TEATRO › LUIS ZIEMBROWSKI HABLA DEL ESTRENO DE SONATA DE OTOñO
En la versión teatral de la película de Ingmar Bergman, el actor encarna a Viktor, el observador que anhela el amor de su mujer y teme destruir el equilibrio logrado en su matrimonio. Un equilibrio frágil, dentro de la conflictiva relación entre madre e hija.
› Por Hilda Cabrera
Porque es necesario volver sobre lo que no se perdona, Eva escribe a su madre, concertista de piano a la que no ve hace años, invitándola a la apartada casa que comparte con su marido Viktor, pastor protestante. Sonata de otoño, de Ingmar Bergman, rescata ese encuentro en una larga noche de insomnio, alcohol y recriminaciones, en la que cabe preguntarse si los hijos están obligados a querer a sus padres. Charlotte, la madre, no esperaba ver allí a su hija menor, Helena, enferma de esclerosis múltiple, circunstancia que la altera aún más. La versión que se estrenó el sábado en el Teatro Picadero pertenece a Daniel Veronese, también director de esta puesta que interpretan Cristina Banegas, María Onetto, Natacha Cordova y Luis Ziembrowski, éste en el papel de Viktor, el observador que anhela el amor de su mujer y teme destruir el equilibrio logrado en su matrimonio. El enfrentamiento entre madre e hija descubre rencores y ausencias, y la intensidad del dolor que aqueja a Eva por haber perdido a Erik, único hijo de su matrimonio, que muere ahogado a los cuatro años en un pozo del jardín. Un dolor que es también el de Viktor, quien –como señala Ziembrowski, en esta entrevista con Página/12– “anhela encontrarse en la situación de esplendor amoroso que compartió con Eva, sobre todo en los meses de embarazo. Viktor siente un amor enorme por su mujer, y ella un amor de amistad”.
–¿Qué diferencia en ese punto esta versión de la cinematográfica de Bergman?
–En mi opinión, ésta tiene que ver más con el cuerpo. La llegada de Charlotte moviliza tanto que Viktor se atreve a confesar lo que no dice a Eva. Y esto sorprende, como su reprobación a Eva, cuando ella, en otra carta, le pide perdón a su madre por lo sucedido esa noche.
–Viktor no es un simple observador: percibe la vehemencia con que su mujer interpreta a Chopin y la diferencia de la ejecución más distante y técnica de la madre...
–La defiende, y es su enfermero espiritual desde que Eva estalló de furia después de la muerte del hijo. En Sonata..., el meollo está en la madre y la hija, y Viktor representa el equilibrio. Anhela el cuerpo de Eva y siente una devoción casi mística hacia ella. No puede creer más en Dios, desde la muerte del niño. Su Dios es ella. En esta presentación porteña la imagen central está puesta en Cristina y María, dos actrices extraordinarias, y para mí una oportunidad única, porque sabía que mi personaje no estaría en vano en el escenario, aunque Viktor desaparezca de la escena y reaparezca al final. Al principio, no sabía cómo encarar ese intervalo, pero es tan vibrante lo que producen las actrices que mis intervenciones adquieren una dinámica antes impensada por mí.
–El anhelo de Viktor y su pesimismo desesperado en torno de la existencia de Dios tampoco son temas menores...
–En la película aparece como muy pusilánime ante la crisis. En esta versión no es un resignado. Tampoco duda en ponerse del lado de su mujer cuando es atacada por una Charlotte que debió estar más presente en la vida de sus hijas, incluida Helena, a la que Eva cuida. Estoy contento con esta propuesta de Daniel, con quien trabajé en Los hijos se han dormido, haciendo el reemplazo de Osmar Núñez.
–Un buen regreso, entonces...
–En teatro, estuve antes en Las islas, que dirigió Alejandro Tantanian, y acabo de finalizar la grabación de Los vecinos en guerra, para la TV. Me interesa el cine, donde tengo varias participaciones. En La parte ausente, ópera prima de Galel Maidana (sic), una película de un futurismo desencantado. Ahí soy el dueño de un bar, un hombre de gran corazón; también en Los inocentes, de Mauricio Brunetti, una historia que transcurre en el siglo XIX, donde interpreto a un médico; y en El patrón, de Sebastián Schindel. Mi personaje es el patrón, un mafioso dueño de carnicerías que lleva un bufoso en la cintura. ¡Temible! Le conté la historia a mi carnicero y él a su vez me confesó qué había visto en ese ambiente. Me enteré de cosas asombrosas... La carnicería es un lugar de charla, donde, por las dudas, no me atrevo a confrontar demasiado.
–¿Le interesa saber cómo sería su personaje si fuera real?
–Más allá de la investigación que se hace para una puesta o una película, aporto datos de mi imaginario. Para Sonata... se me ocurrió averiguar sobre los rituales de un presbítero protestante, porque del lado de las mujeres hay mucha información fascinante en la obra, con la que uno se identifica. Escucho a Eva y Charlotte y me siento hijo y padre por la relación con mis viejos. Es algo muy boxístico.
–¿En esos casos, entre presencia y ausencia, es preferible la pelea a la huida?
–Lo puedo decir porque hay datos objetivos de mi experiencia: viví una situación similar a esa separación. Hacía ocho años que no veía a mi viejo y fui a verlo con un amigo para filmar el encuentro. Quería ese material para saber qué me pasa a mí. Después de tanto tiempo de abandono, quise ese registro, porque los soportes que se utilizan para la actuación me proporcionan revelaciones personales.
–¿Lo influye la ficción?
–Separo realidad de actuación. No me llevo el personaje, pero algo de lo personal aparece en la actuación. Incluso la composición corporal es atravesada por la realidad más cercana a uno. Hoy, por ejemplo, no me atrae el grotesco. Lo veo como muy compositivo, aun cuando en otra época lo actué y lo agradezco como forma poética. En mí, se debe a cambios biológicos y de psiquis. Cuando dirigí Corner, mi primera película (coguionada junto a Iosi Havillo), que también interpreté, pensé en un “realismo extrañado”, en la relación del conflicto con el cuerpo. El tema me llevaba a producir estados más distorsionados de la realidad, y debía tener cuidado, porque en cine, la ventana es la ventana y la mesa, la mesa. La mía era una mirada de extrañeza en relación con la actuación, donde sigo creyendo que está bueno encontrarse con las distorsiones, con el “realismo sucio” que veo en Eduardo Pavlovsky. Me gusta la distorsión dramática y cómica, pero, como espectador, prefiero la dramática, la de mayor hondura, la que me deja la emoción a flor de piel.
–¿Esa era su pretensión en Corner?
–Trabajé a partir del episodio de 2001, aunque no lo menciono. Sucede en una esquina, y es algo que viví de manera de directa y tiene ribetes graciosos, a pesar de todo. Sentir, por ejemplo, el ardor en los ojos por los gases lacrimógenos y que alguien pregunte en qué estás actuando, como si uno estuviera en una entrevista a la salida de un teatro. ¡Un disparate! En esos momentos, lo que se pone en juego es la realidad que uno imagina sobre un acontecimiento.
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