Sáb 02.03.2013
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TEATRO › OSQUI GUZMAN HABLA DE SU VERSION DE EL BULULU

“Es un pentagrama en el que invoco un momento de locura”

El actor, hijo de inmigrantes bolivianos costureros, llegados al país durante el segundo gobierno de Perón, encontró en el texto del legendario espectáculo original de José María Vilches un instrumento de expresión a su desmesurada medida.

Cuando en julio de 2010 Osqui Guzmán estrenó su versión de El bululú, muchos desconfiaban de la posibilidad de volver a ver en escena a un mismo actor que encarnara en su propio cuerpo la esquizofrenia verborrágica de más de un personaje a la vez. La mayoría llegó a dudar del éxito de aquella nueva versión del unipersonal trashumante que el madrileño José María Vilches había llevado de gira por toda la Argentina durante nueve años, desde 1975. Un cuarto de siglo después de la trágica muerte de Vilches –en un accidente automovilístico cuando se trasladaba con su espectáculo–, el homenaje del actor a su mítico colega consistió en desafiar los prejuicios con una adaptación que debutó en el Teatro Cervantes y, dos años más tarde, repone cada jueves, a las 21, en Timbre 4 (México 3554).

Con funciones hasta fin de marzo, la versión (dirigida en un primer momento Mauricio Dayub) es una adaptación de la letra original de Vilches realizada por Guzmán y su esposa, la actriz y directora Leticia González de Lellis. Lo de “letra original” no es literal. En realidad, la primera aproximación del actor a “la máquina de coser memoria” fue durante sus primeros años en el Conservatorio de Arte Dramático, donde un profesor le acercó un casete con el repertorio del madrileño. Guzmán confiesa que fue Leticia la que transcribió la voz de Vilches, luego de escucharlo ensayar obsesivamente cada personaje durante años.

La realidad recalibró los engranajes de la máquina de Vilches cuando, a fines de 2010, la brutalidad desatada en la toma del Parque Indoamericano se convirtió en foco del discurso xenófobo de algunos exponentes del conservadurismo vernáculo. Por entonces, el actor –hijo de inmigrantes bolivianos costureros, llegados al país durante el segundo gobierno de Perón– había recibido el Premio Konex al actor de la década, mientras que el actual jefe de Gobierno de la Ciudad despotricaba en televisión abierta sobre “la exposición a la inmigración descontrolada”: “El bululú se transformó en denuncia a partir de la contrafigura que representa el pensamiento de Mauricio Macri. Me da vergüenza que un gobernante represente a mi país de esa manera frente al resto de Latinoamérica”, reprocha Guzmán.

No es fácil encasillar El bululú. Hay algo de resistencia y constancia (parte de su filosofía proviene del legado familiar andino, pero también de una notable aptitud que, reconoce, tiene con las artes marciales); aunque Guzmán también lo definió alguna vez como “un actor que es capaz de interpretar todos los géneros y estilos, con un amplio abanico de recursos y posibilidades”. En esta charla con Página/12 agrega: “Es el pentagrama que yo toco, sabiendo que estoy invocando un momento de locura”.

–El bululú tiene mucho de autobiográfico. ¿Algo de lo que cuenta es en tono de denuncia?

–No sé si es la palabra, pero se transformó en denuncia más de lo que yo hubiera esperado. El bululú es una síntesis de todas esas cosas que fui aprendiendo. El compromiso artístico es con el arte, no con la denuncia, lo partidario y la ideología. El compromiso del artista es con el teatro. Mi compromiso como hombre, como ser social, sí es político y de denuncia, pero es el mío, el personal.

–¿Qué rol cumplen los escenarios en ese “compromiso personal”?

–El teatro es poesía y pureza. La pureza y la sencillez de un acto político tan contundente como es el teatro une al espectador con el artista. El teatro es un lugar metafórico por excelencia, donde se metaforiza la existencia del hombre. Es donde vamos a escuchar aquello que no queremos y vamos a encontrarnos con lo que no queremos ver.

–En escena reprocha la preeminencia del pensamiento eurocéntrico hasta en el Conservatorio en el que estudió.

–Somos actores formados en técnicas colonizantes de herencia rusa, francesa e inglesa. Estudiamos a Henry Miller, Shakespeare, Molière. Falta reconocernos parte de Latinoamérica. Ese puente que establecimos con nuestros colonizadores no lo rompimos nunca, y no hay que romperlo, pero hay que mirar para el costado. El bululú es la máquina de coser memoria. Esa máquina trae la mejor poesía de la dramaturgia popular. Vilches demuestra que lo popular no tiene por qué ser chabacano o estar asociado a lo hecho así nomás. Hacer esta obra es un compromiso artístico con la memoria.

–¿Un compromiso con la memoria de Vilches y con la propia?

