Lun 08.04.2013
espectaculos

TEATRO › FERNANDO RUBIO Y PUEDEN DEJAR LO QUE QUIERAN, UNA PUESTA ATíPICA

Tender lazos más allá de todo

“Quiero que el espectador sea atravesado de una manera poderosa”, dice el dramaturgo y director. En su obra, un hombre busca recomponerse tras una tragedia recolectando ropas, textos y fotos, una manera de volver a conectarse con la condición humana.

› Por María Daniela Yaccar

“No me interesa el teatro”, asegura Fernando Rubio, quien, sin embargo, es dramaturgo, director y artista visual. Pareciera que esas etiquetas le funcionan como excusas para comunicarse o, por lo menos, para encontrarse con los otros. “Busco contar de una manera pregnante y que el espectador sea atravesado de una manera poderosa e insólita. Intento abrazarme al desconocido. En mis obras hay algo que irradio a los demás”, se define ante Página/12. Heredero del situacionismo y discípulo de Norman Briski y de Eduardo “Tato” Pavlovsky, Rubio crea obras que, más que eso, son acontecimientos. Pueden ocurrir en el predio de la ex ESMA, en unas cabinas donde los actores monologan frente a un público reducido. O en una cama en la que una actriz le habla al oído a nada más que a un espectador. También en una sala completamente cubierta de ropa, como es el caso de su último trabajo, Pueden dejar lo que quieran (lunes a las 21 y a las 22.30 en Timbre 4, México 3554, hasta el 15 de abril).

La ropa funciona como una alfombra en el suelo. En las paredes también hay cantidades de prendas, acompañadas por fotos y textos. El público se sienta en banquetas alrededor del cuadrilátero donde tiene lugar la acción dramática. El de Rubio –que está al frente de la compañía Intimoteatroitinerante– es, claramente, un teatro que rompe con las convenciones espaciales. Pero no hay esnobismo, rareza buscada porque sí. El espacio dialoga perfectamente con la historia. Pueden dejar lo que quieran, que pasó por Brasil, Alemania y Holanda, trata de un hombre que pierde a su familia en un accidente. Para no olvidar, decide conservar la vestimenta de sus seres queridos. Luego inicia un juego: conecta a personas que no se conocen entre sí a partir de prendas, fotografías y misteriosos mensajes. Así recupera las ganas de seguir adelante. Los siete actores que aparecen en escena son aquellas personas. A lo largo de la obra, el espacio es dividido en sectores delimitados por cortinas de ropa. En cada box, los actores pronuncian el mismo texto al mismo tiempo.

Las de Rubio son experiencias –y experimentos–, más que obras. Horacio González, que es amigo de este director, ha escrito profundas reflexiones sobre su modo de hacer teatro, publicadas en Dramaturgias de la acción (Colihue). Según el sociólogo, más que personajes, lo que se ve en escena son “espectros, fantasmas incorpóreos”, que van de un lado al otro hablando de algo que han perdido. En cuanto a los textos, “una frase trivial es seguida por una reflexión enigmática sobre las relaciones familiares, la muerte o la ausencia. El resultado es un extrañamiento –sin duda, basado en las técnicas del absurdo y del surrealismo–, en el que los momentos más insustanciales se intercambian con los fragmentos de rememoraciones esenciales. En ese intercambio ya no se sabe qué es lo importante en el lenguaje”, explica González. “El es un faro en mi vida”, dice Rubio. “Me parece importante que escriba sobre mis obras, porque muchos críticos no tienen idea de las cosas con las que se conectan. Ojalá más personas como él estuvieran insertas en el pensamiento de la teatralidad”, recalca.

–Usted ya está convencido de que lo que quiere es generar acontecimientos. ¿Cómo surgen nuevos desafíos cuando el punto de partida está claro?

–Esta es una obra que tiene muchas complejidades, más que otras que he hecho. La historia no se entiende de movida. Y, justamente, la narración habla de la imposibilidad de comprender todo, de que las historias se entienden de a poco y de que no siempre hay que saber todo lo importante de una historia. Esto tiene que ver con lo complejo que me resultó mirar esta época, pensarme en esta ciudad y en un país donde hay cosas brillantes. Estoy contento con el país en el que vivo por muchas razones pero, por muchas otras, no lo estoy con el mundo. Estéticamente fuerzo una manera diferente de mirar. Y pongo en escena una idea insólita, inesperada y ficticia: un hombre busca continuar su vida a través del vínculo con los otros. Me parece encantador pensar un posible mundo así. En definitiva, con mi teatro apuesto a eso.

–¿Usted está representado en ese hombre?

–Claro. Quiero que mi teatro sea una forma de establecer un lazo con los actores y con los espectadores, más allá del olvido, del tiempo, la pérdida o la muerte. Entiendo que un gesto artístico puede ser eso en nuestra vida. No es mucha pretensión. Lo compruebo con mucha gente que sigue mis obras con una afectividad absoluta. (Guy) De Bord y los situacionistas remarcaban eso: se trata de modificar los comportamientos afectivos de los individuos. Me gusta permanecer en la gente a través de una obra. Cuando lo logro, siento una paz muy grande. Me chupa un huevo el espectáculo. Quiero hacer la obra una o diez veces, cada tres meses o cada seis años, en una esquina... No creo en la temporalidad establecida por las temporadas teatrales. Si eso es el teatro, entonces lo mío no lo es. Me interesa el otro como desconocido y también el conocido en su posibilidad de ser desconocido. He establecido nuevos vínculos con gente que conocía de toda la vida, como un familiar, a través de mis obras.

–Recién dijo que se pensó en relación con la época. ¿Una de las reflexiones que le interesaba plasmar en la obra es la incomunicación que reina, a pesar del exceso de comunicación?

–La obra tiene muchos grandes temas o hilos conductores. El principal es la importancia de la memoria. En el eco de las voces se conforma un caos adorable para mí, como es el caos de la voz humana. Esa es la forma que encontré para hablar de la memoria. Nuestras voces estarán resonando siempre. Y otro tema importante es el que menciona: cómo nos vinculamos con las tragedias personales de los otros. Mis obras se radicalizan cada vez más en la forma de establecer contacto con el otro. Pienso espacios vinculares para dialogar con el otro. Es que no hay posibilidad de mi existencia sin los otros, sin los que nos precedieron, los que están hoy y los que van a venir mañana y desconozco.

–En ese sentido, todavía más radical que Pueden dejar... es Todo lo que está a mi lado, la obra que transcurre en una cama, para un espectador (la estrenará en el marco del Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires).

–Ya la hice en otros países y acá la estrenaré en octubre. Transcurre en una serie de camas, entre 20 y 25. En cada cama hay una actriz y un espectador que se acuesta al lado de ella y escucha una historia, almohada con almohada, cabeza con cabeza. El cuerpo del espectador es, decididamente, el cuerpo de la construcción de la escena. Habrá espectadores que mirarán de afuera, y no sabrán quién es actor y quién no en esa cama. Es una obra atravesada por la ternura. En este lenguaje estoy investigando hace más de diez años y tengo tiempo para seguir haciéndolo. Me va a llevar la vida investigar sobre la mirada y los gestos de los desconocidos.

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