TEATRO › ROBERTO “TITO” COSSA, ANTE EL REESTRENO DE YEPETO EN EL TEATRO NACIONAL CERVANTES
El dramaturgo asegura que hoy las relaciones entre personas de distintas generaciones, que son las que aparecen reflejadas en su obra, “son menos formales y autoritarias, aunque a veces se necesitaría mayor autoridad, que no es lo mismo que autoritarismo”.
› Por Hilda Cabrera
El hecho de que la alumna codiciada por el Profesor y Antonio ocupe un espacio real en Yepeto, obra de Roberto “Tito” Co-ssa estrenada en 1987, se debe a una sugerencia de quien entonces realizó la puesta. Fue el fallecido Omar Grasso quien introdujo a la deseada Cecilia. “Omar pensó en una jovencita dando vueltas por la escena, como si fuera una imagen. Y lo acepté –cuenta Cossa–. Después, cuando Eduardo Calcagno filmó Yepeto, la mujer quedó, y con más protagonismo. Hice el guión de esa película. Me había resistido, pero al final lo escribí. La chica debía estar.” Y retornó como personaje en la versión que se ofrece en la Sala Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes. Cossa incorporó incluso una escena que siente como muy lograda y que surgió del trabajo conjunto con Calcagno. En el montaje de Jorge Graciosi en el Cervantes, la alumna aparece como recuerdo a excepción de una secuencia en la que ingresa a la realidad ficcional. Son esos cambios, a veces pequeños pero significativos, que en ocasiones exige el paso del tiempo, sobre todo en un dramaturgo muy pegado a la realidad concreta.
Cossa se inició en el periodismo, cuando ya había intentado ser actor en la adolescencia. Trabajó en La Opinión, Clarín, El Cronista Comercial y colaboró con la agencia cubana de noticias Prensa Latina, hasta 1976. Para entonces había escrito Nuestro fin de semana (1964); Los días de Julián Bisbal (que en democracia tuvo su versión en la TV) y La ñata contra el vidrio (las dos de 1966); La pata de la sota (1967) y El avión negro (1970, en colaboración). Y no se detuvo: creó La Nona (1977), El viejo criado (1980), De pies y manos; Los compadritos y, entre muchas otras, Gris de ausencia, Tute cabrero y Ya nadie recuerda a Frederic Chopin. Estas, hasta 1982. Y luego, también entre otros títulos, No hay que llorar, Yepeto, El sur y después y El saludador. Integra desde 1990 la Fundación Carlos Somigliana y actualmente preside Argentores. Realizó adaptaciones para el cine, como la inolvidable No habrá más penas ni olvido, sobre la novela de Osvaldo Soriano, dirigida por Héctor Olivera (1983). Respecto de la confrontación generacional presente en Yepeto, dice que no la sufre, pero admite que años atrás tuvo “encontronazos ideológicos con los que hoy ya no son tan jóvenes autores”.
–¿Considera fluidas hoy las relaciones entre personas maduras y jóvenes?
–Diría que son menos formales y autoritarias, aunque a veces se necesitaría mayor autoridad, que no es lo mismo que autoritarismo. Yepeto tiene un componente generacional, donde las herramientas del Profesor para imponerse al muchacho son sus conocimientos y experiencias, pero es consciente que del otro lado está la vida. Y ahí, este personaje es más adolescente que el chico.
–¿Por qué?
–Porque tratando de seducir a su alumna, entra en una historia falsa: enamorarse de una chica de 17 años que a su vez no está enamorada de él, sino deslumbrada.
–Este profesor se muestra muy cuidadoso con las palabras, y en ese aspecto llega a ser lapidario. ¿Es una exigencia suya cuidar la palabra?
–Soy de los que eligen puntillosamente algunas expresiones, aunque después, en el traslado de mis obras a la escena, me las cambien.
–¿Es el riesgo de quien espera estrenar? Lo confiesa en el libro que acaba de publicar sobre su producción el escritor e investigador Guillermo Gasió. El título, al menos, así lo recoge: Escribo para estrenar.
–Y es cierto, es así. Cuando escribo no pienso en un lector sino en un espectador. Imagino actores sobre el escenario... Supongo que este libro con memorias, textos, testimonios y fotos interesará a los investigadores, profesores y maestros. No sé si al público en general. Eso se verá. Soy consciente de que en esta época se lee poco teatro. En otro tiempo, la lectura de obras de Tennessee Williams, Jean-Paul Sartre, Arthur Miller o Anton Chejov se leían como narraciones. Recuerdo mis comentarios con amigos escritores, como Andrés Rivera y Jorge Onetti, hijo de Juan Carlos. Esto habla de la decadencia del rol literario del autor.
–¿A qué se debe?
–No somos ajenos a esa falta de protagonismo. Además, ha habido cambios culturales profundos. El eje no es el autor sino el director y su búsqueda de un teatro visual. En nuestro país el autor no tiene prestigio literario. Esto no quiere decir que piense que hay enemigos por todas partes ni que los autores seamos unos perseguidos.
–El libro de Gasió es entonces bienvenido...
–Le tomó más de un año de trabajo. Es producto de sus investigaciones, porque no tengo archivo, soy un desastre. Una ventaja de Guillermo es que, siendo un espectador compulsivo, no pertenece al ámbito teatral. Esto le permite mantenerse al margen de las amistades y los odios de la gente de teatro. Y en esto agradezco también a Manuel Pampín, editor de Corregidor, quien se arriesga a publicar un libro sobre alguien que, como yo, nunca ha sido figura para un best seller. Confieso que en un principio me resistí a la publicación.
–¿Por qué ese rechazo?
–A veces me resisto a las cosas que me dan alegría. Es tema para un psicoanalista. Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor –quien va a publicar mis últimas obras, incluida esta versión de Yepeto– me comentaba que las ediciones de libros de teatro nunca dan ganancia, pero con el tiempo recuperan, porque hay un circuito interesado. La ventaja de esta versión de Yepeto es su diferencia respecto de la obra original. La puesta de Omar (Grasso), con Ulises Dumont y Darío Grandinetti, fue inolvidable. Esta de Jorge (Graciosi) se mete a fondo con la historia sin pretender reescribir mi propuesta. Su reescritura es la del escenario. No se mete con la ideología ni con el estilo y además cuenta con intérpretes sólidos.
–¿Proyecta otra obra?
–Siempre hay algo rondando la cabeza, pero estoy muy ocupado con Argentores. Sacar a una entidad de una crisis profunda es complejo. Hoy es respetada como institución: pudimos festejar su centenario y recibimos el reconocimiento de personalidades del país y el extranjero, pero la situación sigue siendo delicada. Trabajamos mucho para “emprolijar” la entidad, que cuenta con cien empleados. Además, se padece la ofensiva contra el derecho de autor, que no es sólo nacional. Uno defiende la libertad en el acceso a la cultura, pero la circulación de libros, música e imágenes por Internet, por ejemplo, va en contra de los derechos de los autores. Todo bien si nadie ganara plata, pero no es así. Ese descontrol es un negocio. En realidad, ésta es una pelea internacional. Los más golpeados son los que están en el ámbito de la música y el cine. Argentores reúne a los autores de teatro, cine, radio y televisión. Para juntar fuerzas, hemos formado una entidad madre junto a los autores y compositores de música (Sadaic); la asociación de directores de cine; la de actores intérpretes (Sagai); de intérpretes musicales (AADI), donde están Leopoldo Federico y Susana Rinaldi (presidente y vice de la institución), y la Sociedad de Artistas Visuales Argentinos (Sava).
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