TEATRO › PEPE CIBRIáN CAMPOY Y EL REESTRENO DE DRáCULA, EL MUSICAL
Desde hoy, y a propósito de su vigésimo quinto aniversario, el musical que revolucionó al género en el país se presentará durante doce semanas en el Astral, con elenco renovado: 22 artistas en escena y una orquesta en vivo dirigida por Angel Mahler.
› Por María Daniela Yaccar
Pepe Cibrián Campoy es tan particular. Camina por los pasillos del teatro Astral luciendo la peluca de Lucy, personaje de Drácula, y perseguido por su perro, Quijote. Lo lleva a los ensayos, viaja desde Pilar con él (donde tiene su “mágica” casa y cuatro perros más), porque dice que prefiere estar acompañado. Quijote es hermoso y exótico: un ovejero color crema que se recuesta en el piso frío del camarín durante toda la entrevista y, simplemente, duerme. Cibrián pasea con la peluca larga y castaña por los pasillos y además del perro lo escolta un grupo de jóvenes, parte del elenco del espectáculo, festejando el chiste; y él dice que hace este tipo de cosas, medio clownescas, para calmar los nervios previos al estreno. En una hora, responde un sinfín de consultas sobre otras pelucas y detalles del show, a cada uno que se le acerca. Luce camisa estampada, lentes grandes y una llamativa cantidad de anillos en ambas manos, algunos adquiridos por él en sus viajes, otros con una historia afectiva. Cibrián tiene una historia para todo.
En este caso la que va a contar es la de Drácula, el musical, definido por muchos como el más emblemático del teatro nacional, visto por más de 3 millones de personas, en la Argentina, Brasil, Chile y España. Creado por Cibrián y Angel Mahler, estrenó en agosto de 1991 en el Luna Park, que sorpresivamente –para sorpresa del mismo director, incluso– se fue llenando de espectadores. A la cabeza del elenco de más de 60 artistas estaban Cecilia Milone (Mina), Paola Krum (Lucy) y Juan Rodó (Drácula). El también está al frente de la versión 2016 de la historia criolla del vampiro. Desde esta noche, y a propósito de su vigésimo quinto aniversario, el musical que revolucionó al género en el país se presentará durante doce semanas en el Astral, con 22 artistas en escena y una orquesta en vivo dirigida por Mahler. Josefina Scaglione (protagonista de Amor sin barreras en Broadway) interpretará a Mina y Florencia Benítez (El jorobado de París, Violetta y Priscilla, la reina del desierto) a Lucy. El elenco lo completan Nicolás Martinelli, Adriana Rolla, Juan Pablo Skrt y Damián Iglesias, en los roles protagónicos. Las funciones son de miércoles a domingos en Avenida Corrientes 1639.
Mahler y Cibrián han hecho muchas cosas juntos, como Las mil y una noches, Otelo, El jorobado de París, Dorian Gray y El fantasma de Canterville. Hay un consenso de que, entre todo lo que han hecho, Drácula es el emblema. El gran musical argentino nació de una crisis, como sucede muchas veces con el arte del bueno. En el verano de 1991, Pepe Cibrián habitaba una casa hipotecada. Crisis económica y también emocional: habían producido con su madre, Ana María Campoy, un musical (Las dulces niñas), al que no había ido a ver “absolutamente nadie”. Unos amigos lo ayudaban con la hipoteca. Su madre estaba sin trabajo. Su papá, José Cibrián, había padecido un derrame cerebral un año antes. El 15 de febrero de 1991 –recuerda la fecha exacta– a Cibrián Campoy se le ocurrió una idea: llamar a Tito Lectoure, del Luna Park. “Yo no lo conocía. El pensó que yo era mi padre. Le pedí una entrevista y cuando colgué me dije: ‘¿Y ahora...? ¿Qué le llevo?’”.
“Drácula”, pensó. Se había enterado de que Lectoure planeaba traer, de Estados Unidos, El fantasma de la Opera, cosa que al final no pasó. Y asoció: Drácula. No había leído el libro ni visto una sola película. Pero fue al día siguiente a encontrarse con Tito Lectoure y, dice, le contó una obra. “Esto lo aprendí de la lucha de mis ancestros y de mis padres. Hay que salir adelante. Luego tenés que solventar eso, ¿verdad? De nada sirve el delirio si luego sos un imbécil que no sabe manejarlo”, aconseja. Se encontró con Ernestina Lectoure (tía de Tito, y dueña del Luna Park), le hizo la propuesta, aceptó. “¡Eran 5 mil entradas! Nadie pensaba que iba a ir alguien. ¿Por qué iban a ir? La gente no podía entender por qué apostaban por este señor no comercial y gente desconocida”, cuenta. Hasta le inventaron un romance con Tito Lectoure. “Una vez le pregunté: ‘¿por qué lo hiciste?’. Me dijo que era porque estaba acostumbrado a hacer campeones. El me hizo campeón.”
Para la primera función se vendieron 500 de 5 mil entradas. “Tito me dijo: si un día te digo ‘sonreí’, es porque vas a llenar el Luna Park. Fueron pasando los días hasta que llegó el sábado, teníamos dos funciones. Lo llamé. ‘Sonreí’, me dijo”, relata Cibrián. Aquél sábado metieron 10 mil personas. Y en las siguientes funciones, el Luna Park siempre estuvo lleno. “Todo el mundo apostaba a que no iba a ir nadie. ¡Cuarenta Luna Park! ¡Es un delirio! Julio Bocca hacía diez, el Puma Rodríguez ocho... fue esa magia, que sigue existiendo. La madre la vio en aquél momento, después la hija, después la nieta... lo ven y lo ven. Vienen jóvenes, siempre muchos, disfrazados de Drácula, de Mina, de Lucy. Con pancartas, cantan la obra con nosotros. Es un fenómeno único e irrepetible, lo cual no quiere decir que sea lo mejor que hice”, reflexiona el actor.
