TEATRO › DANIEL KERSNER HABLA DE SUS DOS OBRAS EN CARTEL, EL ALMIRANTE Y PECADOS DE JUVENTUD
Las puestas que el dramaturgo presenta los fines de semana en su propia sala, El Desguace, son una buena manera de ejemplificar la frase. “El teatro se pregunta quiénes y cómo somos; la identidad es eje en mi obra, tanto como lo social y la violencia”, señala.
› Por Facundo Gari
Parecería oportunista que una obra como El almirante sea de la cartelera teatral porteña en tiempos de cacerolazos en los que no faltan inoportunas odas a la muerte ni gratuitas denigraciones al choripán. Por eso Daniel Kersner aclara que la escribió “hace cuatro o cinco años”. La casualidad le hace otro guiño a la historia en este unipersonal que se presenta los viernes a las 21 en El Desguace, sala del propio dramaturgo ubicada en México 3694: el único personaje –no el militar del título, sino su mujer– es interpretado por una Isabel, pero de apellido Caban, que si tiene vinculación con una triple A es con la que se desglosa en Asociación Argentina de Actores, en donde tomó cursos de actuación con Alberto Ure. La señorona a la que le da voz es la que larga un monólogo anclado en “la historia mitrista, la retórica sarmientina, el antiperonismo cerril y el europeísmo”, verborragia excusada en el ocaso del marido. De modo más directo: un compilado de barbaridades que aún trinan no sólo en los sectores más pudientes sino en los menos, cortesía en su medida de grandes medios de comunicación que masifican conveniencias de pocos. “La obra representa el discurso retrógrado y fascista de un sector más ideológico que socioeconómico. Por eso también se oye en personas que no son de la oligarquía”, redondea Kersner.
Su otra obra en escena es oportuna: Pecados de juventud indaga en el modo de sublimar la tríada de pulsiones que Freud delineó en el ensayo El malestar en la cultura; en particular el canibalismo, que según la hipótesis del director de Lanús es la menos transgredida de esas prohibiciones primales que completan el homicidio y el incesto. La pieza, que se muestra los sábados a las 21 también en El Desguace, “habla de enfrentamientos muy crudos”, dice Kersner, y se ríe del chascarrillo. Es una parrillada –entre los actores Facundo Bein, Gabriela Blejer, Macarena y Rubén González– en la que se cocina su observación sobre “la polarización, la poca posibilidad de intercambio verdadero y la violencia de la sociedad actual”, explica en la charla con Página/12. Y si usa para ello “términos psicopatológicos” es porque además de teatrero es psiquiatra; y en ambos casos, un tipo interesado por los derechos humanos: de 1983 a 1990 fue terapeuta del equipo de asistencia psicológica de Madres de Plaza de Mayo y, desde entonces hasta sus 56, lo es en el Equipo Argentino de Trabajo e Investigación Psicosocial.
–Marco Antonio de la Parra, Tato Pavlovsky, Alfredo Martín, usted... Son varios los nombres del teatro con estudios de psiquiatría. ¿Hace una vinculación entre ambos ejercicios?
–Tanto la “ciencia psi” como el teatro se preguntan quiénes y cómo somos, se abocan a los temas centrales de la humanidad, que son siete u ocho. Las sesiones disparan situaciones y maneras de afrontar problemáticas. No hago el trabajo de traslación de experiencias puntuales al teatro, pero sí las uso como gatillos de la fantasía. Por ejemplo, he intervenido en muchas pericias a represores y El almirante es una elaboración personal y ficcionalizada de esos acercamientos. En definitiva, la identidad es eje en mi obra, tanto como lo social y la violencia.
–El concepto de violencia suele ser utilizado de manera negativa. ¿Tiene, al menos en psiquiatría, un contrapunto positivo?
–No toda violencia es negativa: puede ser generadora de conflictos de resultados positivos. Un ejemplo histórico: la independencia. La tarea es sublimarla de manera saludable, lo cual implicaría relaciones más igualitarias, con menos sojuzgamientos, elementos de poder unilateral y explotación. Todo eso está naturalizado en nuestra cultura. Hay que hacer un artificio para sacarlo a la luz, y en este caso es el teatro.
