TEATRO › LA MUERTE DE ONOFRE LOVERO, UNA FIGURA FUNDAMENTAL PARA LA ESCENA ARGENTINA
Ensayista, docente, actor, director y régisseur, “maniático del lenguaje”, Lovero fue un ardiente defensor de la tarea independiente. Al frente de Proteatro luchó contra épocas difíciles, que atravesó gracias a su potente amor por el teatro.
› Por Hilda Cabrera
El actor y director Onofre Lovero ironizaba sobre sí mismo cuando le adjudicaban el título de patriarca del teatro. Una comodidad –decía– para quien gusta de encasillar. Era un título y una etapa de su prolífica e intensa vida artística, donde la actuación fue y siguió siendo la disciplina que amaba. De ahí que en los últimos años guardara la nostalgia por ese oficio que ejerció nuevamente cuando, en el año 2000, lo convocaron para el protagónico de Mateo, obra de Armando Discépolo, en una presentación de teatro leído. Otras tareas lo privaban del estremecimiento que decía experimentar en sus estrenos. Así lo expresaba en tiempos de ¡Bravo, Caruso!, de William Luce; pieza que llevó a escena para celebrar el placer que le proporcionaba el teatro después de un período de alejamiento. Entonces compartió el escenario de Andamio 90 con el actor Rodolfo Roca, dirigido por Alejandro Samek. La figura del tenor napolitano lo sensibilizaba de modo especial. Ambicioso en adquirir conocimientos, Lovero poseía un gusto musical que hoy podría denominarse “refinado”, nacido en su infancia por el entusiasmo que prodigaba su familia a la música. Apasionado por la ópera, también régisseur, incorporaba a su trabajo ritmos que contrastaban o armonizaban con la palabra, fuera un allegretto o un moderato cantabile. Esa ligazón le acercaba recuerdos, de los que hacía partícipe a quienes dialogaban con él: la imagen de su profesora de piano del barrio La Paternal, que murió de un síncope, o la de un tío cantante de ópera que le relataba el argumento “intercalando de tanto en tanto algún aria para hacerlo más vívido”.
Ensayista y docente, solía ser preciso en sus relatos. Poseía aptitud para el ensayo y se autocalificaba “maniático del lenguaje”. Eso le permitía ser sintético y expresar con elocuencia su discurso, memorizar estrenos y obras, incluidas las de su juventud en el Tinglado Libre Teatro, donde en la década del ’40 presentó La disputa del fruto (1944), de José Armagno Cosentino; El ancla de arena, del realizador Manuel Antín; y La multitud, de Aurelio Ferretti. Detallar también hechos relativos a la fundación, en 1952, del Teatro de los Independientes, levantado en el predio donde hoy se encuentra el Payró. En el De los Independientes participaron artistas y profesionales de talento, entre otros el escenógrafo Saulo Benavente y el arquitecto Anselmo Barbieri, a quienes Lovero destacaba como importantes artífices de la sala, “la primera edificada en Buenos Aires por los propios integrantes de la compañía”. Y era así porque, tal como apuntara el actor, recibió ayuda de sus padres, quienes hipotecaron su casa para cubrir los gastos. Asunto que superó cuando, creado ya el Fondo Nacional de las Artes, en 1958, “inventó” un programa de ayuda al teatro que hasta entonces la institución no otorgaba. El crédito le permitió pagar las deudas y sus padres no perdieron la casa.
La pasión por el teatro lo llevó a experimentar en distintas salas, algunas dirigidas por él, como el Teatro Libre Florencio Sánchez, sin que esta actividad le impidiera ocuparse de problemáticas gremiales, ni asumir cargos institucionales. Su última opción fue la titularidad de Proteatro, instituto creado para el apoyo de los teatros independientes de Buenos Aires, donde se desempeñó desde el año 2000, afrontando temporadas críticas y quejas por acciones que afectaban de modo negativo al sector. Situaciones que, en el convulsionado año 2002, se intentó paliar, entre otras iniciativas, con la convocatoria a 80 salas independientes de la Ciudad para presentar 150 obras a precios populares o a la gorra.
