TEATRO › LAS MULTITUDES, LO NUEVO DE FEDERICO LEóN EN BUENOS AIRES
El monumental trabajo de 120 actores de diferentes edades, estrenado antes en La Plata, deslumbra en el San Martín por su concepción formal y por su tema, atemporal y universal: distintos grupos de personas van en busca del encuentro amoroso.
› Por Carolina Prieto
La última creación del dramaturgo y director Federico León finalmente llegó a un escenario porteño. Coproducido por el Centro de Creación y Experimentación del Teatro Argentino de La Plata, la fundación alemana Siemens Stiftung y el festival Berliner Festspiele (con la colaboración del Instituto de Intercambio Cultural Ensamble al Sur), Las multitudes, un monumental trabajo de 120 actores de diferentes edades –desde niños hasta octogenarios–, se estrenó en julio pasado en La Plata, viene de presentarse en Berlín y desembarcó en la Sala AB del Centro Cultural San Martín, donde permanecerá hasta el 14 de diciembre. Y así se concreta la posibilidad de descubrir una obra que respira amor no sólo por el tema dominante (distintos grupos de personas en busca del encuentro amoroso), sino también por su concepción formal y por los movimientos que se desarrollan en escena.
El espacio amplio de la AB no tiene escenario; es una gran caja negra con gradas donde se sienta el público: una multitud anónima que observará durante una hora a la multitud de actores. Tampoco hay escenografía –salvo la escena del recital que incluye una tarima–, pero sí una iluminación mínima y delicada que respeta la oscuridad ambiente, y un vestuario blanco. Y ahí, en ese espacio despojado que podría ser un bosque en plena oscuridad, sucede la ficción, iluminada por la luz tenue de las linternas que usan los personajes, agrupados por sexo y edad. Están los adolescentes, los jóvenes, los ancianos, los adultos y los niños en sus variantes femenina y masculina.
La acción arranca en forma directa: las adolescentes están enamoradas de un grupo de jóvenes músicos, un poco mayores que ellas, que a su vez están enganchados con otro grupo de chicas. Y el grupo de adolescentes varones busca, algo desesperado, reencontrarse con las adolescentes. Se suman dos grupos más: los ancianos, que van a ayudar a los adolescentes en su conquista; y las ancianas, que respaldan y contienen a las adolescentes. Estos dos grupos de mayores a su vez están distanciados por un enojo del pasado: ellas están ofendidas; ellos quieren recuperar el romance a toda costa. Cada grupo tiene un líder, un personaje que se destaca y lleva la voz cantante. Sucede entonces algo parecido al contagio: lo que desea el líder del grupo es lo que desean los demás integrantes, como si ese agrupamiento de personas fuera en realidad un solo individuo. Y las reacciones entre los grupos suelen ser también generalizadas y abruptas: todos se besan desesperados, todos se pelean hasta tener que ser separados. La obra despliega conjuntos humanos que entran y salen casi siempre en forma unida, por los laterales del espacio escénico. Algunos lo hacen con lentitud, otros corriendo; algunos en forma precisa, otros dispersa. Todo está a la vista, sin dobleces. Es un relato claro y simple como la ropa que llevan puesta, bañado de una música que lo vuelve más disfrutable aún. Como la escena del recital que dan los jóvenes, que reúne a todos los personajes y que termina en una danza comunitaria. La banda toca una melodía con aires pop y canta: “Buscándote me perdí / Si me pierdo te puedo encontrar”, antes de que la multitud (porque se suman también los adultos y los niños) se una en un baile que deviene electrónico.
Y en esta marea humana en movimiento el humor campea siempre: por la manera sincera en que las necesidades se expresan y por el ingenio tan simple como gracioso de algunos personajes. En este sentido, los recursos sugeridos por los ancianos para que los adolescentes atraigan a las chicas son mínimos y tiernos, como imitar el movimiento de pelvis que ellas hacen cuando suena la música de los jóvenes. A la ayuda de los más grandes se suma otra: la de un personajito que se mueve siempre solo y que, a diferencia de los demás, lleva puesto un saco azul. Es un niño de unos 7 u 8 años: la tiene muy clara y sabe lo que los adolescentes tienen que hacer para acercarse a las chicas. Lo interpreta Julián Zucker, actor de una soltura envidiable; él trama la estrategia para que el líder de los adolescentes se encuentre a solas con la líder adolescente: un plan como salido de una historia shakespeareana. Sabe que todas las mujeres se van a unir en una ronda nocturna y decide disfrazarse. Con peluca y vestido, se suma a ese encuentro con aires de ritual en el que todas bailan suavemente en ronda, con los pies descalzos. Se sale antes de la ronda y se lleva las zapatillas de la chica en cuestión. A cambio dejó las suyas, iguales pero más pequeñas. Así que la joven no puede calzarse y ahí es cuando el adolescente se le acerca para hablar. Y siguiendo con esa corriente de contagio, no sólo la pareja adolescente se une, todos finalmente se encuentran, liman asperezas y terminan bailando juntos una vez más.
León sacudió la escena local en 1997 con Cachetazo de campo, un trabajo apabullante sobre la relación madre-hija. Desde ese momento sus obras generan mucha expectativa, sean teatrales (Mil quinientos metros sobre el nivel de Jack, El adolescente, Yo en el futuro) o cinematográficas (Todo juntos, Estrellas, Entrenamiento elemental para actores). Ahora vuelve a sorprender con un espectáculo que se disfruta de principio a fin con una sonrisa dibujada en la cara. Lo logra por varios motivos. Por un lado, la contundencia del tema. ¿Qué hay más esencial y universal que el amor y la necesidad del encuentro? Y por las ideas que la obra desarrolla en torno de ello: en grupo se pueden concretar ciertos deseos, el otro (sea un anciano o un niño) puede ayudar, y también la idea de una comunidad unida con sus diferencias. En tiempos de tensiones y violencias múltiples, de fragmentación, aislamiento y conexión exacerbada con la tecnología, ver en escena a hombres funcionando juntos reconforta mucho y remite a un tiempo lejano. Como si el espectáculo tuviera algo de cuento o fábula arcaica, un aspecto acentuado por la puesta en escena, tan cuidada como bella. Tan aparentemente simple, pero sin dudas con mucho trabajo detrás. Las imágenes logradas son minimalistas –a pesar de ser muchísimos en escena– y cautivantes: la oscuridad, la luz de las linternas, los cuerpos en sombras, la ropa blanquecina y los movimientos organizados como si se tratara de un organismo vivo. También el impacto de los momentos en que aparecen los 120 intérpretes juntos: como el del recital (con el público presenciando esa escena en un juego de espejos) o el del baile explosivo del final. Y, como yapa, el disfrute de contemplar esa masa de cuerpos que van desde cinco hasta casi noventa años, con sus diferentes posibilidades de ritmos, tonos de voz, posturas y movimientos. Las distintas formas de la belleza.
* Las multitudes, de jueves a domingos a las 21 en la Sala AB del Centro Cultural San Martín (Sarmiento 1551).
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