–El almirante arranca con la caricaturesca protagonista comparando a su marido represor con el dios católico, enorgulleciéndose también de su educación en Estados Unidos. ¿Es su manera de hablar de los responsables “no militares” de la dictadura?
–Los grandes beneficiarios económicos, nacionales e internacionales, no han sido juzgados, y no me refiero sólo a los que fueron directamente cómplices. No obstante, a diferencia de lo ocurrido en otros países, acá hubo bastante debate sobre lo que la dictadura pretendió, sin éxito, cambiar en la cabeza del pueblo. No hay ningún partido político importante que mantenga ese ideario, a diferencia de Chile. Y como es un disparate acusar al gobierno actual de “dictadura” también es peligroso tildar a toda oposición de “pro militar”. Hubo un avance muy importante en la Argentina en relación con procesar la dictadura, porque en algún momento tuvo cierto consenso, por ejemplo, la teoría de los dos demonios. Los organismos de derechos humanos jugaron un papel central.
–La mujer reivindica la “cultura culta”. Como artista y responsable de una sala teatral, ¿cuál es su postura?
–El suyo es el modelo etnocentrista y europeísta de Sarmiento. Otro es el del enfoque marxista: todo lo que el hombre produce modificando la naturaleza, y asimismo a las propias relaciones humanas, es cultura. Me gusta más esta definición y no por adherencia teórica: lo vivo más así. Hay charlas de bar que son de una creatividad agudísima y no entrarían en museo alguno. Mi noción de cultura es poco pomposa, más mixturada. Muchas veces pasa que la gente se ríe, pero como está en un teatro se aguanta: eso hay que romperlo.
–El almirante es una pieza provocativa. Ya que menciona la risa, ¿qué otras reacciones registra hasta ahora?
–Algunos espectadores entienden que lo que la actriz dice es lo que el teatro piensa y nos acusan de discriminadores, fenómeno interesantísimo. El teatro dice lo que pensamos los que lo hacemos, pero eso no quita que alguna vez los personajes tengan características antipáticas o reaccionarias que nosotros no tenemos. El Desguace tiene un eje muy fuerte en lo social y lo ideológico. Lo artístico es siempre expresión de lo social, incluso en la pintura abstracta, pero acá de un modo específico.
–De ahí el ciclo “El teatro y las transformaciones sociales”.
–Sí. Estamos en plena convocatoria de proyectos, hasta el 30 de junio, con un jurado conformado por Néstor Sabatini, Héctor Oliboni y Roberto Perinelli. El año pasado hubo obras sobre aborto, nazismo y hasta transportes públicos.
–De vuelta sobre El almirante, al confrontar el racconto de prejuicios, surge la pregunta de por qué la población presuntamente más educada es tan permeable a ellos.
–Lo primero que uno tendría que preguntarse es qué demonios es la educación y qué subjetividades crea, qué modos de ser y pensar el mundo, a los otros y a uno mismo. Lo segundo: el que está en posición de opresor necesita de forma permanente un justificativo para ejercer. El prejuicio funciona como antídoto de la culpa.
–El uso de figuras de la medicina para graficar escenarios socioeconómicos es característico en el discurso liberal. La mujer compara al peronismo con el sida...
–Tomé la frase de Borges, que dice que los peronistas son incorregibles. Ella compara al peronismo con el sida porque también le parece un horror esa enfermedad. Así que, en lugar de incorregibles, dice que son incurables. Pero es muy ingenuo ver a la sociedad como cuerpo humano. Es un discurso que plantea a la sociedad homogénea no como una heterogeneidad de lógicas en pugna.
–Pecados... destaca que el canibalismo es la pulsión más domada. ¿Por qué cree que lo es?
–Es la más primitiva y la menos necesaria. De todos modos, seguimos siendo caníbales de manera sublimada. Si besás a una chica, le “comés la boca”, lo cual es paradojal. Me interesa cómo el canibalismo se da en las relaciones sociales al someter al otro, al anularlo. En Tótem y tabú, también de Freud, el canibalismo aparece con una dimensión admirativa: al comerse al otro, uno incorporaba sus virtudes. No lo uso en ese sentido, sino en la dificultad de vivir con los otros y en buscar destruirlos.
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