TEATRO › RAMOS MEJIA, DE MARIANA ARMELIN
› Por Paula Sabatés
La directora de un hospital de la provincia de Buenos Aires recibe la visita de un viejo amigo y colega, jefe de terapia intensiva, que vuelve de un viaje tras haber quedado suspendido de sus funciones por un tiempo. Cuando concursaban por el mismo puesto, él autorizó un aborto y se puso en contra a las autoridades. De acuerdo con esa práctica, que había defendido enérgicamente, ella sin embargo lo denunció para quedarse con el puesto. Pasaron veinte años y ahora es ella la que autorizó otra práctica prohibida –la eutanasia– y entonces él vuelve para amenazarla: o renuncia y le cede la dirección o la delata.
En Ramos Mejía, la nueva obra de Mariana Armelin que sube a escena los domingos a las 20.30 en Espacio Polonia, Noel y Alberto son médicos pero podrían haber sido trabajadores de cualquier oficio o profesión. Porque lo que quiere mostrar la directora y dramaturga es el vacío que queda cuando se traicionan los ideales de uno, paradójicamente, para obtener el poder necesario para concretarlos. Vacío que ella misma, en el programa de mano, define como “manojo de pulsiones”, y que en los personajes traduce en angustia, excesos, desconcierto y perturbación.
De todos modos, y aunque pudo haber optado por cualquier otro perfil para los protagonistas, la de circunscribir lo narrado al plano médico es una decisión inteligente y acertada porque en ese ambiente, más que en otros, la “moral” de los profesionales está en estrecha relación con la vida de las personas. Y aunque el espectador empatiza con las buenas intenciones de los dos para con los pacientes, se genera una contradicción al ver los manejos que ocurren en las instituciones de la salud pública, por estos días protagonistas de varios conflictos de intereses donde la política, como en esta obra, también se asoma (y más que eso). Así, es imposible no pensar cuánto de real hay en lo que se muestra, y ese es uno de los grandes aciertos de la obra.
El otro es el manejo de la puesta en escena. Con una escenografía simple, la directora resuelve el despacho del director del hospital. Y con música y un cuidado trabajo de iluminación hace lo mismo con ciertas escenas que históricamente son un desafío para el teatro. Es el caso de la escenificación del sexo, una arista fundamental de la obra. Allí se nota la astucia de la directora, que deja para el fuera de escena lo que considera necesario para conseguir verdad, y escenifica sólo aquello que suma.
Para lograr la organicidad, la directora cuenta con dos muy buenos actores. Son Estela Huergo, que encarna a una médica brava, con una gran fortaleza pero también una sensibilidad que amenaza con salir a flote, y Diego Leske, quien se carga el personaje más ambiguo: el de una persona aparentemente fría y desinteresada pero que posee una gran ambición. Ambos realizan un gran trabajo de interpretación, y salen más que airosos en la mezcla de emociones y fuerzas antagónicas que propone el texto dramático.
Sólo una cosa podría objetársele, a priori, a la pieza, y es el hecho de “naturalizar” que la mujer, para lograr un puesto de poder, debe recurrir a acostarse con un hombre más poderoso. En Ramos Mejía, Noel lo hizo con el ministro de salud, y eso es con lo que Alberto la amenaza para destronarla. De todos modos, el tratamiento de la historia que da la directora, sumado a cierta admiración de Noel por la figura de Eva Perón (lo que muestra una concepción sobre el rol de la mujer), permite pensar que se trata de una crítica de la directora. Una más de las que plantea la obra.
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