rodanthe).

–¿El teatro se anima a esos temas?

–Se crearon obras importantes sobre la mujer que intenta liberarse de ciertas opresiones, como Nora, en Casa de muñecas, de Ibsen. De este personaje se imaginaron derivaciones: qué fue de Nora cuando abandonó casa, marido e hijos. Uno podría preguntarse también qué pasó con Medea cuando escapó de Corinto. ¿Cómo serían los 70 años de Medea?

–En otro contexto, ¿quiénes son las González?

–Una muestra del sojuzgamiento que impone la sociedad, y me estoy refiriendo a la nuestra. Estas mujeres, consideradas “antiguas” para esta época, se rodean aquí de objetos modernos: MP3 y demás. En algún punto son semejantes a todos los que los utilizamos y nos permiten estar al día, pero no nos salvan de ser culturalmente dependientes.

–¿Por qué eligió para este sinceramiento recursos del esperpento?

–Mi pretensión no era armar una historia realista, por eso pedí a las actrices que trabajaran desde la conmoción. Sus rostros debían verse de una manera distinta de la habitual. Y lo lograron; Catalina Speroni, Ana María Castel, Cecilia Cenci y Angela Ragno son increíbles, fascinantes.

–¿Continúa en la docencia?

–Me dediqué desde muy joven: fui rector y vicerrector del Conservatorio Nacional de Arte Dramático y participé en la creación del Instituto Universitario Nacional de las Artes con los colegas de otras escuelas. Trabajaba mucho, tuve un principio de surmenage y renuncié. Sigo con la cátedra de Técnicas de la Actuación en la carrera de Dirección del IUNA, y con mi escuela, donde está también mi mujer, Teresa Calero. Estuve asociado con Víctor Laplace cuando dirigió dos películas. La segunda, La mina, con Víctor, Briski y Haydée Padilla, fue con guión y producción mía. Mi familia creció dentro de este clima. Mi hijo Emiliano está preparando su primer largometraje, Topos, filmado como una posibilidad de futuro, muy a lo Kusturica, pero referido a la Argentina. Hace seis años llegó a los finales del Oscar con un corto, Cantautor, protagonizado por Luis Machín. Viajó por todo el mundo con este corto y con Tiernizado, limpio y a picar. Mi hija Dalila es actriz, egresada del IUNA y formada por Carlos Gandolfo.

–¿Qué diferencia la dirección de actores en teatro y en cine?

–La técnica a aplicar por el actor o la actriz es la misma, pero difiere en la energía y la expresión. Arriba del escenario es todo el cuerpo, siempre. Frente a la cámara, el actor entrenado es el que va y le pregunta al director con qué cámara y lente va a tomarlo, o qué plano va a privilegiar. Un actor que compone se entrena y sabe mucho sobre su profesión. No son tantos en nuestro país, pero los que hay son magníficos. El teatro exige más, se expone todo el cuerpo; en cine es diferente.

–¿Y en televisión?

–Se dispone de menos tiempo, sin embargo algunos actores son impresionantes. Un ejemplo es Julio Chávez. Uno lo ve en Tratame bien y se maravilla. Trabaja como se debe, detalle por detalle, nunca hace nada en general. Y esto que parece simple es fundamental. Cuando surgen actuaciones como éstas utilizo una frase que realmente no sé de dónde la saqué, “El detalle es la partera de la creación”, y es así, porque no se puede componer desde lo grueso. Insisto en Chávez porque lo conozco bien. En 1981 estrené Ultimo premio, de Eduardo Rovner, en el Payró. Convoqué a José María Gutiérrez y Julio Chávez. Conocía a Chávez porque mi maestro Carlos Gandolfo lo había dirigido en una obra con Pepe Soriano. Tenían distintos estilos y pertenecían a generaciones diferentes, pero después de veinte días de ensayo se dijeron el uno al otro “¡Ah! Sos bueno”, y sumaron. No me voy a olvidar de eso. Entrenarse todos los días en lo sensorial, lo imaginativo y la observación es esencial para un actor, de lo contrario se repite.

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Romero presenta el espectáculo, sobre un texto de Hugo Saccocia, en el Teatro del Pueblo.
Imagen: Marisela Mengochea
 
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