TEATRO › DANIEL CASABLANCA DIRIGE FOREVER YOUNG EN EL REABIERTO TEATRO DEL PICADERO
Esta comedia musical noruega aborda un tema que el director considera “tabú”: la vejez. En la puesta, figuras del género hacen de sí mismas, pero en 2050, pasando sus últimos días en un geriátrico. “Uno se hace como pariente de ellos”, afirma Casablanca.
› Por María Daniela Yaccar
Daniel Casablanca lleva tantos años en el oficio de hacer reír que, por momentos, habla como un científico sobre el tema que inaugura la charla con Página/12. “En los espectáculos de humor hay un ritmo que se termina de cerrar con el ida y vuelta. Pero el teatro nunca es igual. Al tercer gag sabés cómo va a venir la función. El carácter de los espectadores cambia de acuerdo con un montón de factores: no es lo mismo el público del miércoles que el del jueves, o el de los sábados, a veces compuesto por maridos obligados”, analiza el Macoco. Esta vez le tocó hacer reír con un tema delicado; según él, “tabú”: la vejez. Convocado por el productor Sebastián Blutrach, Casablanca dirige Forever Young, la obra que reinauguró la programación del Picadero (de miércoles a domingo en Pasaje Enrique Santos Discépolo 1857). La emoción, para el actor, director y docente, es doble: presenta un nuevo espectáculo en una sala emblemática, que vuelve a abrir sus puertas después de 31 años.
Forever Young es una comedia musical noruega, de la que hizo su adaptación la compañía catalana Tricicle, que es la que tomó Casablanca. Sin embargo, la versión argentina tiene sus propios condimentos, tanto en el texto como en las canciones elegidas, “porque nuestra idiosincrasia es muy distinta a la española”, explica el director. En esta obra, figuras de la comedia musical –Omar Calicchio, Martín Ruiz, Melania Lenoir, Germán Tripel, Gimena Riestra e Ivana Rossi– hacen de ellas mismas. Pero no aquí y ahora sino en el 2050. Estos decrépitos artistas pasan sus últimos días en un geriátrico. Y se esfuerzan por demostrar que la vejez también puede ser una fiesta.
Toda vez que la enfermera (Riestra) desaparece de la escena, hacen desastres. Se fuman un porro, destruyen cosas y se ponen a bailar y a cantar desenfrenadamente con Gaby Goldman –quien también hace de sí mismo y se encargó de la dirección musical– al piano. El repertorio incluye temas conocidísimos en inglés de los ’70 para acá (de Queen, Bob Marley, Nirvana, Los Beatles, Rolling Stones y Eurythmics, por mencionar algunos) y un bloque de rock nacional con temas de Seru Giran, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y Los Piojos, entre otros. “Había que argentinizarlo. Siempre hay que buscar la manera de que nadie quede afuera. Vengo del teatro popular y pienso que no se trata de decir ‘culo’ o ‘pija’, sino de universalizar poéticamente. Si no es para todos, no hay humor”, sostiene el director. “Abrir esta sala con un espectáculo de calidad, con grandes artistas con una historia re teatrera, está buenísimo. No suelo dirigir comercialmente porque no tengo tiempo: siempre priorizo la actuación y la docencia”, cuenta Casablanca. Todavía se lo puede ver en Toc Toc, en Multiteatro. Y adelanta que es probable que Los Macocos lleguen pronto a la cartelera del Picadero.
–¿De se qué ríe la gente en esta obra?
–Lo que está sucediendo es medio terrible. Pero ése es el punto de partida. Los gags, algunos más negros, otros más ingenuos, despegan todo el tiempo de la situación real e intentan divertir. Pensando desde la realidad, la situación es difícil, sobre todo para el joven y el adulto que llevan a un viejito a un geriátrico y van a visitarlo. Quizás el viejito no tiene esa misma visión. Es decir, la situación es más trágica y más tabú para el visitante, porque el viejo tiene su realidad. Yo tuve a mi mamá en el último año de su vida en un geriátrico. Ella estuvo bien. Me arrepentí de no haberla llevado unos años antes para que tuviera un mejor nivel de vida, porque en la casa requería muchos cuidados y no la pasaba bien. Para mí, el geriátrico era una última opción, una mala decisión, pero después me di cuenta de que ella la pasó bien ahí. A partir de la dirección de la obra volví a pensar mucho en esto. También perdí a mi papá hace un montón de tiempo. Soy hijo de la vejez. Me parece que este espectáculo te permite ver que hay un mundo ahí. Habla de que el viejo está vivo, de que tiene una vida que uno muchas veces no observa, porque se conecta nada más que con los miedos. Uno le escapa a la enfermedad y al cambio de rol: al adulto le cuesta mucho ser papá de los papás. Son todos lugares traumáticos. De repente estos viejos se cagan en todo esto.
