TEATRO › EL GENIO DE HENRIK IBSEN, EN EL CENTENARIO DE SU MUERTE
El dramaturgo noruego ya era un clásico en vida. Autor de Una casa de muñecas, El pato salvaje y Un enemigo del pueblo, entre otras piezas, aún hoy su obra genera en el lector/espectador la necesidad de reflexionar acerca de los derechos, los valores y los ideales del hombre.
Tan sólo cinco meses transcurrieron de este año, y ya el 2006 ha sido mundialmente rotulado con diferentes etiquetas, con motivo de las conmemoraciones que en él han tocado celebrar: el Año Mundial Mozart, el de Beckett y ahora también, y por qué no, el de Henrik Ibsen. Porque el 23 de mayo de 1906 fallecía, a los 88 años, un autor convertido en un clásico en vida, creador de Una casa de muñecas, El pato salvaje y Un enemigo del pueblo. En el centenario de su muerte, no sólo Noruega –de donde el escritor era oriundo–, sino el mundo entero, se han propuesto rendirle homenaje –a través de nuevas puestas y ediciones de sus obras– a quien es considerado “el padre del drama moderno”.
Un 20 de marzo, allá por 1828, nacía Henrik, hijo de Marichen Altenburg y el comerciante Knud Ibsen, el segundo entre seis hermanos. Una infancia difícil –entre problemas económicos y mudanzas entre las localidades de Skien y Gjerpen (Noruega)– y una juventud no más auspiciosa motivaron al chico de 15 años a huir de su casa y convertirse en aprendiz farmacéutico en la ciudad de Grinstad. Allí nacería en él una pasión que no lo abandonaría nunca: escribir teatro. Su primera obra fue Catilina (1848), firmada bajo el pseudónimo Brynjolf Bjarme y publicada dos años después de ser terminada. Así, una nueva vida comenzaba para Ibsen: acentado en Cristianía (actual Oslo) y convertido en periodista de una revista satírica, continuó escribiendo nuevas piezas: La tumba del guerrero (1850, su primera obra representada), Los guerreros de Helgeland (1858), Los pretendientes al trono (1863) y Brand (1866), por la cual obtuvo una beca del gobierno que le permitió dedicarse de lleno a la escritura.
Si el Ibsen de los primeros tiempos fue heredero del teatro y la literatura romántica de su época –período del cual Brand y Peer Gynt (1867) son sus máximas expresiones–, el Ibsen maduro produjo un significativo giro en su poética: Las columnas de la sociedad (1877) y especialmente Una casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo del pueblo (1882) y El pato salvaje (1884) son ejemplos de su vuelco hacia el realismo, su concepción del “teatro como escuela” –comprensible gracias a las redundancias pedagógicas– y su intención de generar en el lector/espectador la necesidad de reflexionar acerca de los derechos, los valores y los ideales del hombre. Sus luchas fueron muchas y a la vez una sola: proclamar en pos de la libertad del individuo, tema que retomó una y otra vez en sus obras. Quién podrá olvidar al idealista e incorruptible Doctor Stockmann de Un enemigo..., defensor del individualismo a ultranza sin importar sus consecuencias, tan enfrentado a la burocracia y la corrupción de la clase dirigente, como a la masa “ciega”, manipulada y complaciente. O a la encantadora Nora, la protagonista de Una casa..., ingenua y “pequeña chorlito” que poco a poco cambia su visión de mundo y, para no traicionarse, se emancipa de su marido, abandonando su casa y sus hijos. Tan controvertido fue este final que los directores de la época exigieron al autor que modificara la última escena. La célebre actriz alemana Heswing Niemann-Raabe impuso esta misma condición para interpretar el papel de Nora. Ibsen debió ceder a las presiones, a las cuales calificó de “un acto de violencia bárbara contra la obra”. Finalmente, la versión alternativa de la pieza –con la cual el autor nunca quedó satisfecho– se presentó en Kiel, Alemania, lo que generó abiertas acciones de protesta, en Berlín, contra la manipulación de la obra.
