TEATRO › A LOS 81 AñOS, MURIó EDUARDO “TATO” PAVLOVSKY
Los estudios de Psicología lo llevaron al psicodrama y el teatro se convirtió en su herramienta para entender y cuestionar. Pavlovsky no sólo transitó las tablas: también se lució en la pantalla grande, y dejó varios textos de ficción y análisis del oficio.
› Por Paula Sabatés
No pudo, simplemente, dejar de actuar cuando los médicos se lo contraindicaron, allá por 2012. Aquella decisión hubiera adelantado su muerte, que llegó en la madrugada del domingo, tres años después de eso, a sus 81. Porque el teatro era para él “la vida”, tal como expresó en numerosas oportunidades y ratificó el pasado abril, cuando un reconocimiento en la Legislatura porteña lo convirtió en un ciudadano aun más ilustre de lo que era: “Si sigo haciendo teatro es porque no puedo dejar de hacerlo. Lo último que uno pierde son las ganas de luchar por lo que quiere”, dijo en esa oportunidad, cuando ya estaba enfermo del corazón, pero no del espíritu. Eduardo “Tato” Pavlovsky fue y será uno de los más grandes dramaturgos argentinos, además de un destacado director, actor, médico psicoterapeuta e intelectual de la región, y uno de los pioneros del psicodrama a nivel mundial. También alguien que se comprometió profundamente con la realidad social y política de su país, y que plasmó su visión en una de las más vastas y ricas obras del teatro argentino.
Asiduo colaborador de Página/12, en cuya contratapa publicó bellísimas reflexiones, poesía y pareceres, escribió una vez un texto en el que el narrador (¿un alter ego suyo?) afirmaba que quería morir a los 101 años. En primera persona, narraba que un buen día se levantó “con hambre de acontecimiento, de romper la rutina enloquecedora del miedo a morir, del abandono, del aburrimiento” y que entró a una iglesia metodista en la que decidió su final. Firmó un prospecto de “muerte anunciada” y cuando llegó se lo dijo a su esposa: que ya estaba “jugado” y que viviría hasta el 2035. De un profundo humor, y teniendo en cuenta su inteligencia, es de pensar hasta qué punto aquel texto fuera una simple ficción o bien una anécdota real de su vida (el texto nombra a una tal Susy, que podría ser perfectamente Susana Evans, su última mujer, así apodada, y las fechas y edades coinciden con la que él tenía al escribirlo).
En ese caso, su deseo de vivir veinte años más pasaría a integrar la lista de sus “asuntos pendientes”, que incluyen el hecho de haber dejado inconclusas las funciones de la obra que lleva justamente ese nombre (y que fue levantada del Centro Cultural de la Cooperación este año, por sus problemas de salud) o el proyecto siempre postergado de actuar a dúo a Stalin con Norman Briski, uno de los tantos grandes amigos que tuvo en el ámbito teatral. Pero injusto sería detenerse en aquellas “deudas”, mínimas en comparación con el inmenso legado del dramaturgo, que con más de medio siglo de actividad profesional deja una huella imborrable en el que hacer teatral.
Nieto del escritor y periodista Alejandro Pavlovsky, Tato nació el 10 de diciembre de 1933. Poco se refirió a su infancia, pero dijo alguna vez que fue “sencilla, pero con una ideología triunfalista, algo así como un ‘triunfa o morirás’”. Algo más complicada fue su adolescencia: tuvo asma, que después curó, y luego una “gran crisis traumática”. Así conoció el psicoanálisis, un antes y un después para él. “Empecé una vida distinta, era una especie de patito feo y me convertí en cisne”, dijo en una entrevista con ElLitoral.com.
Estudió medicina en la Universidad de Buenos Aires, pero la carrera no le gustó, entonces se apuró a terminarla y en 1957, con sólo 22 años, ya estaba graduado. Entonces decidió darse revancha y entró a la carrera de Psicología, “aunque en realidad no se puede ser psicoanalista a esa edad porque no se sabe un carajo de la vida”, dijo. Pero tampoco allí se sintió completo y cuando cursaba el tercer año, desencantado con la “ideología del psicoanálisis” (pero no con Freud, a quien reconoció como “un genial loco surrealista”), se encontró en un hospital haciendo psicoterapia y psicodrama en un grupo de niños. Y así, sin darse cuenta, se inició en el teatro, actividad que nunca abandonó. Creó, entonces, el Movimiento Psicodramático de Latinoamérica, convirtiéndose en uno de los pioneros en esa área. Ejerció por poco tiempo el psiconálisis con pacientes individuales, centrando la mayor parte de su actividad con la salud mental en el trabajo con la terapia de grupos. “Esos grupos de niños me marcaron, como cuando una mujer le cambia a uno la vida”, contó.
Una puesta de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, de mediados de la década del cincuenta, lo impulsó a seguir el camino artístico. Su primera etapa en el teatro –primero como actor, luego como director y dramaturgo– estuvo muy ligada a la vanguardia iniciada por Beckett, Eugène Ionesco y Harold Pinter. Y algo de ellos, del planteo de lo absurda que es la comunicación cuando no hay voluntad de entender, hubo en La espera trágica, su primera y muy representada obra, que escribió en 1962 y estrenó en diciembre de ese año en el Nuevo Teatro de Buenos Aires, uno de los más prestigiosos de la época. En ella ya aparecía un signo de su obra, ya que mostraba su inconformidad (y temor) con ciertos hechos políticos ocurridos por esos años.
