TEATRO › SHEDA, EN EL PARQUE CENTENARIO
› Por Cecilia Hopkins
Andamios, tablones, neumáticos y cajones amontonados en el escenario del anfiteatro del Parque Centenario crean la atmósfera del pueblo fantasma ubicado, según se sugiere, en ningún lugar. Los doce integrantes de la troupe que dirige el congoleño Dieudonné Niangouna (incluido él mismo) eluden toda referencia que permita situar el lugar de la acción, pero en el transcurso del extenso montaje (270 minutos) el espectador comprende que lo que solamente parecía un edificio en construcción abandonado hace tiempo es la imagen que eligió el autor, actor y director de Shéda para retratar el caos que impera en todos los rincones del mundo. Ya entonces poco importa que la acumulación frenética de palabras dificulte la comprensión de la historia e imposibilite seguir el hilo que mueve a los personajes que, como fantasmas, aparecen para contar fragmentos de amores desairados, trabajos inútiles o búsquedas fatigosas. Lo que terminó imponiéndose (y tal vez fue ése el motivo por el cual pocos dejaron sus lugares) fue la potencia de los monólogos sarcásticos y desconcertantes. Con la convicción y la postura física de un rapero, Niangouna parecía improvisar, si no fuera que la traducción simultánea desmentía toda posibilidad de repentismo.
Los enjuagues de la política mundial, las tragedias ecológicas, las limpiezas étnicas y los riesgos de la desaparición, nada queda fuera de estos monólogos alucinados. Todo lo que Niangouna pone en escena hace alusión a las contradicciones de una humanidad que ha debido sufrir las suertes más dispares. Cínico, blasfemo o mesiánico, el autor recuerda a la platea que, menos instantes de felicidad, los hombres y las mujeres de este mundo lo han experimentado todo: el embrutecimiento por la mera supervivencia, el exilio, la vida en campos de concentración, las enfermedades más temibles y también la lucha por conseguirse un lugar frente a la televisión, la parálisis del pensamiento y “una existencia de delivery”. Acompañan la andanada de palabras unas acciones deliberadamente torpes (forcejeos, bailes, movimientos mecánicos) tanto en el centro del escenario como alrededor del anfiteatro, en muchos momentos, apoyados por música ejecutada en vivo.
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