Personalidad activa en asociaciones teatrales y talleres, Lovero fundó la Unión Cooperadora de Teatros Independientes, y en 1972 compartió la creación del Teatro Popular de la Ciudad. Fue cofundador y secretario cultural de la Asociación de Directores de Teatro, también secretario y presidente de la Asociación Argentina de Actores (entre 1984 y 1988); y vicepresidente y secretario general del Centro Argentino del Instituto Internacional del Teatro, adscripto a la Unesco. Estuvo entre los que impulsaron Teatro Abierto (la primera edición fue en 1981), el Movimiento de Apoyo al Teatro (MATe) e integró el directorio del Fondo Nacional de las Artes y otras entidades.
Dedicó sus conocimientos a la régie, estrenando Pimpinone o el matrimonio desigual, de Telemann (Salón Kraft, 1955), Il signor Bruschino, de Rossini; El matrero, de Felipe Boero; La novia del hereje, de Pascual De Rogatis; y L’elixir d’amore, de Donizetti, las cuatro óperas en el Teatro Colón. Integró elencos de películas nacionales (El santo de la espada, El juguete rabioso, La cruz invertida, La buena vida) y filmaciones destinadas a la radio y la televisión (Archivo negro). No dejaba de admirar las películas francesas que lo formaron desde joven, como La gran ilusión, La kermesse heroica y El fin del día. Tradujo y adaptó obras (Las voces de Ofverborg, de Gilberto Loverso; Las bodas de Juana Phile, de Bruno Magnoni; La ópera de dos centavos, de Bertolt Brecht y música de Kurt Weill; Edipo en Colono, de Sófocles; y El enfermo imaginario, de Molière).
Se especializó en piezas de Bertolt Brecht. Entre otras, El círculo de tiza caucasiano, La buena persona de Se-Chuan, donde en 1995 protagonizó al socarrón barbero Shu-Fu, junto a Ingrid Pelicori, dirigido por Manuel Iedvabni. Una fábula sin fronteras de tiempo y lugar, donde entre otras reflexiones surge la de si es en vano pedir consuelo a los dioses. Por entonces fue premiado por Juana de Lorena, de Maxwell Anderson, codirigida junto a la actriz, directora, maestra y también fundadora de teatros, Alejandra Boero. Sus actuaciones son numerosas y en ocasiones bien diferenciadas. Entre otros títulos, participó en La visita de la vieja dama, de Friedrich Dürrenmatt; Yo no soy Rapaport, de Herd Gadner; Los últimos días de Emmanuel Kant contados por E.T.A. Hoffmann, de Alfonso Sastre; El movimiento continuo, de Armando Discépolo y Rafael J. de Rosa; dirigida por Osvaldo Pellettieri, donde se entusiasmaba con el monólogo “¡La ciencia de la casualitat!”, un disparate cómico; Locos de verano, de Gregorio de Laferrère, dirigido por Daniel Marcove; y ¡A este extremo hemos llegado!, collage de escenas, canciones, poemas y relatos de Bertolt Brecht, traducido y adaptado por él y Iedvabni, con música de Kurt Weill y José Luis Castiñeira de Dios, ejecutada al piano por Gustavo Codina.
Premiado por sus trabajos de actuación y dirección, y por su trayectoria, decía sentirse agradecido a la vida por el afecto que recibía, más aún en los períodos de enfermedad. Se lo veía en la platea, a la espera de que alguna obra lo sorprendiera, y en algún encuentro teatral, siempre gentil y afectuoso, revelando en la charla retazos de anécdotas que le interesaba atesorar, pero se resistía a dejar impresas. Lo complacía, en cambio, leer las memorias escritas por otros. Tal vez porque los recuerdos, aun los gratos, pesan, y, como aclaró a esta cronista, es necesario estar preparados. También ante los homenajes, que recibió por haber vivido a pleno su oficio. El resguardo de lo propio no le impedía, sin embargo, mostrar cuánto lo fascinaban las confesiones. “Me gustan las memorias”, decía, y citaba aquello de “vivir para contarla”. Se refería al título del primer volumen de la autobiografía del escritor colombiano Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, publicado en 2002.
Onofre Lovero falleció el sábado en el Hospital Ramos Mejía de un paro cardíaco. Había nacido en Villa Crespo, el 14 de marzo de 1925. Sus restos fueron velados en la Legislatura porteña, que lo declaró Ciudadano Ilustre en septiembre de 2001.
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