Vie 14.01.2011
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TEATRO › DESDE ESPAÑA LLEGA EL CELEBRADO MUSICAL CABARE DE CARICIA Y PUNTAPIE

Las teatrales canciones de Boris Vian

Los tres integrantes de la pequeña compañía Gato Negro todavía no salen de su asombro por haberse llevado el Premio Max, el más importante de la escena española, con esta obra basada en el costado musical del escritor, actor, poeta y cantante francés.

› Por Carolina Prieto

Ganaron el Premio Max, el mayor galardón de la escena española, como mejor musical de 2010. Y lo hicieron con un espectáculo de cámara, pequeño, pero cuidado al detalle y con un sabor bien picante: Cabaré de Caricia y Puntapié. Esto es, un viaje al mundo irreverente y poético de Boris Vian, el francés que murió a los 39 años dejando un legado diverso hecho de novelas, cuentos, poesías y canciones (y que también había sido músico de jazz, actor, traductor de novelas negras e ingeniero de formación original). Los artífices de esta anunciada joya que cruza el Atlántico son el director Alberto Castrillo-Ferrer, y los actores y cantantes Carmen Barrantes y Jorge Usón, integrantes de la compañía Gato Negro, que funciona en el pueblito aragonés de Murillo de Gállego. La puesta se podrá ver en seis únicas funciones en enero (hoy y el viernes 21 a las 20.30, sábados 15 y 22 a las 21 y domingos 16 y 23 a las 19) en El Cubo (Zelaya 3053).

Referente de la bohemia parisina de los ‘40, Vian fue miembro del Colegio de Patafísica, el instituto dedicado al estudio de las soluciones imaginarias, de las particularidades y las excepciones, imbuido del espíritu hilarante del dramaturgo Alfred Jarry. Era la contracara irónica del prestigioso Collège de France (símbolo de la academia de las artes y las ciencias), y el lugar de encuentro de artistas e intelectuales vinculados con las vanguardias como Joan Miró, Jacques Prévert, Max Ernst, Eugène Ionesco, René Clair y Marcel Duchamp. “Viví casi ocho años en Francia, donde Boris Vian es una institución, mientras que en España es casi un desconocido. Y sus canciones me parecían muy teatrales: eran pequeños mundos que me hacían soñar, reír, pensar. Cuando años más tarde los dos actores me propusieron trabajar con ellos, retomé aquella idea y me pareció que podía cuadrar: ellos cantan muy bien, son una pareja cómica de por sí, sólo hacía falta poner manos a la obra”, cuenta por correo electrónico el director, que no podrá viajar para el estreno porque integra el elenco de Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, que en España dirige el argentino Claudio Tolcachir. Así fue como se sumergieron en el universo del autor de las novelas La espuma de los días (1946), La hierba roja (1950) y El arrancacorazones (1953). “Fue impresionante –agrega–. Había material para hacer tres o cuatro espectáculos. El Instituto de Estudios Patafísicos La Candelaria nos dio su absoluta bendición, así que... ¡algo borisvianesco tendrá!”

–¿Cómo fue el proceso creativo?

–Primero traduje las diez canciones que más me atraían, y con ese excelente material empezamos a trabajar. A partir de consignas, los actores improvisaban, y poco a poco íbamos construyendo algo. Hubo vías muertas, muchas risas, momentos de no saber a dónde íbamos, pero sobre todo un gran espíritu de equipo, de respeto y confianza. Luego entraron el resto de los gremios: coreógrafa, músico, profesora de voz, escenógrafo, figurinista, luces, diseño gráfico.

Castrillo-Ferrer prefiere no dar detalles de la estructura del show y mantener la sorpresa, pero sí se sabe que la obra respira la estética de los cabarets parisinos de los ’40, de la ebullición de Saint-Germain-des-Près y Montmartre, con ecos de jazz, rock, tango y hasta cha-cha-cha. Sus protagonistas son Doris (Barrantes) y Boris (Usón), verdaderos camaleones que dan vida a una galería de personajes marcados por la dualidad de las relaciones humanas: amor y odio, violencia y dulzura, tensión y relajación, vida y muerte. “El teatro es lo inefable, lo que no se puede contar; si narrándolo funcionase, habríamos hecho una novela. Sí puedo decir que hay mucha teatralidad latente: queríamos conducir el espectáculo por un lado, y luego el mismo nos condujo a nosotros. Carmen se cambia casi veinte veces y Jorge, once. Son dos clowns en el sentido casi circense del término, quieren que todo vaya muy bien, pero lo interesante del teatro es que vaya mal. Van mutando y sorprendiendo, intentando darle una vuelta de tuerca cada vez.”

–¿Qué significó ganar el Max?

–Nos sorprendió mucho porque competíamos en el rubro con dos colosos, la compañía Jácara Teatro y la productora Dagoll Dagom. Nosotros somos una compañía artesanal, y la verdad que el estar entre los tres nominados ya era un regalo. Ganarlo ha sido una de las cosas más maravillosas. Un reconocimiento así une mucho y da un poquito de ánimo para seguir luchando. Llevamos años viendo los Max en la televisión, a nuestros actores favoritos, y de repente estábamos allí. Increíble.

Este pujante grupo aragonés ya tiene unas cuantas vinculaciones con Buenos Aires. La actriz Carmen Barrantes está casada con el actor porteño Hernán Romero, el mismo Castrillo-Ferrer actuó el año pasado en la obra Gris mate en el Metropolitan, y la productora del espectáculo, Silvia Barona, es una española radicada en Buenos Aires desde hace años. Estas conexiones, sumadas al espaldarazo que implica el Max, facilitaron el arribo. “Tenemos mucho que aprender del teatro argentino en varios sentidos: hay grandes maestros y gente muy joven e impresionante”, asegura el director, que aquí estudió con Rubén Szuchmacher y reconoce un especial interés por autores contemporáneos como Daulte, Spregelburd, Kartun, Gorostiza, Catani y Veronese. Confiesa que trabajar con Tolcachir es una de las mejores experiencias que ha tenido, por la capacidad y la calidad del argentino: “Se creó un gran ambiente de trabajo. Ahora estamos de gira por España y en todos los lugares se recibe de maravilla. En Madrid se agotaron las entradas tres semanas antes”. Actor y director nacido en Zaragoza en 1972, Castrillo-Ferrer inició su formación en París, en la célebre Ecole de Mimodrame de Marcel Marceau; luego trabajó en un pequeño teatro de esa ciudad, el Théatre du Nord-Ouest. “Marceau me dio la formación académica y la poesía en escena, y en el teatro aprendí la parte ‘real’ del asunto: actuaba, pero también hacía ayudantías de luces, de escenografía, régie, de todo un poco. Me aporto la pasión. París es un lugar único, especial. Este espectáculo tiene mucho de aquellos días”, concluye.

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