Domingo, 31 de octubre de 2010 | Hoy
TEATRO › BERNARDO CAREY ES EL AUTOR DE LA RECIEN ESTRENADA IMBERBES
El dramaturgo, novelista y cuentista ambientó su obra en una librería, lugar en el que trabajó durante quince años. Y sus personajes, dice, “aspiran a una justicia social y a esa cosa picante del cambio que tenía presencia en los ’70”.
Por Hilda Cabrera
El título original era Imberbes en la librería, pero su autor, Bernardo Carey, decidió que bastaba con Imberbes, calificativo con resonancia política, sobre todo en una obra que resume un período bisagra de la Argentina, el que va de 1964 a 1978, retratado en escena de manera fragmentada y vertiginosa. En el imaginario político, el término remite al utilizado por el ex presidente Juan Domingo Perón en su discurso del 1º de mayo de 1974, desde el balcón de la Casa Rosada, al referirse a las organizaciones revolucionarias. El resultado fue entonces el retiro de las columnas de Montoneros y Juventud Peronista entre cánticos de desaprobación: “¡Aserrín, aserrán, es el pueblo el que se va!”. Carey no explicita ese asunto, pues no es por allí donde encamina esta Imberbes que acaba de estrenarse en el Teatro del Pueblo, dirigida por Jorge Graciosi: “No digo que algunos de mis personajes sean esos mismos imberbes –apunta–, pero sí que, como aquéllos, aspiran a una justicia social y a esa cosa picante del cambio, que además tenía presencia en la vida cotidiana de la época”.
Librero durante quince años, el dramaturgo supo de aquellas ambiciones, que además percibió en sus clientes-lectores de la librería donde trabajaba. De ahí que sea justamente una librería el lugar en el cual transcurre una historia que abarca años y rescata nombres de autores hoy poco o nada leídos. “Me pasaba seis horas en la Librería Santa Fe, que ya tiene cinco sucursales”, cuenta Carey. El dueño, Rubén Aisenberg, vino a ver Imberbes, y se sorprendió. “Es cierto que es una obra fragmentada, pero así era mi vida, porque estaba allí pero también en otros menesteres. La diferencia es que aquello era un trabajo y un placer enorme: había tiempo y ganas para charlar con el cliente, que generalmente acudía a la memoria del librero y a sus conocimientos.”
–¿Y usted cumplía con esa regla de la época?
–Sí, en todo lo que estaba a mi alcance. Mi idea era que, desde mi función de librero, debía, por lo menos, alumbrar una conciencia a través de la recomendación de un libro o aportando alguna sugerencia. La gran satisfacción la tuve dos años atrás, cuando leí un reportaje que le hicieron a la periodista y escritora María Moreno en el suplemento Radar. Ella contaba que el primer libro que leyó fue una novela de la serie Claudine, de la francesa Colette. Ese libro se lo recomendé yo. Sentí que aquella actitud mía de estar cerca del cliente tenía sentido. Pude conocer a gente muy interesante en ese trabajo. También iba a la librería Juan Carlos Alsogaray, militante asesinado durante el Operativo Independencia, llevado a cabo en Tucumán. Y otros, algunos de ideología fascista.
–¿Como el señor Rosato, que en la obra pide libros sobre platos voladores? Ese personaje es uno de los más logrados de Imberbes...
–La escena de ese “cliente” con el dueño de la librería justifica la obra. También porque no se ha hablado demasiado en teatro sobre lo que significó el chantaje durante la última dictadura militar. Me refiero al chantaje que hacían tipos de segundo orden: comisarios, cabos, sargentos... Eran los que mantenían en vilo al familiar de un desaparecido, diciéndoles que no se preocuparan, que la cosa iba bien y que le dieran unos mangos para arreglar a unos y otros y mejorar la situación del secuestrado. Chantajes que, de otra manera, siguen produciéndose.
–Y que en la obra producen vértigo...
–Es que en aquellos años se sucedían los hechos de forma veloz. Uno no alcanzaba a elaborarlos. Mi recuerdo es el de un estallido continuo, quizá por saber qué pasaba y no aislarme, sino estar imbricado en el entorno.
