Vie 14.02.2014
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TEATRO › EL ESPECTACULO TENSA LA RELACION ENTRE REALIDAD Y FICCION

Lo que pone en juego el periodismo

› Por María Daniela Yaccar

Muchas obras de teatro han intentado pintar a Rodolfo Walsh, de diferentes maneras, pero casi siempre mostraron su muerte o las causas de, o cómo se jugó la vida o los setenta, su costado militante. Por eso es novedoso el enfoque de Café Irlandés, la obra que dirige Eva Halac. Porque dista de ser un homenaje o un rescate de esa figura, del mito, de ese personaje todavía indescifrable de la literatura y el periodismo. Y porque no es una obra sobre Walsh solamente, sino sobre su relación con otro peso pesado: Tomás Eloy Martínez. Café Irlandés es, ante todo, una obra sobre el periodismo, los intelectuales, y sobre qué es lo que se pone en juego en esa profesión o, mejor dicho, en ese oficio. 

Está culminando la década del ’50 y una bomba estalla en una casa, la del teniente coronel Carlos Moori Koneig, el responsable de robar de la CGT el cadáver de Eva Perón. A principios de los sesenta, dos periodistas jóvenes (Walsh y Martínez) creen estar ante la noticia de sus vidas. Halac, también a cargo de la dramaturgia, imagina y reconstruye las conversaciones entre los dos hombres (Guillermo Pfening es Walsh y Michel Noher es Martínez). Sus discusiones sobre qué y cómo, y por qué y para qué.

Y también reconstruye lo que sucede en la casa del coronel (Guillermo Aragonés) y su esposa (María Ucedo). La escenografía de Café Irlandés se divide –aunque no tajantemente, pues los ambientes se van mezclando– entre lo que es la casa del coronel enamorado de Eva y las reuniones entre ambos escritores. La sala está plagada de butacas bordó. Al principio no se entiende muy bien el porqué. A lo largo del espectáculo, los asientos se utilizarán para recrear un cine y también para una escena de teatro dentro del teatro. La mujer del coronel, rubia como Evita, le regala a su esposo un momento en el que simula ser ella. Así, Halac grafica la fascinación que desataba Eva en Moori Koneig.

También esas butacas dispersas por el espacio hacen pensar en otras dos cosas: por un lado, en los desaparecidos, porque son espacios llenos de nada en los que podría haber gente (de hecho, Café Irlandés es el preludio de los setenta). Y, por otra parte, marcan que hay una ficción dentro de otra. No solamente por el episodio en el que la mujer del coronel se pone un vestido y habla de que recogerán su nombre y lo llevarán como bandera a la victoria, sino también porque ahí arriba, en el escenario, transcurre la conversación que Walsh plasmó en “Esa mujer”, el cuento en el que desembocó la investigación “fallida”. Martínez, por su parte, se ocupó de la célebre Santa Evita. Después, podría decirse que en el espacio hay sobreabundancia de objetos de época y no todos construyen sentido.

La obra muestra a dos intelectuales distintos, bien podría decirse que opuestos. Noher compone un Martínez desenfadado y hasta seductor, un periodista de cultura en una posición económica –al menos al principio– más favorable que la de su compañero en la investigación, y que joroba a Walsh con que está buscando una verdad en lugar de una nota. La plata no es un tema tabú entre ellos, pero el Walsh de Pfening se muestra más reacio a hablar del tema. A él ni siquiera le alcanza para pagar el café, pero no parece importarle mucho. El de Pfening es un personaje más denso, más politizado, impregnado de los ideales de la Revolución Cubana, aunque no siempre el actor logra dar solidez a esa imagen rimbombante. Martínez no arrastraba una historia de militancia política y tenía “otro concepto del periodismo”, en palabras de la autora. En el contraste, enamora más Walsh, aunque el pensamiento del autor de El vuelo de la reina se siente muchísimo más cercano, más acorde a la realidad actual. El público se ríe en diversas ocasiones de esa relación tirante, aunque más amable que competitiva. Hay algunos chistes que funcionan muy bien, en eso los actores se complementan.

La relación entre Walsh y Tomás Eloy es lo más interesante de la obra. La historia y la personalidad del coronel son más conocidas; ventanas perfectas para acceder a eso son las ficciones de los dos grandes autores. El personaje de María Ucedo crece en intensidad a medida que avanza la obra. Guillermo Aragonés podría generar todavía más miedo, exaltar el costado siniestro de ese coronel ambiguo. La relación entre los dos intelectuales –que aborda, entre otras cosas, las tensiones entre la realidad y la ficción– es el corazón de la obra, porque en tiempos como éstos, en los que el periodismo se debate, es valioso, oportuno, pensar qué vale más: una verdad o una nota. Y, también, rescatar –además de viejos ideales– esa certeza de que el periodismo es ir hasta el fondo de un hecho. Desnudar algo.

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