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Miércoles, 14 de septiembre de 2011

TEATRO › MIGUEL PADILLA Y ROBERTO AGUIRRE HABLAN DE YO VI EL PARAíSO TERRENAL

Las confesiones de Cristóbal Colón

El actor y el director y adaptador aceptaron el reto de llevar al escenario del Cervantes la versión de Lautaro Murúa sobre el Almirante que imaginó el cubano Alejo Carpentier en La mano, segunda parte de la novela El arpa y la sombra.

 Por Hilda Cabrera

“Testigo de portentos y sucio de flaquezas”, el Cristóbal Colón que imaginó el cubano Alejo Carpentier en la sorprendente El arpa y la sombra –por el cruce de textos y estructura– fue trasladado al teatro en una versión realizada décadas atrás por el actor y director chileno Lautaro Murúa, cuyo título es Yo vi el paraíso terrenal. Un trabajo basado en La mano, segunda parte de la novela, integrada por El arpa, La mano y La sombra, publicada en 1977. Mientras en la primera y tercera la narración es una irónica respuesta a los intentos de beatificación de Cristóbal Colón, en La mano –“parodia del pretendido hallazgo del paraíso sobre la tierra”– se muestra a un Colón en sus últimos días en Valladolid, a la espera de un hipotético confesor. La versión hecha por Murúa había quedado a resguardo hasta que su mujer decidió ofrecérsela a Miguel Padilla, actor que finalmente aceptó el reto. Fue después de acercar el texto al director e investigador Roberto Aguirre, realizador experimentado y fundador, en 1992, del Teatro de Repertorio, en la localidad de Vicente López.

Entusiasmados, presentaron el proyecto a las autoridades del Teatro Nacional Cervantes, y hoy Yo vi el paraíso terrenal es un interesante estreno del coliseo de Libertad y Córdoba. Entrevistados por este acontecimiento, Padilla (El avaro, de Molière; Crac, de Jorge Huertas; Memoria del infierno, de Gerardo Taratuto; La lista completa, de Jorge Goldenberg) cuenta que el texto le fue entregado mientras cumplía funciones en la Asociación Argentina de Actores. Eran tiempos de trajinar en exceso y optó por esperar. Ahora, su deseo es salir airoso, pues la obra exige, pero vale el esfuerzo. “Es un texto muy bello –subraya–, y esperamos que el público lo perciba así.” Quien lo repase descubrirá también humor y calidad imaginativa, otra exigencia, cuando se pretende transmitir lo acontecido en el esforzado trayecto del Almirante, su llegada a América y su regreso a España. “Miguel debía estar contenido desde lo visual y sonoro. Por eso el sonido del mar y algunos pocos elementos, como el camastro o el trozo desencajado de una carabela. Lo demás es el trabajo del actor”, resume Aguirre, junto a Padilla, quien dice confiar “en la mirada y el oído del director”, también porque, aclara, en términos teatrales piensan parecido.

–Sucede en los unipersonales que al actor lo tienta dirigirse. ¿Es su caso?

Miguel Padilla: –Dirigir no, pero me gusta ayudar. Soy de los que se meten mucho tratando de aconsejar a los compañeros. Aunque es verdad que lo hago más para mí que para ellos. Al actuar, uno siente muchas cosas dentro de sí y quiere largarlas, pero no con ánimo de convertirse en maestro ni con la pretensión de dejar sentado un precepto. Simplemente, ésta es mi vocación y no puedo contenerme: necesito comentar lo que hago. Esta es mi forma de compartir y creo que será así hasta el final. Hasta el final, seguiré jugando.

–¿Sus primeros trabajos fueron en el teatro?

M. P.: –Comencé estudiando en el Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica. Hice el primer curso del ISER con gente extraordinaria, como Carlos Estrada y Fernando Vegal. A los seis meses me tomaron un examen y me hicieron ingresar al elenco de Las dos carátulas, cuando estaba en Ayacucho y Las Heras. Tenía de compañeros a Alfredo Alcón, Carlos Carella, Violeta Antier, Luis Medina Castro, Eva Dongé, Dora Prince... Una maravilla. Estuve ahí diez años, aprendiendo, conociendo en profundidad obras de repertorio, como el Hamlet que dirigió Oscar Fessler, el maestro rumano que dejó huellas. Los actores nos ocupábamos de la parte hablada de operetas y zarzuelas, porque entonces, en Radio Nacional, había orquesta, cantantes solistas y coro. Todo eso se hacía en Las dos carátulas, que desde hace años dirige Nora Massi. Para las zarzuelas había un director de mucho prestigio: Joaquín García León. Como ahora, se leía un texto informando al oyente sobre la obra y el autor.

