TEATRO › EL FESTIVAL DE TEATRO DE RAFAELA TERMINó CON BALANCE POSITIVO
Durante seis días, la ciudad santafesina fue escenario de un encuentro que superó incluso las cifras de ediciones anteriores. Circo, comedias, dramas, teatro político, de objetos, entre otros, inundaron lugares no convencionales y conmocionaron la vida rafaelina.
› Por María Daniela Yaccar
Desde Rafaela
“El Festival de Teatro de Rafaela (FTR) es una experiencia única”, le habían anticipado a esta cronista quienes manejan la prensa del evento en la Ciudad de Buenos Aires. Así fue. Los que dicen que es uno de los mejores festivales de teatro del país seguramente no exageran. En la novena edición, que se extendió desde el martes hasta el domingo, se vieron en La Perla del Oeste, capital provincial del teatro, obras de calidad y de lo más variadas en contenidos y estéticas, para todas las edades. El público rafaelino abrazó la propuesta de la Secretaría de Cultura de la ciudad, con cogestión del Instituto Nacional del Teatro y del gobierno provincial. Muchas de las más de setenta funciones se hicieron con localidades agotadas. Hubo record de espectadores en comparación con ediciones anteriores: 16 mil personas asistieron a los espectáculos que ocurrían al aire libre, en una carpa de circo, el Club de Automóviles Antiguos y teatros, en una ciudad de 100 mil habitantes.
En las apacibles calles rafaelinas, el tema de conversación era el festival de teatro. Los lugareños lo vienen recibiendo con mucho gusto, al punto de que hay quienes se toman vacaciones durante la semana del festival para asistir a todas las funciones. Era llamativo ver tanto entusiasmo. El público –distinto al porteño, que está hiperhabituado a ver teatro– aplaudía en los apagones y se reía de manera contagiosa. Obras que en territorio porteño se han vivido íntegramente como dramas, por ejemplo Todo verde, de Santiago Loza, aquí adquirieron otro tipo de resonancias. Muchas funciones terminaron con aplausos de pie. Todo ello hacía reflexionar sobre la economía del afecto y del deseo que esta disciplina pone en juego. En los espacios no convencionales que eran sede del festival, como el Club de Automóviles Antiguos, la gente temblaba de frío (polar), pero se la bancaba y miraba hacia el escenario con la bufanda tapándole la mitad del rostro.
En cuanto a los espectáculos, hubo de todo: circo, comedias, dramas, teatro de imagen, de sombras, danza-teatro, teatro político, de objetos, musicales... Quien está a la cabeza de este festival, Marcelo Allasino, secretario de Cultura de la ciudad, es un hombre de teatro. Antes de la gestión pública se desempeñó como actor, director y docente en La Máscara, una de las salas que abrió sus puertas para el acontecimiento. La mirada de Allasino (y su equipo) sobre el teatro en particular, y sobre la cultura en general –brindó un enérgico discurso en la inauguración, en el que propuso la creación de una escuela estatal de teatro para la ciudad–, tiene mucho que ver con los propósitos y características del FTR. En una charla que mantuvo con Página/12, subrayó que la prioridad en la selección de la programación es la calidad. Y es verdad que la mayoría de los espectáculos ha dejado buenas impresiones.
El público se emocionó con los hermosos monólogos de Santiago Loza, Todo verde y La mujer puerca, dirigidos por Pablo Seijo y Lisandro Rodríguez, respectivamente, y con las actuaciones de María Inés Sancerni y Valeria Lois. También se recibió muy bien la extraordinaria Greek, de Steven Berkoff y con notable dirección de Analía Fedra García. Se presentó también Agamenón, volví del supermercado y le di una paliza a mi hijo, de Rodrigo García y con dirección de Emilio García Wehbi. El fundador de El Periférico de Objetos presentó un libro, Botella en un mensaje. También gustaron mucho Cachafaz, de Copi y con dirección de Tatiana Santana y actuaciones destacadas de Emilio Bardi y Claudio Pazos; y la fresca Villa Argüello, de la joven Celia Argüello Rena, que recrea con la danza y el teatro el universo del cuarteto cordobés. Imposible nombrar todo, pero hubo mucho y del bueno: treinta y una obras. También pasaron por el festival el director Bernardo Cappa, con La verdad, obra que plantea una reflexión sobre la construcción de las ficciones; Rafael Spregelburd, con Apátrida; Paula Marull, con Vuelve; Gerardo Hochman, con Travelling; y Virginia Innocenti, quien recibió una ovación con Dijeron de mí, dirigida por Luciano Suardi, en la que la actriz encarna a la gran Tita Merello. En tiempos preelectorales, en una ciudad empapelada de afiches, el teatro político de Córdoba dijo presente con Operativo Pindapoy, que versa sobre el secuestro de Aramburu y se pregunta qué es la justicia.
