TEATRO › NUEVA PUESTA DE LA TEMPESTAD, A CARGO DEL GEORGIANO ROBERT STURUA
La versión que encabeza en el San Martín el actor ruso Alexander Kaliaguin, de la Compañía Et Cetera de Moscú, se permite pequeñas transgresiones respecto de la obra de Shakespeare, además de desplegar un cautivante cóctel de imágenes, sonidos y efectos especiales.
› Por Paula Sabatés
Mucho se habló del carácter “minimalista” de la nueva puesta del georgiano Robert Sturúa, basada en La Tempestad de William Shakespeare. Es cierto que la propuesta que el viernes pasado se estrenó en el San Martín –y que se verá allí hasta el jueves próximo– condensa los cinco actos de la obra original en uno, y que la caja que sirve de marco para la escenografía es blanca y llana. Pero si se hace esa concesión, también hay que decir que en otro orden del espectáculo la pieza no es para nada despojada sino que, por el contrario, está llena de imágenes, sonidos y efectos especiales que se suceden en una explosión de sentido sin igual, pocas veces vista en el escenario de la sala Martín Coronado. Y que esta versión que encabeza el actor ruso Alexander Kaliaguin, de la Compañía Et Cetera de Moscú, es justamente esto: una lucha de opuestos entre lo terrenal y lo mágico, lo sencillo y lo espectacular y la pasión y la mesura.
Con un elenco muy sólido y numeroso conformado por Kaliaguin, Viacheslav Zajarov, Kirill Loskutov, Serguei Plotnikov, Serguei Davidov, Alexander Nikiforov, Grigori Starostin, Vladimir Skvortsov, Alexei Osipov, Olga Kotelnikova, Nataia Blaguij, Maxim Ermichev y Fiodor Urekin, la puesta del director que ya había sorprendido a los porteños con otras adaptaciones tiene una duración de 100 minutos (y eso que redujo a lo esencial los parlamentos escritos por el inglés). En ellos se cuenta la historia de Próspero, duque legítimo de Milán que es destronado por su hermano Antonio. Cuando el barco en el que escapa junto a su hija naufraga en una isla desierta, el protagonista se entrega al estudio de la magia. Por eso, cuando se entera de que su hermano está de viaje provoca una tormenta que hará que se encuentren cara a cara en la costa de esa isla. Pero hacia el final de la obra, sin embargo, Próspero decide perdonar a sus verdugos y abandonar la magia, entendiendo que nada puede cambiar lo esencial del ser humano.
Lo novedoso de la puesta de Sturúa, además de la (necesaria) adaptación del texto –que se dice en ruso y se traduce al español en una pantalla colocada arriba del escenario–, es el tratamiento que el director da a algunos de los elementos de la obra. Si bien “pequeñas”, realiza algunas transgresiones que le dan un nuevo sentido, muy personal, a la historia, como el hecho de encomendar el personaje de Ariel a una mujer, lo que permite fantasear con un posible enamoramiento de esta criatura aérea y el protagonista. O de potenciar el humor en los personajes de Trínculo y Stefano –quienes acompañan a Calibán, antiguo “dueño” de la isla hasta que llegó Próspero–, a los cuales dota de características clownescas que divierten y distienden al público.
Cabría preguntarse si el prolongado aplauso del público no responde más al pocas veces visto despliegue tecnológico y visual que a lo esencialmente teatral (es decir, aquello que transmiten los actores con su instrumento) y la respuesta posiblemente sea sí. Las espectaculares proyecciones que tiñen aquellas paredes blancas y los efectos que se ven en escena (personas y cosas que vuelan, objetos que se iluminan, dispositivos que bajan del techo, tormentas eléctricas, etc.) enceguecen un poco al espectador, que mira más atónito toda aquella puesta en escena que la expresión de los actores. De todos modos, todos ellos son muy buenos (se destaca Nataia Blaguij en la piel de Ariel) y aquel espectador un poco más atento podrá disfrutar sin dificultades del talento del grupo.
Sea como fuere, la pieza es valiosa porque hace con la obra de Shakespeare lo que éste hizo con el ser humano: lo desnuda. Sturúa hace especial hincapié en la última parte de la pieza, en la que Próspero decide retirar su venganza y se entrega al perdón. “Próspero conoce la magia que le permite dominar el curso de la naturaleza pero no puede cambiar la sustancia de la naturaleza humana”, dijo el georgiano a este diario, y eso es justamente lo que se subraya en su puesta: la frustración que siente el protagonista al ver que le es imposible cambiar a los hombres. Una sensación que muchos críticos le adjudicaron al mismo Shakespeare, al que vieron reflejado en el protagonista de ésta, su última obra.
Lo único que podría objetársele al espectáculo, pero que a fin de cuentas no es responsabilidad del elenco, es la altura de la pantalla donde se leen los textos. Colocada en lo más alto de la estructura de la sala Martín Coronado, complica la visión del espectador, que tendrá imagen y texto disociados por esa dificultad. De todos modos, el inconveniente no impide disfrutar de la representación y la predominancia de los efectos visuales y las imágenes poéticas por sobre la palabra dicha ayuda a superar ese obstáculo, que no es más que un detalle a revisar.
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