–Eso que denuncia El bululú lo transforma en creación. Por eso habla de la con-fusión: junta, fusiona y dice “somos mezcla”. Vilches lo hizo para homenajear a sus dos patrias: la española y la argentina, que lo había adoptado. Yo homenajeo a las tres: la española de Vilches, la argentina que es la mía y la boliviana que es la de mis padres, el lugar donde el progreso no transformó nada. Esa enemistad histórica, el arte y el teatro las transforma y arma una mezcla. Resignifica la matanza. De lo árido saca un pequeño poema que es El bululú.

–¿Busca despegar su bululú del de Vilches?

–No sé qué es lo que hacía Vilches. Nadie lo sabe, no hay registros, hay pocas fotos. Sólo está su repertorio y su voz grabada en un disco. Nada más. Con Leticia inventamos una historia que es verdad, pero no es la realidad. Todo lo que cuento en la obra es de verdad lo que me pasó. Encontrar esa diferencia fue el camino. Hay algo que se quiere revelar y aparece.

La máquina de hacer chorizos

A fines de 2012, esa máquina de contar historias que es Osqui Guzmán se subió a la comedia de Telefe Mi amor, mi amor. Luego de una larga temporada alejado de la pantalla chica, explica que la decisión de sumarse a ese proyecto –de la productora El Arbol, de Pablo Echarri y Martín Seefeld– fue “una apuesta a otro lenguaje”, tras un período abocado enteramente al teatro.

Su reconocida trayectoria como uno de los exponentes más aplaudidos del circuito escénico under, a simple vista choca con las imposiciones inherentes a “la máquina de hacer chorizos” en formato de 29 pulgadas: “Hay que actuar en todas partes, hasta en las iglesias. ¿Juan Pablo II no era un actor?”, argumenta en busca de aprobación. “Sí, era un actor polaco”, replica.

–En teatro se destaca como improvisador. En la pantalla chica, ¿se permite quebrar la rigidez del formato?

–Improviso dentro de la estructura. Lo más importante para mí es cuidar mi libertad. En el teatro también hay términos comerciales que exigen determinadas cosas. Cuando uno trabaja independientemente decide hacerse cargo de todas las decisiones. En televisión, la maquinaria productiva con la que hay que avanzar es muy fuerte y potente. En ese avance uno tiene que tratar de meter lo que es, lo que tiene para dar y decir. Las diferencias las impone uno.

–¿Qué lo motiva a subirse a esa maquinaria?

–No sé. Creo que tiene que ver con experimentar lenguajes. Hice teatro muy variado, desde comedia musical hasta Salomé de chacra, de Mauricio Kartun. Trabajo con creadores, con gente que crea su propio mundo en teatro. No hago versiones de Henry Miller. Hago obras de artistas que crearon la propia y me llamaron para actuar en ella. Mi camino en el arte tiene que ver con esa conexión. Cuando decido hacer televisión es una elección interna, no llamo a nadie por teléfono, es un deseo personal de experimentar un lenguaje nuevo. Traslado todo lo que conozco de teatro a esos momentos fugaces de grabar una escena. Es una batalla preciosa. El problema en televisión es que parece que te corre. La maquinaria es más fuerte que lo que el actor puede llegar a proponer, y lo va transformando. El artista se forma en los ojos del espectador. Es una máquina de hacer chorizos. Eso es lo más terrible.

–Volvió a la televisión con una comedia que se emite por uno de los canales más vistos. ¿Qué le aporta ese tipo de difusión?

–Me aporta experiencia. Ningún trabajo es igual a otro. Si hay algo que me gusta del teatro es la construcción en equipo. La televisión desampara un poco al actor, o al menos eso era lo que sentía. El trabajo en Mi amor, mi amor se hace muy amable y, en televisión, no había encontrado eso hasta ahora. Hay un lugar de sintonía que me está gustando.

–Esa “experiencia”, ¿no choca con su trayectoria más ligada al circuito off?

–Para nada. Vengo de una generación que luchaba contra la televisión. Si eras actor, no tenías que hacer tele. Crecí con ese discurso hasta que me di cuenta de que era todo una gran hipocresía. Todos los que decían que no querían hacer tele, en realidad, sí querían. Yo quería ser actor y, entonces, hice teatro. Diez años después de empezar, recién empecé a cobrar. Antes pasaba la gorra y andaba con el pesito contado. Nunca me importaron los parámetros comerciales. Haya mucho o poco dinero, siempre antes está mi elección. No me rijo por el dinero, pero eso no quiere decir que no pelee un cachet. Hacer teatro independiente implica ganar dinero también. Tiene términos comerciales, de porcentajes. Lo comercial y lo artístico no se atacan.

–¿Existe ese antagonismo?

–Uno se educa con esa hipocresía. Cuando elegís una profesión tan noble y tan pagana como la de ser artista, elegís estar afuera de todos esos sistemas hipócritas. El discurso de “no quiero hacer televisión” es válido. El tema es cuando hacés tele con el discurso de “esto es una mierda”. Eso es hipocresía. Yo elijo poner todo mi caudal creativo. Ese discurso hizo que la televisión se nutra de modelos que actúan. Actores que no son actores, pero que actúan. Y los actores terminan perdiendo terreno.

Informe: Daniela Rovina.

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