TEATRO › LA MUERTE Y LA DONCELLA, DE ARIEL DORFMAN, EN EL TEATRO NACIONAL CERVANTES
A diferencia de la película de Roman Polanski, que hace hincapié en el suspenso, en la versión que dirige Javier Margulis ocurre lo contrario. Es lo eminentemente político lo que está en primer plano.
› Por María Daniela Yaccar
La muerte y la doncella no es una obra amable. Pero, por las condiciones históricas actuales, verla hoy puede producir algo de alivio. Esta paradoja, este encuentro de emociones –que se evidencia con más claridad en el desenlace– tiene que ver con el sentido que el drama adquiere por estos días, aquí y ahora, en el Teatro Cervantes. En La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman, Paulina Salas cree encontrarse con el hombre que la torturó y la violó durante la dictadura. Dice reconocerlo por el olor de su piel y por su voz. Su marido, Gerardo Escobar, es un abogado que acaba de asumir la dirección de una comisión que investigará los crímenes de lesa humanidad. El hombre en cuestión es un médico: Roberto Miranda. Aparece en una noche de niebla, en la casa del matrimonio, cerca del mar.
Vale la pena citar a Dorfman: “Una mujer espera, mientras el sol se pone, que su marido retorne al hogar. La dictadura que ha plagado a su patria acaba de caer y el futuro es incierto y fluido. Durante las próximas veinticuatro horas, aquella mujer, oprimida por un secreto terror que solamente comparte con el hombre que ama, tendrá que enfrentar los rescoldos de ese miedo, tendrá que enjuiciar en su living al doctor que ella acusa de haberla torturado y violado diecisiete años antes. Su marido, un abogado que encabeza la comisión que ha de investigar la muerte de miles de disidentes bajo el régimen anterior, siente que es su deber defender al inculpado, puesto que si no se respetan las leyes y las reglas del juego peligra la transición a la democracia y la posibilidad de sanar la patria enferma y dividida. Y por cierto que si su mujer llegara a matar a ese doctor, peligra también su propia carrera de brillante abogado”.
Dorfman escribió esta pieza magistral luego de que se conocieran las resoluciones de la Comisión Chilena de Verdad y Reconciliación con el fin de esclarecer “la verdad sobre las graves violaciones a los derechos humanos” cometidas durante la dictadura pinochetista. La Comisión no incluyó en su investigación torturas ni desapariciones: únicamente casos definidos como “irreparables”. Marcela Ferradás (como Paulina), Horacio Peña (Miranda) y Carlos Santamaría (Gerardo) ofrecen su versión de La muerte y la doncella en la sala Orestes Caviglia del Cervantes, dirigidos por Javier Margulis. Esta es la segunda temporada de la puesta, que giró por diferentes provincias del país. Se presenta los jueves, viernes y sábados a las 21.30 y los domingos a las 21, hasta el 29 de este mes, en Libertad 815.
Lo más imponente del espectáculo es la actuación de Peña: cuando el doctor Miranda irrumpe en escena, todo se transforma. Se le nota un delicado trabajo físico y vocal. Una cuestión interesante es que el doctor Miranda está planteado en toda su complejidad, no como un villano. Peña entendió a su personaje. Se destaca incluso en las escenas en las que no habla, atado de pies y manos a una silla, con la boca tapada, haciendo un esfuerzo inútil por escapar de la situación en la que él solo se metió. Con el personaje de Ferradás opera la identificación: seguramente por este motivo la actriz mira al público o se acerca a él cuando Paulina está contando su tragedia. Paulina es el deseo de justicia. Es claro que esta obra, en la Argentina de los juicios, de la reparación –más allá de las deudas–, tiene otro sentido que el original. Santamaría, como ese marido cuidadoso que teme ante la posibilidad de que ella haga justicia por mano propia, atraviesa sus mejores momentos en sus diálogos con el médico.
Quien haya leído el texto sabrá de su potencia. Que tiene frases fascinantes que condensan el sentido de la Historia (“Nosotros no somos como ellos” o “Nos vamos a morir de tanto pasado”). Que cada línea ata un nudo que se desata en la siguiente, pero que vuelve a atarse; que los motivos de los personajes se van descubriendo de a poco. Que reina el misterio, cerca del mar, en medio de la niebla y la desolación. Es un texto eminentemente político y, a su vez, cargado de suspenso. No es un texto en que lo ideológico o lo moral sobresalgan al punto de aburrir. Mucho menos un texto de personajes unidimensionales. Con modificaciones, Roman Polanski lo llevó al cine en 1994, con las actuaciones de Sigourney Weaver, Ben Kingsley y Stuart Wilson. Mientras la película hace más hincapié en el suspenso del relato que en la cuestión política, en la versión que dirige Margulis ocurre lo contrario. Es lo político lo que está en primer plano, no se percibe un acento especial en las situaciones en las que la incertidumbre gobierna.
La puesta es austera. La escenografía (de Daniela Taiana) es simple. Unas bibliotecas con libros de derecho apilados, un sillón, la ventana que separa a la historia del mundo exterior, vacío e incierto. También la iluminación (Marco Pastorino) es sencilla. El mar marca su presencia en los apagones y se oye cada tanto el cuarteto de Schubert que da título a la obra. Es un espectáculo centrado en las actuaciones y en las sutilezas del texto. El final no deja posibilidad de catarsis; pensar en los últimos años de la historia argentina quizá sí.
En un texto que escribió para este diario, acompañando el anuncio del estreno de la versión de Margulis, Dorfman habló del sentido actual de la obra. El pensamiento del autor deja entrever que no habría posibilidad de catarsis bajo ningún punto de vista: Dorfman decía que este drama ahora tiene eco en Egipto, Túnez, Siria, Irán, Nigeria, Sudán, la Costa de Marfil, Tailandia, Zimbabwe, Birmania, Ucrania. “La tortura se ha aplicado de una manera más universal e indiscriminada a partir de los actos criminales del 11 de septiembre de 2001 en las Torres Gemelas, permitiendo que las naciones más acaudaladas del planeta, y particularmente Estados Unidos, justificaran y fueran cómplices, en nombre de la seguridad nacional, de los peores abusos a los derechos humanos”. Entonces, depende de dónde el espectador se pare. Quizás La muerte y la doncella siempre tenga el mismo sentido: quizás refleje esa tragedia que siempre vuelve, y la lucha de las sociedades por afrontar los traumas del pasado.
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