La nota humorística la dio Othelo, de Gabriel Chame Buendía. Emocionó Pan, que llegó desde Temperley, del Teatro de las Nobles Bestias, con dirección de Alfredo Badalamenti. Se mostró también en Suardi y en Ramona, subsedes del festival. En la programación hubo más bien producciones porteñas, aunque llegaron elencos de Córdoba, Mendoza (con Javiera), Mar Azul (El desastre continúa), Tigre (Quizá quiso decir), Rosario (Las hijas del rey Lear) y Montevideo (Trinidad Guevara).
Hasta acá, lo que estaba al alcance de la mano, lo más visible del festival, lo que estaba en la superficie: las funciones en el Lasserre, La Máscara, el Club de Automóviles Antiguos y el Centro Cultural Municipal. Del teatro suele decirse que es un fenómeno burgués. En cierta medida, el FTR13 rompió con tal condición. No solamente porque las entradas se vendían a precios muy bajos (por 10 pesos se podía ingresar a la carpa de circo instalada en las inmediaciones de la estación de trenes, y por 30 pesos a las salas) sino, también, porque había funciones gratuitas en centros vecinales de distintos barrios. Ahí, en los mal llamados “márgenes”, pasaban otras cosas. Ahí el teatro no fue, de ninguna manera, un fenómeno burgués. En esos barrios generó una revolución. Los chicos improvisaban una primera fila en el piso. Por otro lado, la carpa de circo, novedad de esta edición, estuvo casi siempre repleta, con espectáculos como H2Olga, Rodando a Saco, Mucho más que circo y Krukivas. La llenaban niños y también adultos. “El arte es la herramienta más potente de transformación social, junto con la educación”, sostuvo Allasino. Por la mañana, a las once, la carpa de circo ofrecía funciones gratuitas para instituciones que desarrollan un trabajo de corte social con niños.
“Vi una función para escuelas, instituciones especiales, organismos específicos y otras tantas definiciones que les ponemos a los espacios ocupados por los marginados, los que nadie quiere mirar, los corridos, los desdentados, los feos, los cojos, los negros de mierda, los que estorban”, contó el director Lisandro Rodríguez, dueño del porteño Elefante Teatro. “La gente se agolpaba ansiosa para entrar, casi desesperada. El circo es un espacio precioso, tantas veces olvidado. Lona, caño, madera, tierra y lamparitas. Todos deberíamos hacer funciones en esa carpa. Tuve deseos de hacer La mujer puerca ahí. Quería que esas risas fueran mías. Esa era la verdad, toda la verdad: la ofrenda, el rito, el trapo, el gorro, la bandera, la vincha, la grieta, el humor, la distancia, la sordidez, lo encantado”, relató el director. Esa misma mañana, Rodríguez vio cómo un nene se tapaba desesperadamente los oídos al comienzo de la función. Era hipoacúsico. “La madre o tutora lo abrazaba, lo cubría con todo su cuerpo y más, ofreciéndole amparo. Con el correr de la función, algo de ese dolor fue cediendo.” El nene decidió quedarse en el circo.
Es arbitrario incluir el testimonio de un solo director, considerando que había una treintena, pero Rodríguez tuvo la oportunidad de registrar un episodio valioso y significativo de un festival tan inabarcable, en el que sucedían tantas cosas simultáneamente y no bastaban dos ojos para tener una percepción completa. El domingo, en el acto de cierre, Allasino celebró que en esta novena edición se habían superado todas las expectativas.
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