Martes, 11 de septiembre de 2012 | Hoy
TEATRO › PRESENTACIóN DE VAREKAI, ESPECTáCULO DEL CIRQUE DU SOLEIL
Una línea argumental a la vez mínima y profunda es el eje sobre el que se apoyan proezas tales como acrobacias en redes, aros, columpios y saltos en el aire. Pero el show de dos horas y media trasciende el virtuosismo, para construir cuadros de gran belleza pictórica.
Por María Daniela Yaccar
Quien tenga el privilegio de ver al Cirque du Soleil saldrá transformado (como mínimo). La compañía oriunda de Quebec, máximo exponente del nouveau cirque –o circo contemporáneo– apela, sí, a lo pretencioso, lo sofisticado, lo posmoderno. A lo caro, por supuesto. El mundo del marketing la define hace ya tiempo como “una empresa innovadora que ha reiventado el negocio del circo”, con una facturación aproximada de 600 millones de dólares al año. Y sin embargo, la troupe fundada por el acordeonista y lanzallamas Guy Laliberté a mediados de los ’80 tiene más que en cuenta las premisas primordiales del espectáculo: estimular sensaciones como la compasión y el temor, satisfacer a los hombres, proporcionarles la catarsis. Suena viejo todo eso, pero tales cosas ocurren con Varekai, cuarto show que el Cirque du Soleil presenta en Buenos Aires, después de Saltimbanco, Alegría y Quidam. Se estrenó el sábado en una monumental carpa azul y amarilla ubicada en el Complejo al Río, en Vicente López (cerca de la General Paz). Habrá funciones hasta el 7 de octubre.
“Somos una empresa centrada en las personas”, sintetizó en una entrevista Lyn Heward, ex directora creativa (el cargo le pertenece hoy a Andrew Watson). Claro: una cosa no quita la otra. No parece casual, entonces, que Varekai cuente una historia de corte humanista, más allá de demostrar al mundo lo que un mortal es capaz de hacer con su cuerpo al expandir los límites de lo considerado posible. Esa historia es una reformulación del mito griego de Icaro, hijo del arquitecto Dédalo, que para escapar de la isla de Creta donde estaba encarcelado voló tan alto que sus alas se quemaron con el sol. Al Icaro de Varekai –estrenada en 2002 en Montreal y escrita y dirigida por Dominic Champagne–, la misma naturaleza que lo traiciona es la que le da otra oportunidad. Un joven vestido de blanco que juega en una red inaugura la línea narrativa del espectáculo. El cae en un bosque donde seres mitológicos y criaturas indefinidas –que con trajes y movimientos remiten a anfibios, plantas y flores– intentan convencerlo de que puede volver a volar, y de que la búsqueda es todavía más interesante que el fin. Hay buenos y villanos, y hay otros tres personajes centrales: El Vigía (una suerte de fauno que arrastra un cacharro), El Guía y La Prometida.
Varekai, que pasó por 18 países, repite la infalible fórmula de su antecesor, Quidam: una línea argumental a la vez mínima y profunda en la que se apoyan proezas tales como acrobacias en redes, aros, columpios, muletas –el coreógrafo Bill Shannon, quien padece una enfermedad que lo obligó a usarlas, creó un solo con ese instrumento–, saltos en el aire y equilibrio sobre varas o, simplemente, sobre los cuerpos ajenos. Algunos de los catorce números que componen este show de dos horas y media –con un intervalo de 25 minutos– trascienden el virtuosismo para construir cuadros de belleza pictórica con dos o más figuras humanas, como el espejo que resulta de un dúo de hombres fibrosos colgados de sus muñecas de una correa o las cuatro mujeres de pelucas verdes que se detienen en múltiples formas sobre un triple trapecio. Lo cierto es que el espectáculo descoloca hasta en lo que al principio parece menos rimbombante o en lo que cualquiera está más habituado a ver, como la danza. En “Meteoros de agua”, dos niños chinos se ganan al público al hacer girar unas cuerdas por sobre sus cabezas para revolearlas y volver a atraparlas. En Varekai, los malabares se hacen con bolos, pelotas de fútbol y de ping pong y (lo mejor) con sombreros. Se utilizan los pies, la cabeza, las manos y la boca.
El viernes, en la función para prensa e invitados, hubo algunas fallas que el público perdonó: respondió a ellas con aplausos para alentar a los artistas que las sufrieron. Es que el espectador, sobre todo el de las primeras filas, siente en su cuerpo el riesgo. No por nada los momentos más intensos son precedidos o seguidos por escenas que favorecen la distensión y el humor, que está sobre todo a cargo de los clowns. Otra vez el Cirque apostó un talento argentino: Mercedes Hernández es quien está hoy en el lugar que antes ocuparon, entre otros, Totó Castiñeiras y Gabriel Chamé Buendía. Ella acompaña al australiano Steve Bishop. Antes de que comience el show ambos interactúan graciosamente con los que ya están sentados en alguna de las 2500 butacas. Luego, aparecen en el escenario para ofrecer un número de magia en el que cualquier cosa puede suceder –que Hernández termine abalanzada sobre un hombre del público tras una cortina, por ejemplo– menos el ilusionismo. Bishop se luce al hacer playback con un tema de Edith Piaf, en un simpático juego con una iluminación que le es esquiva.
Los payasos se corren del mundo fantástico y sin errores –tan independiente del real como uno de Burton, aunque sin malicia– que erige Varekai y que existe gracias al excelente trabajo que dejó la vestuarista japonesa fallecida Eiko Ishioka, la mujer que vistió al Gary Oldman de Drácula y que ganó un Oscar por ello. Este espectáculo no sería el mismo sin los 600 coloridos trajes de su autoría, perfectamente pensados para todo lo que ocurre, porque no son explicativos sino que remiten a sensaciones, ubican en espacios o construyen imaginarios. Otro tanto hace la música compuesta por Violaine Corradi que, con melodías del mundo (aunque con instrumentación jazzera), cumple con una de las intenciones del show: homenajear al espíritu nómade (“varekai” significa “en cualquier lugar” en la lengua romaní de los gitanos) que llevan dentro suyo los 56 artistas que se ven en escena. Los cantantes están a la vista del público, a diferencia de los músicos, que están detrás de la escenografía de Steve Roy: un bosque de cañas, elaborado –pareciera– con caños de metal, una escalera y una pasarela que cruza el escenario, ubicada a varios metros de altura.
El final viene a demostrar dos cosas: que Varekai es una historia de amor y que el circo es la agilidad, pero también la poesía del cuerpo, porque una joven contorsionista es la única que logra poner fin al padecimiento de Icaro. Salvo algunos momentos en que ocurren proezas en simultáneo y no se sabe para dónde mirar, el espectáculo es simplemente perfecto. Pero, al contrario de eso, es estúpidamente imperfecto que los espectadores más ávidos de información que compran las entradas más baratas (las hay desde 250 hasta 1200 pesos) tengan que pagar 90 pesos por el programa. Una cosa son los souvenirs, que pueden ser desde remeras (a 50 pesos) hasta máscaras (cuatro mil), pero ponerle precio al “saber más” sobre lo que se está mirando, así lo contenga un libro de tapa dura, es demasiado.
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