–Sin duda, tiene una voz “radiofónica”, adecuada a un texto que se multiplica en matices.

Roberto Aguirre: –Miguel lo expresa claramente y en profundidad. Es cierto, es bello, y también complejo para el oído moderno, aunque agradable.

–¿Diría musical? Se sabe que Carpentier utilizaba recursos musicales dentro de la novela.

R. A.: –Sí, y es un placer escuchar la voz de Miguel y sentir, en simultáneo, la voz de un latinoamericano, porque la narrativa poética de Carpentier nos atraviesa. Uno cree ver a Cristóbal Colón en esos días y noches previos al de-senlace de su vida. Miguel es contundente, transmite energía, y algo pasa en la escena. Este es un momento especial para él y para mí, que vengo de hacer teatro multitudinario en Misiones y con varios elencos. Me gusta el teatro con muchos actores, de diez a quince personas. Estuve ocupándome de obras que así lo piden, como Los días de la Comuna, de Bertolt Brecht; Las troyanas, de Eurípides (en Mendoza); Máquina Hamlet, de Heiner Müller... Preparo otra gira por las provincias con Una pasión sudamericana, de Ricardo Monti. Toda una producción con el elenco de Repertorio, distinta del trabajo con Miguel, quien solo, en escena, es capaz de transmitir cantidad de voces.

–¿Cuánto influyó en sus puestas la experiencia europea?

R. A.: –Fui invitado a la República Democrática Alemana, antes de la caída del Muro de Berlín (1989). Conocí por dentro el Berliner Ensemble, fundado por Brecht y Helene Weigel, y volví muchas veces. Pude conocer aspectos interesantes del teatro alemán, también de las producciones francesas e italianas. Había leído a Brecht, pero no tenía idea del teatro, de su casa y de la cantidad de adaptaciones que hizo. Ahí pude ver sus obras más desconocidas, sus versiones de Shakespeare y de autores japoneses. Ese descubrimiento me obligó a leer otros textos, importantes para mis puestas y seminarios sobre los autores en lengua alemana: Brecht, Heiner Müller y Peter Handke, y mis participaciones en coloquios internacionales.

–La mano resume de modo singular aspectos críticos del Descubrimiento: la aventura de largarse al mar y las flaquezas del personaje, sus zonas más oscuras, como la mascarada sobre el regreso a España, donde los indígenas capturados aparecen disfrazados, conformando una especie de “retablo de las maravillas”. ¿Cómo reacciona este Colón?

M. P.: –Ante el recuerdo de algunos hechos se produce una remoción interior en este personaje. Nos pasa también a nosotros, cuando, ya con muchos años vividos, recopilamos situaciones pasadas. Esta obra me reconforta, porque toma una historia que no es la que escribieron los ganadores. La epopeya fantástica tuvo, como contrapartida, una conquista sangrienta. Aclaro que no se trata de un juzgamiento, sino de un relato que nos habla de una América latina relegada, que sufrió saqueos, conquistada después por otros poderes, y no sé si peores que el de aquellos españoles que desembarcaron buscando riquezas. Este Colón es un hombre que se confiesa, no ante el confesor que nunca llega, sino ante sí mismo.

R. A.: –Si nos propusiéramos trazar un esquema de esta historia, diríamos que Colón existió y tuvo sueños y necesidades; que Carpentier tomó parte de esa humanidad y la llevó a un relato, donde no se sabe si lo que cuenta es verdad o mentira. Murúa, a su vez, lo toma como propio y realiza esta versión. La familia de Murúa, a través de su mujer Violeta, se la entrega a Miguel, proponiéndole que la represente. Y llegamos acá, al punto de sentir que ese texto está refiriéndose a nosotros.

–¿Habrá que buscar la razón de ese itinerario en “la literatura en movimiento” de Carpentier?

R. A.: –Puede ser, también porque América latina tiene tareas por hacer, y pienso que las hará, aunque la hayan dañado. Es interesante observar que la obra tiene aristas graciosas y musicalidad. Mi hijo Agustín, que es músico, interviene en escena, interpretando temas, no para lucirse, sino para brindar a Miguel la posibilidad de transitar acompañado el complejo personaje de Colón. Es verdad lo que ha dicho Miguel sobre las autoridades de este teatro. El director Rubens Correa aceptó el texto de un cubano, la versión de un chileno y nuestra adaptación para el Cervantes, ampliando el recorrido con un gesto que, pensamos, habla a favor de la obra, ahora “contenida” por un teatro nacional.

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La obra que presentan Padilla y Aguirre muestra a un Colón en sus últimos días en Valladolid.
Imagen: Pablo Piovano
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