Sáb 06.02.2010
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TEATRO › RICARDO HOLCER DIRIGE EL ARDOR EN EL CAMARIN DE LAS MUSAS

Un pensamiento con cuerpo

La obra escrita y protagonizada por Marcelo D’Andrea reflexiona sobre lo discursivo y el pasado... a partir de un locro que le cae mal al mecánico que lo comió. Así, el director lleva al límite su “alergia” por lo explicativo.

Cuando el teatro intenta decir y no dice, hay un ruido. Pero cuando no dice porque no puede, ¿qué hay? Si se le pregunta a Ricardo Holcer de qué trata el nuevo espectáculo que dirige, la respuesta es silencio y luego una carcajada. No es que dude: la imperfección no podría ser más precisa. Porque El ardor, que va todos los sábados a las 22 en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960), aborda el universo de lo indecible. Escrita y protagonizada por Marcelo D’Andrea, la pieza se interroga sobre lo discursivo: las verdades establecidas y las olvidadas. En ese afán consigue una interesante reflexión sobre las profundidades de la historia argentina y latinoamericana, y encuentra un pasado que insiste con volver, pero que no puede ser lenguaje.

A pesar de la complejidad de la obra, el punto de partida es bien simple: un mecánico que ingiere un locro. En pleno desarrollo de su tarea, al hombre se le “atasca” la comida y comienza a hablar por ella. Cuando lo reprimido e inexpresable lo toma, transpira y sufre de arcadas. Reescritura de Acido de locro –estrenada en 1998 en Megafón–, El ardor arroja resultados innovadores en diferentes aspectos: desde la escenografía –una suerte de isla de tres metros por cuatro– hasta el sentido que cobra lo actuado, que pretende no ser relato sino un aquí y ahora genuino.

El interés de Holcer por el cuerpo del actor fue siempre muy marcado. Y en este caso parece haber llevado a la máxima expresión su “alergia” por lo explicativo. Sobre la base de esos ejes, el desafío fue “inventar una nueva poética”. Con un prontuario de más de veinte obras, como Los siete gatitos, Woyzeck y Doble concierto, y acostumbrado a rozar lo social e histórico desde el teatro, Holcer encontró en la propuesta de D’Andrea lo que buscaba: “La posibilidad de explorar una zona de la historia desde los materiales que la componen y que aparecen de un modo antropofágico, porque el texto los devora y vomita”, explica. La química que unió al dúo fue tal que ya prepara un nuevo espectáculo. “Desde (Norman) Briski que no trabajo con un actor de la potencia de Marcelo, con esa amplitud de registro, cambios de eje y alteraciones de espíritu. Y como es el autor, sentía que llevaba una bitácora conmigo”, elogia el director en la charla con Página/12.

–¿Cómo se resume esa nueva poética que mencionó?

–Intentamos inventar una poética que no remita al sentido común, que desafíe. Hay que devolverle la materialidad al cuerpo del actor. Nuestro objetivo no es crear una imagen sino un acontecimiento que produce el cuerpo. Si busco la justeza de una imagen, desplazo al acontecimiento. En la obra funciona al revés: el “navegar”, en tanto acontecimiento, produce la imagen de un barco.

–Hay momentos en los que la obra captura, pero no desde el entendimiento. ¿Cómo impacta esa poética en el espectador?

–Para seguir con el ejemplo de “navegar”, resuena como una sensación de estar viendo flotar. Buscamos ir directo al cuerpo del espectador, no a través de una moral, de una intermediación ideológica o de una imagen. Si todo eso es destino, se busca restituir una anterioridad que trae el espectador. No tenemos la soberbia de dar una respuesta histórica, ese teatro ya lo conocemos. Esperamos promover un pensamiento con cuerpo, que participe del acontecimiento y no que se siente a que se lo narren.

–El humor es un elemento importante en la obra. ¿El ardor es tragedia o comedia?

–Lo trágico y lo irrisorio vibran. Es esa risa que queda congelada en el gesto y que se desarticula en una mueca de desesperación, esperando rebotar en un próximo espasmo de risa. Se busca una suspensión del juicio de valor. De ahí que nadie pueda responderse si lo que ve es trágico o irrisorio. ¡Imposible separarlo, porque así es la vida! Y así son nuestros pueblos. El mecánico no instala un punto fijo a partir del cual habría locura. Está en el orden de lo inexpresable.

–Entonces, ¿qué lugar le queda a la palabra?

–La palabra se le impone al cuerpo, aparece con acontecimiento. Más que por el lenguaje, la obra transita por el habla, que se fuga y es plural. Hay un cuerpo lleno de cuerpos que es hablado. Hay una palabra-delirio que conecta con su sentido más antiguo: la profecía, lo adivinatorio. Es muy político, la palabra que no puede callarse. Cuando aparece en escena la madre del mecánico, cristianizada y explotada, es una voz que no puede ser callada. Y aparece en el cuerpo del hijo, como en su momento las madres hablaron desde el vientre de sus hijos desaparecidos. Cuando todo ha desaparecido, aparece. Esta es la paradoja.

–Y la diferenciación lenguaje-cuerpo se materializa en otra idea que recorre la obra: civilización o barbarie.

–Absolutamente. El personaje del padre, que también habla desde el cuerpo del hijo, tiene un discurso de la línea de la generación del ’80: neoconservador, terrateniente, oligárquico. No ha perdido actualidad, porque hoy está la Mesa de Enlace y el fenómeno llamado “campo”. El resultado es que coexisten tiempos que en otras teatralidades se pueden separar: el arcaico, con el locro y su relación mítica con los pueblos originarios; el presente, con la ley; y el futuro, como deseo del mecánico de poner en marcha la historia. El fuego no tiene otra forma de existir que consumiéndose. Ese ardor es el que transmite la pieza.

–¿De El ardor se desprende algún mensaje concreto?

–Nosotros no cobramos entrada para dar respuestas, lo que nos proponemos es estimular preguntas: “¿Por qué acepté esto de mi padre? ¿Por qué acepté esta visión del sexo?”. En cada descomposición orgánica se juega toda la existencia del yo. Y en cada deconstrucción de un yo se juega toda la historia de un pueblo.

–¿Por qué partir de un mecánico que ingiere un locro para semejantes interrogantes?

–Le tengo alergia a lo explícito, lo explicativo. En lo cotidiano convergen una cantidad de líneas que no tienen nada de extraordinarias, pero que son complejas. El mecánico está en su tarea cotidiana, pero como todo en nuestras vidas lo que aparece es una multiplicidad. El arte tiene la posibilidad de exhibirlo, el peligro es explicitarlo. ¿Cuántos saberes hay en un mecánico más allá de arreglar un soldador?

Entrevistas: María Daniela Yaccar.

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