Domingo, 28 de abril de 2013 | Hoy
TEATRO › NUESTRA SEÑORA DE LAS NUBES, DE ARISTIDES VARGAS
La obra retrata los encuentros ocasionales que dos exiliados mantienen en diferentes lugares y momentos de sus vidas. El bello y simbólico texto de Vargas –quien debió exiliarse en Ecuador durante la dictadura– se ve potenciado por una puesta sólida.
Por Paula Sabatés
Más que loable es el trabajo que los directores Griselda Galarza y Eduardo Graham realizan con su puesta de Nuestra Señora de las Nubes, pieza teatral del dramaturgo argentino Arístides Vargas. Más que una ventaja, tomar un texto dramático tan bello y simbólico como éste y ponerlo en escena puede ser una enorme responsabilidad. Pero en el trabajo de los directores todos los elementos de la representación están a la altura y en armonía con el texto, que integra la trilogía de obras que el autor escribió sobre el exilio, junto a Flores arrancadas a la niebla y Donde el viento hace buñuelos. La obra retrata los encuentros ocasionales que dos exiliados, Bruna y Oscar, mantienen en diferentes lugares y momentos de sus vidas. Ambos dicen ser oriundos de Nuestra Señora de las Nubes, pero varios de sus recuerdos son borrosos y los personajes dudan de que sean reales y no producto de su imaginación. El relato de esos recuerdos que ponen en común para intentar reconstruir la memoria sobre su país se ve transformado en escenas que le siguen a cada uno de los encuentros, que en total son cuatro y están cargados de lo que Vargas siente por el destierro, que a él lo encontró a los 21 años cuando en plena dictadura tuvo que irse a vivir a Ecuador.
La puesta es, sobre todo, inteligente. Muy acertada es la decisión de presentar una escenografía despojada (al correr de las escenas los personajes van depositando ciertos objetos en el suelo, pero lo que el público ve no es más que la caja negra del teatro La Tertulia, sin decorados, siquiera telones). Primero, porque los encuentros de Oscar y Bruna son, desde el texto, atemporales y especialmente imprecisos y cualquier delimitación de este tipo hubiera privado al espectador de esa indeterminación que a Vargas le interesa remarcar como recurso simbólico. En segundo lugar, porque el gesto reafirma el pensamiento y sentimiento del propio autor, que el año pasado dijo a esta cronista en una entrevista publicada en este diario que no cree “en el sentido nacionalista que confunde la patria con paisajes o límites” y que para él la patria son más bien “personas y solidaridad”.
Otro aspecto a destacar son las transiciones entre los distintos momentos de la obra. Tanto cuando se pasa de las escenas en las que se encuentran los exiliados a aquellas en las que éstos recuerdan cosas de su país a modo de flashback, como cuando estas últimas se conectan entre sí, las marcas de la dirección evidencian la astucia del equipo de trabajo. En esos momentos, los actores (que son los mismos dos para todos los episodios) van sacando públicamente –es decir, sin ocultárselo al público– los distintos accesorios que utilizan para cada escena, que incluyen desde objetos hasta prendas de vestuario. Lejos de resultar desprolijo, esa decisión de dejar en evidencia el dispositivo teatral es agradecida por el espectador, que termina de entender que esos momentos pertenecen a la conciencia de los propios personajes, conciencia a la que recurren para olvidar por un momento su realidad. Colaboran en estas transiciones la música en vivo, a cargo de Pablo Mardones Charlone, Gustavo Rojas, Aimé Temis Barrutia, Lautaro Villaverde (depende de la función), que funciona como potenciador de lo que pasa en escena y el vestuario, que distingue y personifica a los actores en cada escena.
Pero sin dudas lo más rico de la puesta son las actuaciones de los jóvenes Nayla Noya y Fernando López. Con profunda solvencia logran transitar de un personaje a otro y lograr que cada uno tenga matices propios y diferentes de los del resto. Ambos hacen una utilización muy provechosa de sus registros vocales y le dan a la voz, quizás inconscientemente, una entidad simbólica muy fuerte. Esta se presenta ante el espectador como un elemento que les es propio a los exiliados, cuando nada más lo es. Pueden no tener patria, ni siquiera hogar. Pero poseen, y con mucha fuerza, la capacidad de mirar fijo al público y gritar: “Señores, somos exiliados, y les damos cinco minutos para que nos dejen un lugar en sus casas y nos inviten a almorzar, no tenemos papeles ni pasaportes y sus leyes no nos interesan, el mundo es de todos los seres humanos, estamos hartos de que se nos trate a las patadas y estamos hartos de que se nos pidan documentos en cada esquina, como si un documento fuera más importante que un sentimiento”.
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