TEATRO › MURIO LA ACTRIZ Y DIRECTORA ALEJANDRA BOERO, UN PILAR DEL TEATRO INDEPENDIENTE
Actriz, directora, referente incuestionable del teatro independiente argentino, Alejandra Boero murió a los 87 años. En su última etapa impulsó desde su teatro, Andamio 90, no sólo a autores nacionales, sino también un área de extensión cultural que incluyó trabajo social.
› Por Hilda Cabrera
“A mí no me alcanza el aire, pero no pienso aflojar”, decía insumisa Alejandra Boero cuando las circunstancias la obligaban a dar batalla y la salud le flaqueaba. Cada tanto, el médico le aconsejaba que mirase el documento y tomara conciencia de la edad. Ella lo contaba entre divertida y retadora. En los últimos tiempos necesitó ser prudente. La hipertensión pulmonar que padecía le escatimaba aire. En la madrugada del viernes se supo de su muerte a los 87 años, de su vida tronchada, peleadora, que supo de entusiasmos: “Mi vida tiene sentido por lo que hago y por la gente que quiero”, reflexionó ante este diario en noviembre del 2004 cuando, junto a sus colaboradores de Andamio 90, lideró un programa de extensión cultural con salidas a comedores populares, escuelas y barrios de emergencia. No escamoteaba conflictos y enfrentaba a quien fuera, aunque despertara incomodidades. Todos, sin embargo, de modo ostensible unos, otros con disimulo y algunos realmente sinceros, le rindieron aplauso y respeto. Ese no aflojar se robustecía en los encuentros con funcionarios del área de Cultura. Boero apoyaba las movilizaciones que apuntaban a fortalecer la actividad escénica y otros ámbitos de la cultura, siempre que surgieran de un pensamiento crítico y no de dogmas. En ella, el oficio de sobrevivir tenía carácter casi místico. Intentó, hasta donde pudo, superar los padecimientos de la enfermedad y convencerse y convencer a otros de que “si somos muchos en esto, no nos van a calificar de locos, ni se van a desentender totalmente”. Esto la sostenía cuando dialogaba incluso con los funcionarios públicos más cuestionados.
Se definía libre y realista, y su empeño era suficiente para desarmar cualquier interpretación negativa sobre su persona. Recordaba a menudo tiempos de protesta, de controles y clausura de salas por la policía, como sucedió, entre otras, con una puesta de Esperando al Zurdo, de Clifford Odets, que en otro tiempo concretó en sindicatos. No conocía los eufemismos. Buscaba salidas, confiada en que mientras se resguarde el deseo de luchar por ideales no se está anticipadamente muerto.
Eludiendo tristezas, aguzaba el ingenio a la hora de plantarse frente a las autoridades para defender los oficios de la escena: “Que los funcionarios pongan la cara. Serán bienvenidos. Vivimos en un sistema perverso, que toma a la gente, la usa y la tira”, resumía en un diálogo con esta cronista en noviembre del 2000, luego de acordar en su Teatro Andamio 90 (construido con el dinero de una herencia y con hipotecas y créditos) una movilización con entrada al Congreso por incumplimientos institucionales. Entonces la consigna era: “Basta de palabras. La cultura agoniza”. Pedía que la protesta fuera hecha con alegría y humor, “tomándoles el pelo a estos tipos que quieren usarnos. La vida es una sola, se nos acaba rápidamente. No se la dejemos a los ladrones”.
Boero distinguía entre cultura y pasajero entretenimiento, como los megarrecitales organizados a nivel oficial para mejorar alguna imagen política. Valoraba, y mucho, el trabajo cotidiano, “de hormiga”. Prefería las obras que dieran cuenta de problemáticas contemporáneas, como la corrupción, la soledad o el sida. Uno de los varios ejemplos de esto fue la puesta, junto al director Julio Baccaro, de la primera parte de Angeles en América, de Tony Kushner, en 1997. Atrevimiento que completó con Perestroika, obra dura y comprometida que entonces sólo podía ser hecha por los independientes. Hubo que encontrar un estilo y una poesía diferentes de ese tono de rabia sorda que asomaba –según opinó– en las obras de algunos autores nacionales.
Integró el grupo La Máscara desde 1941, cuando ya había atesorado conocimientos de literatura, música, danza e idiomas. Entre sus primeros maestros se hallaban Ricardo Passano (padre) y directores italianos como Adolfo Celli y Fulvio Tulluy. En 1950 fundó Nuevo Teatro junto al fallecido actor y director Pedro Asquini. Ese equipo ocupó diferentes espacios, el primero en Maipú 28. Acabó en 1970, cuatro años después que Asquini se separó del grupo. Boero desempeñó roles en obras clásicas y contemporáneas: En algún lugar (del argentino Ernesto L. Castro), Despierta y canta, Crimen y castigo, Antígona, de Sófocles, dirigida por Adolfo Celli; Muchacha de campo, de Clifford Odets, junto a Héctor Alterio; El oso, Bajo fondo, El avaro, El alquimista (un éxito de 1950); Heredarás el viento, Medea, El puente, de Carlos Gorostiza; Las medallas al mérito de O’Flatherly, de Bernard Shaw, donde Boero debutó en la dirección; Madre Coraje (un estreno de 1970 que dirigió Jorge Hacker); La casa de Bernarda Alba, Danza macabra, El círculo de tiza caucasiano, Espectros, Des-tiempo y muchas más. Raíces y Sopa de pollo (con cebada), las dos del inglés Arnold Wesker, lograron masiva repercusión en la década del ’60. Esta última fue repuesta por Boero en 1992 para festejar sus 50 años en el teatro. Allí compuso a Sarah, una inmigrante judía comunista en Estados Unidos que intenta sobreponerse al medio y a los desequilibrios de la soledad y la vejez, convencida de que perdurará la idea de fraternidad. Dedicada a la pedagogía, con mayor regularidad después de la construcción de la sala Andamio 90, cuya dirección compartió con su hijo, el actor y director Alejandro Samek, protagonizó obras de impacto. Además de las nombradas, Juan Palmieri, del uruguayo Taco Larreta, en 1973, junto al fallecido Walter Vidarte, actor de excepción. Entonces protagonizó a la madre de un guerrillero. Fue premiada y recibió amenazas. Otras fueron Sacco y Vanzetti; La fábula del jamón cocido, sobre textos de Bertolt Brecht y dirección de Manuel Iedvabni; Trescientos millones y la regocijante El cerco de Leningrado, donde se convirtió en Natalia, una señora de aspecto estrafalario, ex amante de un director de teatro fallecido.