–¿Por qué tomó 1964 como punto de partida?
–Era la época del ex presidente Arturo Umberto Illia, que accedió al poder en las elecciones del 7 de julio de 1963 y fue derrocado en el ’66. Imberbes es la memoria de una época de utopías y fracasos, de violencia y ternura, de una vida ciudadana, como la mía, vivida entre golpes de Estado y breves democracias. Estaba en tercer grado cuando se produjo el golpe del 4 de junio de 1943. Era casi natural que los hubiera. Me pareció oportuno para esta obra, que es parte de mi memoria, avanzar desde unos momentos de relativa calma y esperanza, como fueron, al menos por un tiempo, los del gobierno de Illia, a pesar de la oposición tan dura.
–¿Cuándo dejó ese mundo de la librería?
–Trabajé desde 1960 hasta 1975, cuando las cosas eran ya muy difíciles. Entonces me refugié en el teatro.
–¿Para el que había escrito una obra?
–Sí, El silico de alivio, en 1968, pero no se estrenó hasta 1987, en el Teatro San Martín. Tenía también una novela que me había publicado Jorge Alvarez, algunos cuentos y un ensayito. Iba a sacar una segunda novela a través de la editorial Sudestada, dirigida por el historiador Rodolfo Ortega Peña y el abogado e historiador Eduardo Luis Duhalde. Una editorial a la que apretaron y al cerrar tiraron todos los plomos. Ortega Peña fue fusilado en la calle por la Triple A. El editor Daniel Divinsky la leyó, pero tuvo que emigrar. Se fue a Venezuela y pasó el texto a la revista Crisis, cuando estaba Julia Constenla, que también cerró. Se habían llevado a otro amigo, el poeta Miguel Angel Bustos, y uno no sabía dónde estar. Me puse a estudiar teatro con Julio Ordano, en el taller de Heddy Crilla, y estrené Cosméticos, en 1979.
–¿Se sentía más protegido en el teatro?
–Como dice Tito Cossa, el teatro independiente, por no tener un público masivo, no era visto, en general, como un enemigo a destruir, más allá de los padecimientos de algunos compañeros y de lo que les pasó a Tato Pavlovsky y a otra gente que tuvo que emigrar. Estar en el teatro era una manera de resistir. Había que cuidarse, pero podíamos juntarnos. El teatro es además el resultado de un trabajo de equipo, y eso ayudaba.
–¿Era una manera de escaparle a la soledad?
–En un clima de represión es difícil estar solo, porque te carcomen el miedo y la conciencia.
–¿A qué se debe la elección de un final para la obra donde se hace referencia al Mundial de Fútbol 1978?
–Pensamos que el Mundial era de alguna manera el broche de la dictadura: las personas llevaban en su auto el cartelito de “Somos derechos y humanos” sin ser fascistas. El fútbol tiene además una connotación vicaria: representa a los hinchas y simpatizantes que sufren o gozan como si lo que sucede en la cancha fuera realmente algo que les pertenece. Ese final fue idea del director y de los actores, y me pareció bien. Tuve varios problemas con esta obra, no quería hacer periodismo. Por eso los personajes tienen su origen en la realidad, pero se convierten en otros por necesidad dramática. El Rosato que chantajea es una invención, pero el que habla por teléfono con un general era un compañero mío.
–¿Se trata entonces de un rescate?
–Tengo necesidad testimonial, y sigo en eso. Estoy escribiendo sobre un amigo que también venía a la librería, Carlos Correas, filósofo, novelista y ensayista que colaboró en la revista Contorno, y en 1959 publicó un cuento en la revista universitaria Centro, que dirigió Jorge Lafforgue. Perteneció al grupo de Oscar Masotta y Juan José Sebreli. Se suicidó en diciembre de 2000. Sebreli habló mucho sobre Correas, que fue un poeta y autor polémico (Los reportajes de Félix Chaneton; Ensayos de tolerancia; Operación Masotta) y tiene un volumen de crítica de Roberto Arlt, excelente.
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