Miércoles, 30 de julio de 2014 | Hoy
TEATRO › LAURA YUSEM PRESENTA FANTASMA DE UNA OBRA DE TEATRO DE 1900, DE LUIS CANO
La directora dice que, tras el reflejo de una familia disfuncional, en su nueva puesta hay “una historia subyacente de clase social, de hijos que el patrón tiene con la criada, de muertos que no se sabe si están muertos y de enamorados que tampoco se sabe si están enamorados”.
Por Hilda Cabrera
“No sé si hago teatro porque me gusta. ¡Empecé tan chica..! Fui eligiendo entre danza contemporánea en la compañía de Ana Itelman, donde me atreví a una coreografía, Las Manolas, inspirada en poemas de Federico García Lorca, con Noemí Lapzesón y Ana, la maestra, porque yo era sólo alumna. Trabajé en periodismo haciendo notas de moda con contenido social y sobre algunas contradicciones: El jean, ‘uniforme del imperio’ y furor en los ’70, era usado en las marchas tapado por el poncho federal. Después pasé al teatro y quise ser escritora. No lo soy, pero hice versiones.” Así resume la premiada directora y docente Laura Yusem sus aspiraciones y realidades. El teatro la atrapó en el inicio de los ’70 con títulos que hicieron historia: Archivo General de Indias, de Paco Urondo; La bicicleta de la muerte (pasa por Mai Lai, libreto de ópera), de Juan Gelman; Vecindades, de Máximo Soto, y ya en los ’80, con obras de impacto: Boda Blanca (premio Molière en 1980), del polaco Tadeus Rozewicz; Cámara lenta, de Eduardo Pavlovsky, y La malasangre, de Griselda Gambaro, en 1982. Hoy, tras la realización de innumerables puestas en aquellas décadas y posteriores, su trabajo no es menor. Continúa en cartel Fantasma de una obra de teatro de 1900, de Luis Cano, autor de El aullido, Comedia de un hijo, Socavón, Aviones enterrados en la playa y Padre e hijo contemplando la sombra de un día, entre otras creaciones. Fantasma... se ofrece en Patio de Actores, teatro que Yusem fundó junto a la directora y docente Clara Pizarro, en Lerma 568, donde imparte un curso destinado a actores avanzados y directores que hacen práctica de dirección actoral con los mismos alumnos. A esta actividad suma su docencia en la EMAD sobre puesta en escena para alumnos del cuarto año, y en el IUNA, para el posgrado de dramaturgia. Entre las obras que marcaron su trayectoria figura Boda Blanca, un proyecto de 1979 que la sumió en dudas: “Me habían dicho que era un estreno peligroso –cuenta–. Consulté entonces a Itelman, que fue mi maestra desde mis doce años hasta el final de su vida. ‘¿Una alumna mía tiene miedo? –me desafió–. Si tenés miedo, te levantás y te vas”. Era muy severa. Su respuesta me dio coraje, y como no pensaba irme estrené en el ’80. Bodas... era transgresora: mostraba a una familia disfuncional y desarrollaba una historia de lesbianismo”.
–Fantasma... es también reflejo de una familia disfuncional, donde cuerpos y fantasmas arrastran secretos.
–En realidad no se sabe si esos personajes están o no, y si estuvieron. Hay, sí, una historia subyacente de clase social, de hijos que el patrón tiene con la criada, de muertos que no se sabe si están muertos y de enamorados que tampoco se sabe si están enamorados. Lo más interesante de esta obra poética es su procedimiento. Lo que se va sabiendo nos remite a una obra de 1900, a hilachas de la vida que van quedando en la memoria, versiones y puntos de vista iluminados. La obra podría continuar hasta el infinito. No tiene final, y eso, en general, cuesta cuando el público espera un cierre.
–¿El planteo es semejante a Prometeo olvidado, otra puesta suya? En esa obra con dramaturgia propia y de Eugenio Soto el rescate de la memoria partía de los olvidos o de lo apenas conocido.
–De lo que uno cree que conoce, porque también se cuestiona esa creencia. En Fantasma... hay mucho olvido entre madre e hija, padre e hijo, hermanos y criados, personajes que están como velados, porque son y no son.
–¿Aun cuando intentan recuperar el tiempo perdido? La madre, por ejemplo.
–La madre fantasma aparece, pero se diluye. Quizá la más explícita es la hija que piensa matarse; también el criado. Aparte de lo escenográfico, el único objeto “real” es el revólver.
–¿Imaginó la puesta como una intriga policial?
