TEATRO › GABRIEL GOITY PROTAGONIZA ¿QUIéN ES EL SEñOR SCHMITT?, EN EL PASEO LA PLAZA
La obra del francés Sébastien Thiéry arranca en una anodina cena entre una pareja, pero lleva a interrogarse sobre qué y quién es cada uno. “Los personajes son unos burgueses que parecen tener la vida arreglada pero están llenos de contradicciones”, afirma el actor.
› Por Hilda Cabrera
Cuando se prescinde del principio de identidad de un personaje aparecen obras en la línea de ¿Quién es el señor Schmitt? Un interrogante y un rompecabezas que el autor francés Sébastien Thiéry plantea partiendo de una escena doméstica y anodina entre un hombre y una mujer dispuestos a cumplir con el rito de la cena. Thiéry, también actor, es un parisiense con fama de “chico malo” conquistado por el absurdo y el humor negro e influenciado por las creaciones del rumano-francés Eugène Ionesco, el argentino Copi (Raúl Damonte Botana) y el surrealista Roland Topor, actor, dibujante, escritor y cineasta francés que integró el Grupo Pánico. Autor, entre otras obras, de No hay ascensor, Dios vive en Dusseldorf, Cobayos (Cochons d’Inde), Lluvia de plata (Comme s’il en pleuvait) y El origen del mundo, muestra personajes ingenuos y confundidos, aunque deseosos de hallar un orden en el desorden. Algo de esto se verá en ¿Quién es..., obra que protagoniza Gabriel Goity, junto a Laura Oliva y elenco, en la Sala Pablo Picasso del Paseo La Plaza. En opinión del actor, ésta es “una comedia ácida y sólo en apariencia inocente y simple, porque la situación inicial se va modificando y llega a sofocar”.
Egresado del Conservatorio Nacional de Arte Dramático, Goity ha recibido numerosos premios por sus trabajos en teatro, cine y TV. Entre sus actuaciones para la escena figuran El amor, discutida obra de Sergio Bizzio y Daniel Guebel, dirigida por Cristina Banegas, donde su papel era el de un perro gran danés; La mesa de los galanes, sobre textos de Roberto Fontanarrosa; ¡Adentro!, del actor Mauricio Dayub, con quien comparte la conducción del Chacarerean Teatre, junto a Luis Sartor y Martín Cortés. También El método Grönholm, de Jordi Galcerán, dirigida por Daniel Veronese; Un dios salvaje, de Yasmina Reza y dirección de Javier Daulte; Si no fuera por esto; Gorda; Humores que matan, de Woody Allen, en una puesta del actor Oscar Martínez; Porteños; Orquesta de señoritas; Los locos Adams y Fontanarrosa. Tributo, junto a Daniel Aráoz. Ahora, en la obra de Thiéry, encuentra nuevos elementos que lo atrapan, y define: “Los personajes son unos burgueses que parecen tener la vida arreglada, pero eso es en la superficie. Ellos están llenos de contradicciones, reconocibles también en los que no pisan un escenario, en esa gente que se arma una personalidad para el afuera y otra para la casa”.
–Una estrategia que a veces se convierte en excusa por aquello de sobrevivir en un medio hostil.
–Esto de construirse distintas personalidades lleva, en última instancia, a preguntarse qué y quién soy. La obra de Thiéry contiene esa pregunta y otras sobre la comunicación a nivel personal con los extraños y con los que tenemos cerca.
–¿Estos interrogantes surgen sólo en momentos de crisis?
–No, uno puede preguntarse por su vida y por su trabajo y no estar en crisis. Pero las preguntas aparecen ante un material como éste. Cuando Pablo Kompel (el productor) me dio a leer la obra, empecé husmeándola y después la devoré. Me encantó y acepté. Pablo dudaba del final, pero yo no quise cambios. La observación es discutible. Se debía a que el autor tampoco estaba seguro. Para mí, en cambio, ése es el final, y así se estrenó. Como actor, tengo muy presente el trabajo que va haciendo el personaje hasta llegar a ese punto que también yo quiero alcanzar.