Pero la denuncia política y el consecuente peligro que eso le trajo tuvieron su máximo esplendor una década y unos años más tarde, con la publicación y presentación de El Señor Galíndez, una de sus piezas más famosas y revolucionarias, que ponía de relieve la psicología de un torturador capaz de desarrollar su vida en una aparente normalidad cotidiana. La primera señal fue la bomba que los militares pusieron en el Teatro Payró, en noviembre del 74, durante una exitosa representación de esa pieza. La segunda, tres años más tarde, cuando a raíz del estreno de Telarañas (alegato contra el fascismo instalado en la familia), la dictadura primero allanó su casa y luego su consultorio. Entonces Tato tuvo que huir por la ventana y tomar la dolorosa decisión de salvarse en el exilio. Con pasaporte vencido, vía Uruguay y Brasil, se instaló en Madrid, donde siguió su carrera como médico.
Su regreso al país fue en 1981, para sumarse a esa inigualable experiencia que fue Teatro Abierto, ciclo durante el cual estrenó Tercero incluido. En una de sus contratapas, en marzo del año pasado, describió a aquel movimiento como “un fenómeno multiplicador que abarcó a todos, sin sujetos propios”. “El fenómeno cultural de Teatro Abierto no tenía sujeto. Se inventa sobre la marcha una nueva individuación cultural cuerpo a cuerpo. El público fue también protagonista activo del acontecimiento. El teatro descubre entonces su tremenda capacidad de acción. Se desbloquea en el acontecimiento (...) La bomba que destruyó el Teatro Picadero fue la respuesta al riesgo de la acción militante. Intentó paralizar la gesta. Meter miedo. Incendiar. Su oficio. Pero sólo logró destruir el edificio, porque la gesta rebasó la anécdota. Existía demasiada intensidad”, expresó con su pluma inigualable.
En adelante, a su destacado trabajo en teatro se sumó una carrera en cine. Muchas de sus obras fueron llevadas o adaptadas a la pantalla grande, como La nube, de Pino Solanas, una versión de su obra Rojos globos rojos. También para ese medio puso el cuerpo, protagonizando algunos emblemáticos títulos como Los herederos, Heroína, Los chicos de la guerra, El exilio de Gardel, Miss Mary y Cuarteles de invierno. Además publicó la novela Sentido contrario (1997), que se suma a su producción literaria, en la que se encuentran artículos y libros que escribió sobre teatro y psicodrama.
De la larga lista de sus obras, entre las que se incluyen Paso de dos, Poroto, La muerte de Marguerite Duras, Variaciones Meyerhold, se destacan, además de las mencionadas, Cámara lenta y Potestad, también llevada al cine. Esta última cuenta la historia de un médico apropiador, a quien a su vez le arrebatan a su hija, sumergiéndolo en una infinita tristeza. Según el dramaturgo, “se trata de mostrar la subjetividad del represor; el cual no tiene que ser malo por naturaleza, sino que se maneja con una lógica distinta”. Estrenada por primera vez en 1985, cuando según el propio autor “el tema de los raptores de niños no se veía como problema, no tenía una subjetividad en la gente”, sin embargo tuvo numerosas reposiciones que despertaron polémica, sobre todo en organismos y grupos de derechos humanos. “Los criminales y raptores de niños podían ser tiernos. Precisamente eso es lo que los convierte en individuos muy complejos. En definitiva, la represión me interesó desde la perspectiva de su ambigüedad”, sostuvo en una entrevista con Página/12.
Hasta el final de sus días Pavlovsky mostró su pensamiento comprometido por su sociedad. En Asuntos pendientes, su última obra, el dramaturgo mostró su preocupación por el futuro de los jóvenes, especialmente los de las clases más marginales. “Esta obra es la más fuerte en el sentido de los valores trucados. Es la excrecencia de una subjetividad de los excluidos en la máxima expresión. Así es mi teatro, y así seguirá siendo”, definió. Junto con Evans, Paula Marrón y su entrañable compañero Eduardo Misch, y bajo la dirección de Elvira Onetto, el mismo autor se puso al frente de esa pieza que relata el crimen de la compraventa de niños.
“Mis últimas obras (Sólo brumas y Asuntos pendientes) no son si no un intento de feroz réplica a la represión y censura del teatro en la dictadura y aun en la democracia donde funciona mucho la autocensura. El teatro debe ser en Latinoamérica una subversión a las ideas opresoras de su libertad expansiva. Siempre el teatro es subversivo, subvierte y siempre es válido su espíritu militante. Así lo pienso yo a los 80 años, todavía en los escenarios como actor y como autor”, escribió hace un año en las páginas de este diario. Y el pasado abril en la Legislatura, cuando emocionado recibió su distinción, expresó: “Celebro el entusiasmo de la juventud y también digo otra cosa: que el teatro no se va a morir mientras haya viejos que estén pensando en estrenar”. Tenía razón. Hoy el teatro se murió un poco.
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