TEATRO › EL ANGEL DE LA CULPA, DE MARCO ANTONIO DE LA PARRA
La obra del dramaturgo chileno transcurre en la habitación donde un muchacho flaquito, que supuestamente asesinó allí a su amante, es interrogado de manera inusual por un detective. Son notables las actuaciones de Walter Bruno y Osmar Núñez.
› Por Paula Sabatés
La luz asoma, la música se va apagando y una imagen que parece obtenida de una típica película policial norteamericana se aparece dando lugar a la primera escena de El ángel de la culpa. Lo de escena es una forma de decir, porque no habrá interrupción de la acción –sí varios silencios, pero no entradas, ni salidas, ni apagones que señalen cambios de acto–, y durante los 70 minutos que dura la obra siempre se verán sobre el escenario los dos personajes que llevan adelante la trama. Escritos y delineados por el chileno Marco Antonio de la Parra, uno de los dramaturgos más celebrados del país trasandino, ellos son un detective (cuya vestimenta reúne todos los lugares comunes del imaginario “detective”) y un muchacho, joven, flaquito y con el torso desnudo que, así de indefenso como se lo ve, está acusado de haber asesinado a su pareja o amante.
La pieza transcurre en la habitación donde fue cometido el crimen y refleja el interrogatorio que el primero realiza sobre el segundo. Pero la indagación no es común y corriente, primero porque el detective ya asume la culpa del acusado (“¿A qué hora lo hiciste? ¿Qué relación tenías con él?”), privándolo de toda defensa, y luego porque el chico no contestará nada, ni dirá una sola palabra hasta el minuto final de la obra. Así, se trata más bien de una especie de soliloquio donde el detective aprovecha la situación del muchacho para revisar la suya, que manifiesta desdichada y contraria a la que la sociedad podría pensar de un policía de su rango. “¡No! Los detectives no la pasamos nada bien. Te equivocás. ¿Dónde creés que estaba ahora? Solo, en una pieza mucho más chica que ésta, con un televisor viejo, viendo una mierda de película porno”, se queja el protagonista.
Además de su situación económica y social, el detective compara el presunto asesinato del muchacho con una situación personal que vivió con una amiga de su hija, de quien se enamoró y a quien aparentemente dejó morir en un accidente. Esa traspolación –de culpas, de excusas, de tristezas– de a ratos lleva a pensar que El ángel de la culpa es otro texto artístico más que se alinea con El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde o El club de la pelea, por nombrar sólo algunos, y se mete con el trastorno de identidad disociativo. No es algo que sugiera el texto, ni tampoco la caracterización de los personajes (nada físico en ellos hace pensar que se trata de la misma persona, ni mucho menos), sino una posible lectura que responde más bien a la asociación, y por ende al conocimiento de esos otros materiales que trabajaron con la personalidad múltiple. El elemento más significativo para esta posible lectura puede verse en los gestos que hace el muchacho, que parecieran ser ilustración de las palabras del detective, como si sintieran lo mismo.
Ciertamente, las actuaciones de ambos son lo más destacable de la puesta que dirige Dora Milea. Osmar Núñez, quien interpretó con honores a Tennessee Williams en Noches romanas y a Martin Heidegger en Un informe sobre la banalidad del amor, vuelve a sobresalir con el personaje del detective. Lo suyo es una clase de actuación arriba del escenario. Sus disposiciones corporales, sus formas de decir el texto y su notable dominio escénico son una confirmación más del valioso trabajo que viene haciendo desde hace varios años. Por otro lado, mención especial merece también la actuación de Walter Bruno, a cargo del muchacho, que tiene una tarea tan difícil como la de su compañero y funciona como su contrapartida perfecta. El joven actor consigue transmitir un mundo entero con pequeños movimientos y logra que al espectador no le cueste sacarle los ojos de encima a Núñez para prestarle atención a él.
Por otra parte, si bien propone algunas estrategias repetitivas que quitan algo de verdad a la pieza (sobre todo en lo que respecta a los desplazamientos de Núñez sobre el espacio escénico), la dirección de Milea es también lograda. Como se evidencia en el programa de mano, su profundo compromiso y gusto por el texto de De la Parra la llevan a “exorcizar las zonas a oscuras”, a dar su propia visión sobre (los vicios de) la sociedad que refleja el autor. Colabora en esta producción de sentido la escenografía de Alejandro Mateo, que con su habitación de buen gusto y tendencia simétrica marca una diferencia entre un afuera de caos (la ciudad) y un adentro que pareciera impecable, aunque esconda las peores miserias.
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