–No siempre interesa señalar un final...
–Depende a qué se llama final. Mientras uno actúa, “hace al personaje” y eso ya va marcando un camino, que puede o no ser apocalíptico. Por más que la obra no tenga un chan-chan, el personaje se presenta y el espectador tiene que quedarse con algo y preguntarse hacia dónde va la historia. En este caso, el final me fascinó, no tanto por la determinación del personaje sino por lo que nació en mí, por lo que me inspiró. Mientras leía la obra, la actuaba tratando de recrear emociones. Al comienzo me decía que era una comedia blanca, después absurdista, porque tiene reminiscencias del absurdo sin serlo. Inquieta y hasta es asfixiante. Tiene el humor que a mí me gusta.
–Una característica del autor es el humor dialogado. En cuanto a su oficio, ¿se pregunta qué o quién es?
–No, ¡gracias a Dios!, no. Esa es una ocupación de los psiquiatras. Si entrara en eso, significaría que estoy en problemas. Para mí, la actuación es puro placer. Me inquietan, en cambio, los plazos fijos. En el teatro me gusta todo: ensayar, investigar y trabajar con directores como Javier Daulte. Esta es la segunda obra en la que me dirige. Viéndolo, me doy cuenta de que yo no podría dirigir nunca. Tiene un don increíble y una gran paciencia. En el teatro todo es alegría. Un privilegio. Las sofocaciones las tengo en mi vida privada y no en el teatro.
–¿Trabajar el humor es otro privilegio? El humor y la filosofía “de bolsillo” de Olivetti, por ejemplo, su personaje en La mesa de los galanes.
–¡Hermoso personaje! Me reencontré con ese material buscando monólogos con Daniel Aráoz para nuestro espectáculo sobre cuentos de Fontanarrosa.
–“Lo peor de la soledad es no poder compartirla”, decían aquellos seductores sin suerte. ¿Existe ese tipo de galanes?
–No. Aquéllos enfrentaban la derrota con nobleza. Ahora, ni los seductores ni la gente común se entregan a la derrota. Le tienen tanta pavura que la disfrazan. Son incapaces de reconocer los propios errores. Entran en pánico ante la sola posibilidad del sufrimiento. Fontanarrosa le ponía humor a esas pérdidas. Les imprimía grandeza. En el seductor, el pánico lo lleva a decir que la culpa es de la mujer o que su enamoramiento acabó y ahora es feliz. Los de La mesa... se parecían al “caballero andante”, se bancaban el sufrimiento, le ponían el pecho. Estaban influidos por la literatura que se leía en ese momento y por las grandes historias de amor. Esta es una época nihilista, también en esas cuestiones.
–Distinto era también el humor de su Homero en Los locos Adams...
–Esa fue una experiencia extraordinaria. Nunca había hecho algo así. Tuve que adquirir el oficio del musical: cantar, bailar y actuar con el rigor que exigían los directores extranjeros, los residentes y la partitura de Gerardo Gardelín. Todos buscábamos la excelencia.
–¿Es así en nuestro teatro?
–El mundo teatral argentino es fascinante. Tenemos talentos y obras para todos los gustos. Después aparecen cuestiones, dificultades externas al trabajo en sí pero, fuera de eso, somos teatralmente fuertes. Tenemos estudios. Yo empecé en el Conservatorio y seguí en el teatro independiente. Fui actor del off-off, trabajé en grupos y en el Teatro San Martín. Desde 1981 hasta la fecha no he dejado de hacer teatro. Me tocó hacer el servicio militar, pero me permitían salir por la mañana para estudiar en el Conservatorio. Fui un colimba veterano. Estuve dieciséis meses en el Regimiento. Ahí nos preguntaban qué hacíamos como civiles. Algunos decían que estudiaban medicina, otros, abogacía... Yo decía teatro. Les parecía raro... Fui la “nota de color” en el Regimiento y en el Conservatorio. Me miraban como a sapo de otro pozo.
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