TEATRO › JEAN FRANçOIS CASANOVAS, RENATA SCHUSSHEIM Y OSCAR ARAIZ ESTRENAN SPLENDOR
Los tres volvieron a trabajar juntos impulsados por las ganas y la amistad, y eso se nota en el resultado. La obra que se ve en el café-concert del Maipo es un viaje sofisticado por un mundo de mujeres en soledad, que campea por el humor y el dolor.
› Por Carolina Prieto
Volvieron a juntarse por el placer de crear sin ningún tipo de presión externa, impulsados por las ganas, la amistad y la confianza cultivadas durante décadas. El actor Jean François Casanovas, la artista plástica Renata Schussheim y el coreógrafo Oscar Araiz forman un trío potente y sofisticado desde que en 1984 irrumpieron en el Teatro Odeón con Fénix, una alegoría sobre el paso del tiempo inspirada en dibujos de Erté, de gran poder sugestivo. Como ellos mismos aseguran, son “como un matrimonio en el que perdura lo mejor”, que plasmó su talento en espectáculos como Los siete pecados capitales, Boquitas pintadas, Varieté y La cabalgata argentina.
La última criatura del terceto es Splendor, que acaban de estrenar en la sala de café-concert del segundo piso del Maipo (Esmeralda 443, miércoles, jueves y domingos a las 21.30, viernes y sábados a las 22.30), un espacio íntimo en el que el actor muta en apenas segundos o escasos minutos en una serie de personajes femeninos que oscilan entre el humor, algo de grotesco y el drama. Lo hace solo o junto a tres sólidos bailarines (Javier Bazán, Ignacio González Cano y Marco Chaves), siempre con un vestuario prodigioso diseñado por Schussheim. Sedas, brillos, plumas, gasas, pelucas, colores exultantes, maquillaje bien cargado, máscaras enigmáticas. Así ataviado, Casanovas deslumbra con la fonomímica. Maneja con tal precisión el recurso, que los movimientos de su boca y el audio sincronizan a la perfección y parecen uno. Quizá más llamativo aún es cómo imprime a cada personaje una expresividad propia. Cada una de estas mujeres –la china, la femme fatale, la aviadora, la cantante de ópera, la que está postrada en una silla de ruedas, o la escritora paqueta, entre muchas otras– tiene una forma propia de modular, de mover el cuerpo, los ojos, las manos. Cada una produce un efecto distinto: gracia, carcajadas, ternura, compasión, dolor. Aquí reside la magia del transformismo, potenciada por el sello estético de Araiz y Schussheim, esta vez compartiendo la dirección. Cada personaje pertenece a una idiosincrasia y una época diferente, pero en todos hay bastante soledad y las consecuencias de esta falta de afecto también varían.
En el bar del Maipo, los tres se juntan para conversar con Página/12 mientras saborean una copa de champagne y un gin tonic, muy distendidos a horas del estreno. “Jean François es el eje del espectáculo, lo pensamos para él y lo hacemos exclusivamente por ganas, por puro placer, sin presiones de tiempos ni nada ajeno que nos condicione”, asegura Schussheim, con su inconfundible cabellera roja y sus ojazos cristalinos. El origen se remonta a enero de 2008, cuando comenzaron a imaginar, a sugerir imágenes, músicas y personajes hasta sumar tanto material que tuvieron que podar. Fue un proceso que se extendió a lo largo del año (interrumpido por otros proyectos personales) y entusiasmó a Lino Patalano, productor y director general del Maipo. Según el protagonista, el corazón del nuevo musical es “la metamorfosis, la mutación”. “Por eso le pusimos Splendor, en el sentido de resplandor, de fulgores, de luces que duran muy poco, que mutan”, explica. Destellos efímeros que para Araiz funcionan como “metáforas del movimiento y de la vida misma, ya que nada permanece igual”.
–¿Cómo encararon estas metamorfosis escénicas?
Renata Schussheim: –En un espectáculo como éste, el vestuario es fundamental por la exigencia de los cambios de un personaje a otro, que están medidos. Algunos son a la vista del público y otros en bambalinas.
Jean François Casanovas: –Los cambios frente al público son momentos especiales, casi rituales. Son breves ceremonias de transformación en penumbra, en las que me ayudan los tres bailarines y usamos máscaras.
Oscar Araiz: –Hay un hilo visual que se mantiene a pesar de los rasgos de cada personaje y también un pasaje por distintos climas, distintas emociones. Hay momentos más cercanos al humor y otros más dramáticos. Tiene muchos contrastes.
–Casanovas, ¿cómo llegó a este género y qué lo sedujo tanto?
J. F. C.: –De caradura, nomás. Después de trabajar durante un año en un banco en París no aguantaba más. Me presenté a una audición en un teatro y me dijeron que no, que fuera a aprender el oficio. Después apareció la posibilidad de hacer un reemplazo en una revista renombrada y lo hice bien. Empecé a aprender sobre la marcha. Cada vez fui teniendo más responsabilidades y más posibilidad de hacer personajes. Me sedujo la máscara: poder ser durante tres minutos otra persona, y en un espectáculo de una hora y media poder hacer veinte personajes distintos. Para un geminiano como yo, es algo muy importante.