Como Nora, los personajes ibsenianos nunca tuvieron una sola faz, sino muchas. Lejos de caer en el melodrama que divide al mundo en “buenos” y “malos”, Ibsen creó al villano idealista (término que acuñó George Bernard Shaw en su estudio sobre el teatro de su antecesor) o –lo que es lo mismo– el idealista que, al llevar al extremo sus principios y no ceder ante ninguna circunstancia, termina por convertirse en villano. También hizo recurrente uso de una gran cantidad de personajes-delegados, mediante los cuales expuso sus propios puntos de vista y también los contrarios. De este modo, el suyo se convirtió en un teatro polifónico, pues le dio la palabra a diferentes voces de la sociedad. Un enemigo... es el más claro ejemplo: cada personaje de la pieza representa a un sector del medio social. Allí están el gobierno, la ciencia, el periodismo, la educación y el pueblo, todos con sus intereses en pugna. De ahí que sus temáticas parecieran no haber perdido vigencia; más aún, Un enemigo... instala un dilema que actualmente suena muy familiar: estar del lado de la ecología avalada por la “verdad científica”, o estar en la otra orilla, en defensa de los intereses económicos de los sectores involucrados.
La complejidad del mundo ibseniano fue acentuándose con el paso del tiempo. En sus últimas obras, el autor se volcó hacia el simbolismo, construyendo “dramas psicológicos”, con tramas más oscuras y enigmátias. Si el Ibsen de la etapa anterior había hecho luchar a sus protagonistas contra las fuerzas sociales de sus respectivos contextos, a partir de 1886, con La casa de Rosmer, el autor se interna en la conciencia de sus personajes, haciéndolos vivir un combate no sólo en la vida real, sino también, y sobre todo, en su “vida interior”. No por nada, Freud y los psicoanalistas que le siguieron utilizaron las criaturas de Ibsen para ejemplificar sus teorías. Personajes con impulsos y fuerzas internas, que sólo logran alcanzar sus sueños y su libertad a costa de perjudicar a los otros, a los que dicen amar: todo un banquete para los “hurgadores del inconsciente”. Claros ejemplos de esta etapa son La dama del mar (1988), Hedda Gabler (1890), El maestro constructor (1892), El pequeño Eyolf (1894), Juan Gabriel Borkman (1896) y su última creación, Cuando nosotros los muertos despertamos.
Recordar a Ibsen en su centenario no significa entonces celebrar una fecha en el calendario. Significa, más bien, detenerse a reconocer en el teatro moderno y contemporáneo las estructuras que la obra de Ibsen le ha legado. Reconocerse como hijo –obediente o rebelde– de uno de los “padres” de la escena moderna y de todos los tiempos. El gobierno noruego sabe que ha tenido entre sus escritores a quien dejó, en sus dramas y comedias, un invaluable legado para el patrimonio del teatro mundial. Por ello, el Ministerio de Asuntos Exteriores de ese país, en cooperación con el Comité Nacional Ibsen, decidió celebrar a lo largo de todo el año –al que llamaron Año Ibsen– una amplia variedad de eventos alrededor de todo el planeta. En la Argentina se realizarán puestas de sus obras en varias ciudades y el Congreso de Historia Universal 2006, organizado por el Centro Cultural de la Cooperación, homenajeará la producción ibseniana. Por su parte, Ediciones Colihue ha lanzado una nueva colección de literatura teatral dedicada al autor y un compilado de estudios acerca de su obra (ver recuadro), ambos con dirección del investigador y crítico teatral Jorge Dubatti. En la introducción del primer tomo de la colección, Dubatti provee una definición del alcance ibseniano: “Si Raymond Williams afirma que sin Charles Dickens no hay James Joyce, en materia teatral puede decirse que sin Henrik Ibsen no hay Samuel Beckett, o que por extensión, sin el aporte de Ibsen, el teatro del siglo XX no sería el mismo”. Y parafraseando a Borges, concluye: “Ibsen es de mañana y de hoy. Sin su gran sombra el teatro que le sigue es inconcebible”.
Informe: Alina Mazzaferro.
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