Más cerca en el tiempo se la vio junto a otros artistas en Versos rebeldes, espectáculo que celebró sus 85 años y los trece que la mantenían al frente de su teatro de Paraná 660. Encauzando sus esfuerzos hacia el campo de lo positivo, intentó hallar siempre soluciones a cuestiones conflictivas. Una fue inaugurar un mural inspirado en una obra del artista plástico Carlos Torrallardona en la pared contigua al teatro, evitando así que el lugar siguiera utilizándose como basural. En aquel acto se homenajeó a las actrices que en el 2001 compartieron con Boero el elenco de El cerco de Leningrado, del valenciano José Sanchís Sinisterra, un montaje de humor disparatado, donde Osvaldo Bonet condujo en una primera etapa a Boero y María Rosa Gallo; y luego, por una caída de Gallo, a Boero y Lydia Lamaison.
Hábil estratega, impulsó la creación del Movimiento de Apoyo al Teatro (MATe), agrupación en defensa del teatro independiente y de la tarea en equipo de los jóvenes de todas las clases sociales. Cuando nefastos personajes de la función pública mostraron abiertamente su desdén por la cultura, insistió en la necesidad de que cada cual sea dueño de su pensamiento y sepa “reconocer la cara del enemigo”. Cuestión de saber quién es quién y tomar conciencia. En los últimos años debió cuidarse especialmente, pues sus pulmones no le daban tregua. Tenía un tubo de oxígeno a mano y el cuerpo la jaqueaba. Cuando en el 2004 cedía en préstamo a esta cronista una bella foto de juventud, confesaba, mirando directo a los ojos (un gesto suyo), que no quería morir sin saber que estaba muriendo. Una arrogancia que estremecía. Se exigió físicamente en Versos..., donde leyó un texto de León Felipe, señalando, como el autor, que la poesía es un sistema de señales y que las palabras tienen más de un dueño cuando son portadoras de solidaridad. Estaba contenta entonces, a pesar de sus achaques.
Maestra y creadora de salas (Planeta y Nuevo Apolo, además de las ya nombradas), impulsaba el trasvasamiento generacional, y se alegraba del crecimiento artístico de quienes habían sido sus alumnos, como Luciano Suardi, Inda Lavalle, Claudio Quinteros y Claudio Tolcachir, sin olvidar a sus propios maestros ni a los compañeros de otro tiempo: Carlos Gandolfo, Agustín Alezzo, Francisco Javier, Augusto Fernandes, Héctor Alterio, Eduardo Pavlovsky, Enrique Pinti y muchos más.
“Lo que se aprende, no se tira tan fácilmente”, afirmaba. De ahí la importancia que daba a la responsabilidad del maestro respecto de sus alumnos. Pedía que no se abandonara a los jóvenes “para que no trabajen en tonterías y se los coman los leones”.
Sabía que en momentos difíciles algunas palabras son abrazos. “La verdad golpea en alguna gente con tanta fuerza que no puede callarla”, decía ante una censura, valorando intensamente a quienes no la permiten ni se pliegan a la autocensura. Por eso le molestaban los mentirosos y, en otro plano, los pasatiempos, “esas distracciones con las que funcionarios y políticos buscaban hacerse los simpáticos”.
Opinaba de sí que era una sobreviviente del teatro, por haber atravesado años de fraude, crisis económicas, alzamientos militares, y la dictadura que se implantó en 1976. Intentaba ser coherente y razonar con el público, sin que ello significara desestimar el aspecto festivo de la escena. Lo demostró en uno de sus últimos trabajos, El cerco de Leningrado, cuando debió además superar problemas de salud.
Era consecuente con la postura de resistir al despojo, y se preguntaba qué sería de la Argentina sin los artistas, intelectuales y científicos, “sin su gente trabajadora, capaz de crear una país de maravilla a pesar de los gobernantes que nos dan sustos y nos toman el pelo”. Contaba que se había dedicado al teatro porque era la forma más rápida de emprender una acción cultural: “En el teatro uno siente que el espectador está ahí y que debe saber manejar la espontaneidad, captar el pensamiento del público y sus emociones con gran rapidez. Para mí, esto es una forma de aprender a discernir sobre las ideas propias y ajenas, una forma de educarse para la vida”.
Los restos de Alejandra Boero son velados en Andamio 90 (Paraná 660). El cortejo fúnebre pasará a las 10 por la puerta del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530), donde se le rendirá homenaje antes del traslado al Panteón de Actores del Cementerio de la Chacarita.
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