TEATRO › OPINION
› Por Rodrigo Cárdenas *
La emoción de estar en una tribuna, principalmente de visitante, es algo que no tiene comparación alguna con nada. Los personajes que allí conviven, las formas, las fantasías, la pasión en su punto más álgido y el carácter único del evento hicieron mella en mí desde muy chico. Me enamoraron esos momentos, esa intensidad, ese impredecible devenir.
Más adelante, entrando en mi adolescencia, más dolorosa que mi infancia, me enamoré perdidamente del teatro: de su mística, del misterio, del ensayo, del encierro, de su luz artificial, de los bares en previas y finales, del estreno. De la ilusión.
Amo las dos actividades y encuentro que tienen varias cosas en común. Sobre todo una: no gano guita con ellas. En el fútbol comparto con otros el amor por la academia Racing Club y casi nada depende de mí. Sin embargo, no hay vez que no llore cuando sale mi equipo a la cancha. Por otro lado, en el teatro pongo enteramente mi cuerpo y sufro, y me divierto, y me río, y encuentro otro tipos de emociones que me pertenecen y me hacen feliz.
La distancia absurda que “aparentemente” hay entre ambas actividades (por los prejuicios lógicos de ser uno una actividad artística y otro un deporte) fue lo que primero me impulsó a tratar de juntarlos. Siempre quise contar las historias que se me representaban en mí como hincha de Racing.
En 1987, desarrollé Hijos nuestros, mi primera obra como autor, basada en la bengala que asesinó a Roberto Basile en la Bombonera el 3 de agosto de 1983. Intenté mostrar la tragedia de los argentinos, justamente en el fin de la dictadura, y lo que significaba para mí eso de estar “atrás del arco” conviviendo con el afán de poder de aquellos que intentaban estar “arriba del paraavalanchas” que siempre representó el estamento más importante dentro de la hinchada. Mostré el robo de banderas, la persecución, la pasión y la muerte. No me guié por cuestiones periodísticas, sólo me ceñí a las imágenes que me había disparado aquella noche trágica y eso devino en ficción pura.
Luego, debido a las frustraciones que me producía la interminable odisea de Racing hacia el campeonato, armé una obra de dos personajes llamada El día de los dedos, donde un personaje típico de oficina, altamente identificado con Racing, iba en busca de su identidad a una supuesta psicóloga de origen dudoso y aquel intento de sanación se convertía en un calvario para el protagonista, quien redescubría sus traumas, recalando en su tormentosa infancia.
Cuando los actores y actrices con quienes había trabajado empezaban a querer correrse de este mundo apasionante del fútbol dentro de un teatro, decidí hacer el unipersonal con el que estuve quince años en cartel y recorrí el país: El caso RC. Casi una obra referencial que cuenta la historia de un hincha de Racing desde aquellos tiempos del equipo de José hasta el título de 2001, pasando por la visión del padre del protagonista que vio la epopeya del tricampeonato hasta la mirada emocionada de su abuelo disfrutando de los años gloriosos del amateurismo. Una obra de ida y vuelta con la gente que me sigue haciendo feliz.
Para mí en la tribuna de Racing está el mejor de los teatros, están los más apasionantes conflictos, la irreverencia, la transgresión, la alegría, la frustración y la esperanza. En Racing conviven todos los personajes que uno pueda imaginar en cualquiera de sus géneros, lo que demuestra una vez más que el fútbol y el teatro no son parientes lejanos. Menos en este club, que es el que tiene mayor cantidad histórica de hinchas artistas. Ellos, como yo, saben que Hamlet también era de Racing.
* Director, actor y autor teatral. Fanático de Racing.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux