Viernes, 8 de enero de 2016 | Hoy
TEATRO › PEPE SORIANO PROTAGONIZA EL PADRE, DE FLORIAN ZELLER
El actor encarna a un anciano que, víctima del Alzheimer, siente que su vida ha comenzado a fragmentarse en múltiples situaciones que no termina de comprender. “Esta obra es dificilísima. El autor la trabajó como haciendo un rompecabezas”, asegura.
Por Cecilia Hopkins
Saber si se encuentra en Londres o en París o si su hija ha cambiado o no de marido son cuestiones que requieren una respuesta perentoria para André, el personaje central de la obra El padre, del francés Florian Zeller. Es que este hombre de 80 años siente que su vida ha comenzado a fragmentarse en múltiples situaciones que no termina de comprender. Los trastornos en su conducta también tienen a maltraer a su hija y a su yerno, quienes se ven obligados a tomar decisiones que puedan garantizar una cierta organización de la vida de todos. Con Pepe Soriano en el rol protagónico, la obra subirá a escena hoy en el Multiteatro (Corrientes 1283) con un elenco que completan Carola Reyna, Fabián Arenillas, Magela Zanotta, Marina Bellati y Gabo Correa. La dirección es de Daniel Veronese.
Puede decirse que Pepe Soriano es un actor que, desde joven, se especializó en personajes ancianos. En 1968, a sus 39 años, la prensa ya decía que “su galería de viejos es ya casi infinita”. En ese momento, la última de las criaturas que el actor integraba a su repertorio televisivo se llamaba Don Berto. Un personaje secundario que, luego de aparecer en dos emisiones del programa Vivir es una comedia, a la semana siguiente hizo su debut en Operación Ja Ja. Una vereda de utilería y una silla de paja bastaron para ambientar las quejas sobre el yerno, los desvaríos y desmayos de la memoria de este abuelo napolitano. “Nunca ensayamos al viejo sino que lo dejamos fluir, siguiendo la línea acordada, hasta que lo llaman a tomar la leche. A veces pasan tres minutos, pero llegamos hasta los ocho sin darnos cuenta. Es que se pone tan sinvergüenza a veces, tan cretino, que cuesta pararlo, controlarlo”, describía Soriano entonces en una entrevista, como si hablase de otra persona.
Otros personajes ancianos también se recortan entre los muchos otros que integran El loro calabrés, unipersonal creado por el mismo actor poco antes de iniciarse la dictadura y que nunca dejó de presentar. Con este espectáculo recorrió el país y supo evitar el exilio en el exterior: “Fue un exilio por las provincias, donde nadie podía controlar lo que decía”, afirma hoy. Finalmente, queda mencionar el personaje de La Nona, obra de Tito Cossa surgida de una propuesta del actor, que deseaba interpretar a una vieja en una comedia para televisión y que terminó siendo “un personaje que representa al poder, sin ninguna contradicción”, según apunta el actor.
“Un viejo está vivo si no piensa como viejo”, comienza Soriano la entrevista de este diario, para luego considerar: “Con mis 86 años, soy, biológicamente, un viejo. Pero estoy tan activo que hablo de igual a igual con personas mucho menores que yo”, asegura. Entre las actividades que el actor privilegia, además de su labor teatral y su trabajo en Sagai (Sociedad Argentina de Gestión de Actores Intérpretes), institución que preside desde hace diez años, se encuentran sus lecturas: “Ahora estoy metido con la física cuántica”, comenta. “Y todo por leerlo a Ernesto Cardenal, una extraña mezcla de poeta, revolucionario con metralleta y testimonio de Dios, un jesuita que habla desde la poesía de un universo con millones de galaxias.”
–¿Se leía mucho en su casa?
–La mía era una casa de gente pobre, de mucha dignidad. Se hablaba de cosas cotidianas, estaban muy vivos los sentimientos. No había espacio para libros ni para disquisiciones filosóficas. Mis padres y mis abuelos habían llegado a la R epública Argentina no para hacer dinero sino para poder comer. Mi madre trabajaba en casas de familias importantes y fue allí donde empecé a oír el sonido del maltrato y la diferencia.
–¿Cómo llegó al teatro?
–Mi padre, que por milagro había conseguido un empleo nacional, tenía el objetivo de que alguno en la casa hiciera algo más. Y esto me tocó a mí. Después del secundario, me puse a estudiar Derecho. Pero cuando le dije que sería actor, mi padre estuvo de acuerdo y me dijo: “Si te va bien, disfrutalo, pero si te va mal, no le eches la culpa a nadie”. Debuté a los 21 años en el Teatro Colón con Sueño de una noche de verano, con dirección de Cunill Cabanellas, mi maestro. Ese día me dijo: “Serás actor, y actor de peluca”. Y tuvo razón, porque siempre fui actor de composición.
–¿Cómo procedió para componer al personaje de André?
–Hablé mucho con mi mujer, que es psicoanalista. Pero tenía que componer a un personaje verosímil, no a un enfermo real. No sabemos mucho de André, un ingeniero estructurista, de los que manejan ecuaciones. Bastante mujeriego, con algunas cosas de bon vivant. Y fantasías –ser bailarín de tap, ser mago– que luego se le incorporaron y terminó creyéndolas.
–¿Puso en juego algo de su propia experiencia?
–Sí. En los años 70, cuando estaba haciendo Lisandro (obra de David Viñas), tuve que ser internado: quedé un mes en blanco, sin recordar nada. La carpeta que me entregaron cuando salí del hospital decía “Estado confusional”. Por eso creo que un actor puede enfermarse haciendo un papel: a Lisandro de la Torre lo mató su propia sociedad, la que le entregó el revólver para que se suicidara. Y yo me estaba suicidando todas las noches.
–¿Cómo hizo para incorporar la estructura de El padre?
–Esta obra es dificilísima. El autor la trabajó como haciendo un rompecabezas. Las secuencias son todas parecidas. André, mi personaje, vive en un mundo estable, el suyo. Para él, son los demás los que entran en confusión.
–¿Se habla allí de una patología degenerativa concreta?
–Sí, aunque no se dice, la obra trata sobre el Alzheimer. El año pasado vi una película (Siempre Alice) en la que la protagonista sabe que está enfermándose y uno puede seguir el desarrollo de lo que le va pasando. Acá es diferente, porque se levanta el telón y André ya está sufriendo las consecuencias del Alzheimer, quién sabe desde hace cuánto tiempo.
–¿Qué reflexiones cree que puede despertar esta obra en el espectador?
–El padre trata sobre la mirada que tienen los jóvenes sobre los viejos. Frente al padre enfermo, ellos se preguntan “¿Qué hacemos, lo encerramos, lo dejamos en casa? Pero, ¿quién lo tolera?”. Trata sobre un conflicto social muy grande.
–¿Qué percepción tiene de lo que pasaba con los viejos cuando usted era joven?
–Antes era muy diferente. Aquélla era una sociedad más respetuosa, pero también más hipócrita y pacata. Un día explotó y salió todo. El geriátrico es un invento moderno. Hoy hay que trabajar fuera de casa muchas horas. Hay una inducción permanente al consumo. Y, por otro lado, existen los medios para prolongarte la vida aunque no se sepa qué van a hacer con uno.
–¿Cree que es difícil evitar la descalificación social que pesa sobre la vejez?
–El viejo puede defenderse estando en actividad, haciendo cosas. Un viejo está vivo si no piensa como viejo. Biológicamente, yo soy un viejo. Pero sin embargo estoy vivo: desde hace diez soy presidente de Sagai, un trabajo que me demanda muchísimo con los 5000 asociados que tenemos. Ahí hablo de igual a igual con los de 25, con los de 30. Tengo mucha polenta, milito en la vida como si tuviera la edad de ellos.
–¿Hay algún punto de contacto entre André y la anciana que hizo en La Nona, de Roberto Cossa?
–No, ninguno... El personaje de la Nona tiene una posición física y mental que va en una sola dirección. Y como representa al poder, tiene el solo objetivo de ejercerlo. André, en cambio, vive en medio de muchas contradicciones.
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