–También puede ser que el espectador piense en su propia vejez, ¿no?
–Totalmente. Y eso pasa, además, porque los actores hacen ellos mismos de viejos. Eso es del original y nos pareció bien. Es de una entrega muy grande, es clown. Son personajes muy cercanos a ellos. Los miro y me los imagino así de viejitos.
–A Germán Tripel, ex Mambrú, Lenoir le grita “Mambrú capitalista”. Y en otro momento de la obra le hacen algún chiste a Calicchio por su condición de gay. ¿La clave era que los actores se rieran de ellos mismos?
–Eso es el humor. Y si alguno venía a decirme “quisiera que eso no esté”, estaríamos en el horno. Pero los chicos fueron súper generosos, y eso el espectador lo agradece. A pesar de lo triste que es ese living, el espectáculo es súper optimista. Al principio presentamos el código y angustia un poco, pero después hay una liberación con el cantar, los recuerdos y la aparición de la juventud mental.
–Como en la escena en que fuman marihuana...
–Esa es una escena súper tabú por todos lados: viejos fumando marihuana cantando rock en inglés. Rompe. Tenés que entrar y participar, sí o sí. ¿Desde dónde los cuestionás? Es difícil, te mete de prepo. Uno se hace como pariente de ellos. La verdad es que estoy muy contento. La idea original es brillante. Por supuesto que hubo un montón de adaptación, por la idiosincrasia del humor y sobre todo por lo que significa el hit nacional, que nos emparienta con el viejo, porque todos crecimos y envejecemos con la misma música.
–¿Cómo se sintió dirigiendo comedia musical?
–Estoy contento porque es un equipazo el que se armó. Es un medio que no me es muy cercano. Me terminé encontrando con unos actores que cantaban, bailaban y confiaban en todo lo que les decía, y con una coreógrafa (Elizabeth de Chapeaurouge) que entendió por dónde iba el código e hizo una traducción muy simple y sintética de cosas muy complejas. Hay muchas coreografías y no se ve que es coreografía. Eso no es fácil. En esta obra todo está al servicio del teatro, de una totalidad, incluso la comedia musical. Debe ser una marca mía no consciente. A veces la comedia musical jerarquiza las cosas. Ni siquiera prepara la escena para que el cantante se luzca sino para que se luzca la canción, que es la conocida. Hay mucha división de actores: están claros el protagónico, el coprotagónico, la estrella invitada. Acá es como un ensamble.
–Hay varios muertos en la escena: Guillermo Francella, por ejemplo, descansa en unas cenizas arriba del piano. ¿Eso demuestra que el humor no tiene límites?
–Eso demuestra que una estrella es una estrella: ¡donde esté, Francella hace reír! Lo que hace gracia tiene que ver con pasar lo posible. Siempre el humor transgrede. Este espectáculo está siempre en la cuerda floja, en el riesgo de ponerse patético y tétrico. El saber que no son viejitos y que son actores te permite entrar en código, bajar la guardia y conmoverte. La paradoja es que todo lo que pasa te lo creés. Yo creo en este teatro. Alguna magia sucede.
–¿Esta obra es una parodia? ¿Cuál sería el nombre del género que utilizan?
–Lo llamaría “la misa del payaso”, porque “parodia” me suena despectivo. Si realmente logra conmover, pasa una cosa más importante. Tiene algo de clown. El paso del tiempo es la máscara que tienen, muy endeble, cercana. Al final del espectáculo están cantando como jóvenes y se vuelven a hacer viejitos. Eso es teatro puro: el actor mostrando el armado y el de-sarmado del truco. Es mostrar el artificio en un cambio de movimiento. Otra cosa del mundo clownesco tiene que ver con la falta de conflicto: no hay uno fuerte que se necesite contar, desarrollar y concluir. Es el devenir de un día de los viejitos. Lo importante pasa a ser cualquier cosa.
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