–Sí, pero sólo como insinuación. El público hará sus lecturas porque quiere entender qué está pasando. Luis (Cano) escribe para que la gente se atreva a pensar, a imaginar. Tiene frases que en el contexto impresionan: “Tuve una enfermedad de ninguna parte” o “Todos vivimos por un poco de leche”.
–¿Acaso porque en cada uno existe una identidad desconocida?
–En cierto modo, sí. Esta obra es fantasmal, y he tenido coincidencias. En el ciclo Nuestro Teatro (Teatro El Picadero), estrené Mariposa de pies descalzos (de Luis Fernando Quinteros), con Ingrid Pelicori, una obra donde el personaje es un fantasma, y en el ciclo Autoras Argentinas, del Teatro Cervantes, La tela de la araña, de Lucía Laragione, sobre el fantasma del espía español Ramón Mercader, asesino de León Trotsky. Un día le dije a Luis: “Estoy llena de fantasmas”, y él me respondió: “Bueno, eso no es ninguna novedad; éste es un país de fantasmas”. Y tiene razón, porque estamos habitados por tantos desaparecidos. Todas las certezas que teníamos de jóvenes ya no son certezas.
–¿La certeza es hoy una aspiración?
–En otro momento, creo, era un deseo “universal”. Hoy no la busco, tampoco en esta obra, donde el proceso de realización ha sido muy bello, de ensayo y error como método. Siento que con mi trabajo he respetado a Luis, y él a mí, porque pude dejar mi sello.
–Una característica suya ha sido la relación entre espacio y texto. ¿La buscó también aquí?
–Sí, y eso viene de mi enorme amor por la buena literatura. Tuve la suerte de poner en escena a muy buenos autores, y entre ellos argentinos como Griselda Gambaro, Mauricio Kartun...
–En otra línea, a Oscar Viale...
–A pesar de que no escribía bien. Lo digo en sentido literario. Viale tenía en cambio sentido de la acción. Lo admiré. Su impronta popular era genuina. Nos peleábamos muchísimo en los ensayos de Camino negro, que estrenamos en 1983 y fue un éxito. Me corrió por la calle. La que me salvó fue Graciela Galán. En realidad, ella me salvó de varias. Viale se fue a España, y después de ocho años recibí una carta en la que me pedía disculpas. Me he peleado con varios autores. Con otros mi relación fue idílica, con Tato Pavlovsky, que es un bebé en relación con su propia escritura, porque en los ensayos y en la puesta la descubre como si fuera un actor más del elenco. Y no es una pose, es genuino. Y con Griselda Gambaro, que es para mí una presencia constante, está en mi cabeza, y tiene una ética insobornable, que la empariento con la ética de Ana Itelman. Griselda me enseñó muchas cosas de la vida, con una sabiduría llana, nunca complicada.
–¿Qué experiencia le deja la docencia?
–En los jóvenes encuentro miradas que me enseñan, aunque a veces se muestren soberbios. Es un mal de juventud. Yo también fui soberbia, pero más en la acción que en el pensamiento. Me resultó útil porque cuando empecé en la dirección teatral sólo había dos mujeres, Alejandra Boero e Inda Ledesma, ahora hay miles. Tuve que abrirme paso con cierta soberbia porque no había otra manera.
–¿Qué seguirá a Fantasma...?
–Estoy en blanco, pero esto va a pasar. Después que fallecieron mis padres no sabía qué hacer hasta que Daniel Veronese, de manera personal, me trajo una obra suya, pero yo no estaba en condiciones de dirigir. Veronese se fue sin decirme nada. Sentí vergüenza, me pareció feo mi rechazo. A los quince días, me llamó: “Te vas a llamar Tomás, tenés nueve años y empezamos a ensayar mañana”. No era la obra que había traído antes. Esta fue Cámara Gesell, creada junto a El Periférico de Objetos, grupo que integró por años.
–Otra audacia fue estrenar en 1994 Antes del retiro, del austríaco Thomas Bernhard, en el Teatro Sha (Hebraica), a sólo tres meses del atentado a la AMIA. Veronese era uno de los pocos espectadores que se encontraba en la platea. ¿Le costó decidirse por esta puesta?
–Hablamos con todo el elenco y el equipo técnico, y pedimos opinión a los que entienden de política. Es cierto que en ese momento el teatro Sha parecía ser un lugar seguro, custodiado por agentes de los servicios secretos, pero igual nos fuimos quedando sin espectadores. Era lógico. El entorno daba miedo.
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