TEATRO › FIBA > BALANCE ARTíSTICO DE LA MUESTRA, QUE CONVOCó A CASI 75 MIL ESPECTADORES
El Festival Internacional de Buenos Aires pareció sumarse a una nueva moda globalizada: la de las curadurías que reúnen en una misma programación a las estrellas del formalismo post-posmoderno y a los chicos malos que “arruinan el asado”.
› Por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins
Con una programación que cruzó tecnología con recursos de artesanía teatral finalizó el IX Festival Internacional de Buenos Aires para renovar aquello de que el teatro puede existir sin artilugios sofisticados pero no sin la percepción vital que se establece entre el actor y el espectador. Si bien algunas obras visitantes auguraban fugas en un público desa-costumbrado a las piezas teatrales de larga duración, escasearon las retiradas. La expectativa que despierta el FIBA es indiscutible: las entradas se agotaron en algunos casos antes de que comenzara el encuentro. La carencia de mayor información en el modesto programa de mano que acompañó a las obras necesitó ser completado, y así lo entendió el equipo de Diebe (Alemania), que optó por una introducción a cargo de la dramaturgista Meike Schmit. Una decisión acertada.
La inauguración en un Dique de Puerto Madero con Fous de Bassin, por la compañía francesa Ilotopie, permitió asistir a una sucesión de pequeñas y distantes escenas oníricas, donde lo anodino hacía contrapunto con los fuegos de artificio, su mayor logro visual. El poder de la locura teatral, de Jan Fabre, fue la reposición de un maratónico montaje coral de cuatro horas treinta minutos que hizo furor en los ’80, hoy vacío de innovación, tal vez interesante para los historiadores de la escena o para las nuevas generaciones. El director belga trajo también Preparatio Mortis, un solo de danza que, a través de la manipulación del tiempo teatral, se refirió a la vida, como instancia de iniciación para emprender el trayecto que concluye en la muerte.
Un clásico en versión de un elenco y un director de prestigio, Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen, por la Schaubühne am Lehniner Platz, avanzó sobre la impostura de unos funcionarios y ciudadanos que no vacilan en generar un colapso social antes que perder poder e intereses. Realzada por una escenografía que los mismos personajes transforman, la obra atrapó por las actuaciones, su dinamismo y humor. El des-
tinodeldenuncianteStockmann quedó a la vista luego de lanzar un vibrante discurso sobre la política “pestilente” que envenena la democracia. El hombre que denunciaba la contaminación del agua en su ciudad balnearia debe mudarse a un refugio prestado. En un acto de síntesis, el podio desde donde minutos antes arengaba a su comunidad se convierte en una heladera semivacía, símbolo de la pobreza y soledad que le espera.
Representando a México, El rumor del incendio abrevó en la tradición setentista del teatro periodístico de Augusto Boal y en el más reciente género del biodrama. Fue toda una experiencia contemplar en el interior del edificio donde funcionó la redacción de La Prensa un espectáculo que reivindicaba la lucha armada. En verdad, no se puede negar amplitud ideológica a un festival que, por otro lado, ofreció Shéda, del congoleño Dieudonné Niangouna, en el Parque Centenario, con entrada gratuita. Se trata, entre otras cuestiones, de un inflamado grito sobre los males del capitalismo mundial. La pregunta es si esto acaso no será reflejo de una nueva moda globalizada: la de las curadurías festivaleras que reúnen en una misma programación a las estrellas del formalismo post-posmoderno y a los chicos malos que “arruinan el asado”.
El trabajo presentado por los directores Gabriela Carrizo y Franck Chartier, junto a la Compañía Pepping Tom (Bélgica), recogió audacias de distinta técnica y época en 32 Rue Vandenbranden. En un paisaje de altura cubierto de nieve, donde se levantan dos precarias construcciones habitadas por personajes en conflicto, se juegan escenas en las que los actos de amor o conmiseración, de amistad o competencia se ejecutan con una sincronización impecable. Una poética conjunción de danza y teatro, canto y contorsionismo que transforma el paisaje tomando elementos de la literatura, la plástica, el cine y la música operística y popular. Devastadora, por intensa, es la escena en la que un intérprete bailarín adopta el gesto atormentado y rebelde del personaje de El Grito, pintura del noruego Eduard Munch y obra cumbre del expresionismo.
Interiors fue una apuesta formal que marcó una oposición entre el ámbito cerrado y el afuera. A través de un gran ventanal se podían observar las evoluciones de un festejo familiar, ajeno a una mirada externa y sufriente que traía el recuerdo de los cuentos de Charles Dickens. Bienvenidos a casa presentó, en su primer episodio, una historia de risibles y absurdos de-sencuentros sostenida por excelentes interpretaciones. Fue una pena que el director Roberto Suárez se impusiera revelar el revés de la trama en un segundo episodio que, salvo algún momento interesante, se vuelve prescindible.
Con recursos artísticos y técnicos considerables, Diebe, por el Deutsches Theater de Berlín, en una puesta de Andreas Kriegenburg, jugó con el tiempo a través de historias que se cruzan y anudan. Fragmentos de vida cotidiana e irónicos apuntes que los intérpretes sostienen con sutileza dentro de un clima melancólico. La acción se alarga, superada en parte por la inclusión de famosas melodías de época, un lenguaje por momentos poético y breves intervenciones humorísticas. Secuencias que imprimen carácter lúdico y rebelde a esta obra de Dea Loher. La incorporación de canciones, algunas en castellano (“Como la cigarra”, de María Elena Walsh), abre un camino menos dramático a los personajes de vidas fallidas, los Tomason, individuos que “parecen haber perdido utilidad”.
Si ningún poder podrá arrebatar al humano la posibilidad de dudar, por qué entonces no indagar en el tema de la representación de Cristo, título de la obra que trajo el Teatro de Chile, dirigido por Manuela Infante, quien además presentó Zoo, pieza que focaliza la mirada en la manipulación de los humanos tomados como “tipos exóticos”, y en los mimetizados con la cultura que los coloniza. Una propuesta que acaso permita analizar temas como el de la conciencia histórica, su pérdida o total desaparición. Una obra que, entre ironías, puede tomarse como “alegato” en contra de la mentira oficializada.
Si Romeo Castellucci había sorprendido en 1999 con su polémico sentido de la teatralidad en Orestea, esta vez redobló la apuesta. Con el escenario presidido por una gigantografía de Jesús y la intención de reflexionar sobre la dignidad del hombre, en Sul concetto di volto nel figlio di Dio ahondó en su planteo conceptual: en tiempo real, mostró cómo un anciano enfermo recibe los cuidados de su hijo mientras le cambia el pañal. El hijo ganado por el agotamiento y el padre desbordado de materia fecal.
Una pieza a rescatar del segmento de las extranjeras es III Furie, por el Modjeska Theatre, con dirección de Marcin Liber (Polonia), que reunió en diversos registros –paródico, trágico, patético y lírico– dos historias de madres e hijos referidas a la dependencia intelectual y anímica de los polacos respecto de una historia oficial que aún idealiza supuestos heroísmos y fomenta culpas heredadas.
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