–¿A qué tipo de máscara se refiere?
J. F. C.: –A la máscara carnal. Es decir, el rostro y el maquillaje, las miles de posibilidades expresivas que ofrecen. Es una máscara mucho más fantasiosa que el objeto máscara en sí: contiene la expresión, el movimiento, los músculos de la cara. En el personaje de la escritora “bien”, esto es evidente. La diversión nace no tanto de lo que dice sino de cómo lo dice, de la modulación, la expresión, los movimientos.
–La forma en que ustedes se conocieron tuvo mucho de resplandor, de encantamiento súbito, ¿no?
R. S.: –A Jean François lo conocí en España, antes de que él viniera a Buenos Aires. Unos amigos me recomendaron que viera un espectáculo en el que un actor hacía personajes parecidos a los que yo dibujaba. Y fue así, cuando lo vi no lo pude creer, me fascinó tanto como hoy. Pero más allá de sus creaciones, él me impactó como persona. ¡Ahora Jean está más normal, pero cuando llegó era más marciano! Tenía un corte de pelo rarísimo, esos anteojos blancos, una chaqueta de Thierry Mugler anchísima, un estilo que acá no se veía. Si en Buenos Aires se lo llevaban preso junto a sus bailarines franceses por el look, por ser diferentes. Los llevaban a la comisaría 21, que está al lado de casa, y los mismos policías me avisaban: “Renata, acá tenemos a sus amigos”. Y yo iba y los sacaba.
El transformista, que este año actúo en Una mujer inoportuna, de Copi, desembarcó en Buenos Aires en 1980. Llegó con un contrato para hacer un espectáculo llamado Cocktail Show en el Hotel Bauen, y se quedó para siempre. Sincero, reconociendo su falta de información y hasta algo de inconsciencia, Casanovas recuerda: “Acepté la propuesta totalmente ajeno al hecho de que acá había una dictadura. Recién me enteré cuando la viví en carne propia. Pero igual soñaba y seguí soñando”. Lo cierto es que el francés no era un extraño para buena parte del espectáculo porteño. Renata se había encargado, casi naturalmente, de divulgar su figura. “Había hecho una serie de dibujos inspirados en él, los había mostrado y mucha gente lo reconocía por los cuadros”, dice la pintora. “Cuando llegué a la Argentina los vi y vi otras obras de su producción. Había un aire de familia entre su mundo y el mío”, agrega el actor, reconociendo el parentesco creativo que los une.
El encuentro entre Schussheim y Araiz fue anterior; también tuvo mucho de flechazo. “Fui a ver un espectáculo de Oscar al Colón. Era una coreografía a partir de un adagio de Albinoni y quedé como loca –comenta–. ¡Era la música que yo usaba para dibujar, mucho antes de que apareciera como música de fondo en las telenovelas! Y la veía ahí, bailada antes mis ojos, ese mundo que me inspiraba hecho carne. Sentí que si fuera un coreógrafo haría exactamente lo mismo que hizo él.” Renata se refiere a Halo, “un dúo romántico, muy tierno, como en cámara lenta”, según lo define Araiz. Fue hacia fines de la década del ’60, y al poco tiempo, el coreógrafo se dio una vuelta por la primera exposición de Schussheim, que sólo tenía 16 años. Tampoco quedó indiferente. “Ella era muy joven pero sus dibujos ya eran bastante perversos... Muchos alfileres sobre cuerpos”. “¡Sí! Eran brochettes de hombrecitos”, bromea Casanovas. Araiz continúa: “Enseguida se dio el chispazo. En el ’71 estrenamos nuestro primer trabajo juntos, Romeo y Julieta. Renata creó entonces un vestuario que mezclaba lo ruso con el comic. Pasaron décadas y acá estamos. Ni un matrimonio dura tanto”, compara el director.
El trío coincide en que corre con ventaja. Cada uno conoce los defectos del otro y, lejos de estancarse, todavía se sorprenden. Y a esta altura de sus carreras, privilegian el placer. ¿Volver a dirigir el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, que fundó en 1968? Araiz no duda. “No quiero dirigir ningún ballet más. Me gusta dirigir sobre el escenario pero conducir un grupo humano, no. A menos que sea un grupo muy especial. Además tengo mi pequeño grupo independiente con el que nos reunimos por el deseo, no por un contrato. Por ejemplo, queremos volver a hacer este año La cabalgata argentina, pero con otras características”. Así de frontal también es Casanovas. “El grupo Caviar es un espejismo. Finalmente Caviar soy yo, los bailarines van cambiando y a veces hay demasiadas idiosincrasias en juego, demasiados egos. Francamente, es agotador.”
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