Hubo cinco temporadas de Drácula en el Luna Park (1991, 1992, 1994, 1997, 2000); dos en el Opera, una en el Roxy de Mar del Plata (1993); otra en el teatro Del Lago, en Villa Carlos Paz (Córdoba); otra en el Astral (2011) y cinco giras nacionales (1992, 1998, 2004, 2007, 2011).
–¿Tiene alguna explicación de por qué pasó y pasa esto con Drácula?
–Trato de tenerla, pero en el teatro nunca dos más dos es cuatro. Cuando escribo o pienso un espectáculo me tiene que gustar a mí. Y deseo que le guste a la gente, claro, porque vivo de esto. Pero con Drácula no tuve tiempo de nada: en febrero me contestaron “hagámoslo” y en agosto había que estrenar. Tenía que escribir el libro, la música, tomar pruebas, hacer la preproducción y los ensayos. Se gastó un millón de dólares y en diez días estaban recuperados. Recién ahí me enteré de lo que iba a ganar. Fue muy gentil lo que me dieron.
–¿Al momento de sentarse a escribir no había leído el libro ni visto películas?
–Nunca había adaptado una novela. Pensaba que uno tenía que seguir el orden establecido por el autor. En un momento empecé a ver películas y me di cuenta de que cada director había hecho lo que le daba el forro de las narices. Tomaban Drácula (la novela del irlandés Bram Stoker, de 1897) e inventaban. Todas las chicas en la prueba querían hacer a la condesa, no sabían que existían Mina ni Lucy. La condesa es preciosísima, pero hay un error de dramaturgia: aparece y no se desarrolla más. Lo dejé siempre por cábala. Me cuesta modificar. Pero trabajo mucho sobre lo que voy entendiendo de los personajes con los años.
–Cada cinco años Drácula reestrena y cambian algunos intérpretes. Entonces, algunas cosas necesariamente son reelaboradas, ¿no?
–Claro, al estar frente a otra actriz, como Josefina, que es de puta madre... más allá de que es una gran cantante, es una gran intérprete. El actor de musical debe interpretar las palabras, no sólo cantarlas. Hay actores a los que les sacás la música y son un desastre, no entienden por qué dicen lo que dicen. Cada vez que hacemos Drácula vuelvo a sentir aquél momento mágico del estreno: Hernán Kuttel estrenó en su momento, con 18 años, y hoy es mi mano derecha. Nada mejor que darles espacio a los jóvenes que se han formado conmigo. Me causa un placer de padre. Un buen padre es aquél que trabaja para que sus hijos lo superen. Los amo. ¡Juan tenía 24 en 1991, ahora tiene 49! No lo puedo creer.
–¿Qué es lo que más le gusta de su Drácula?
–Lo que más me gusta es lo que dice él al final: “¿Qué sentido tiene la inmortalidad si no estás a mi lado?”. Me gusta pensar que alguien deja el poder con alegría en función de una mayor felicidad. Me conmueve la parte de niño de él, que es la mía. Uno siempre está en sus obras. Trabajé un Drácula muy solitario porque tuve una infancia solitaria, por la vida de mis padres. Siempre había una madre en mis obras. En Drácula, en la novela, no hay madre. Entonces inventé a Nany, una madre sustituta. De Drácula me gustan el juego, la pasión y que es sanguinaria sin sangre. Nadie va a asustarse. Hay un efecto al final de un bicho que sale, ¡y lo aplauden más que a Juan! Me gustó mucho jugar con el romanticismo. Mi Drácula es un gran melodrama. No es un género menor, es de emoción, no es una tragedia ni una comedia. Y tiene un ritmo que hoy sigue teniendo. Siento que dentro de 25 años, cuando no sé si estaré, van a seguir haciendo Drácula.
–¿Es común en usted el hacer bromas para distender los nervios del estreno?
–Tengo fama de difícil y no es verdad. Confunde la gente, en un país tan poco disciplinado, la disciplina con ser difícil. Soy muy fácil: hay que ser puntual, saberse la letra y tener buena onda y compromiso. El teatro es vertical, no hay democracia. El capitán es el responsable. Es padre, madre, contención. Un ensayo es hacer trapecio con red. El día que estrenás no la tenés y no podés caer. Esto requiere concentración, dedicación y pasión. Hoy hay muchos jóvenes, y no tan jóvenes, que se cansan rápido. No quieren ensayar o llegan sobre la hora del espectáculo. Yo, cuando actúo, estoy tres horas antes en el camarín: me gusta olerlos, los decoro, me siento, escucho música. Estoy embebido. Cuando no pasa eso, se privan de lo más bello. El tránsito al escenario. Pepe no es difícil. Es comprometido. Y cuando soy actor soy muy respetuoso con mis directores.
“No hay nada que disfrute más que actuar: es un placer”, dice Cibrián. Entre sus últimos trabajos en el teatro se encuentran Priscila, la reina del desierto (con dirección de Valeria Ambrosio, en febrero de 2014), El hombre de la mancha (enero de 2015) y Tiempos relativos (con dirección de Ricky Pashkus, octubre de 2015). A mediados de este año actuará junto a Ana María Picchio y Luis Machín en El vestidor, del sudafricano Ronald Harwood, con dirección de Marcos Carnevale, una obra que hicieron Federico Luppi y Julio Chávez. Carnevale, además, lo dirigió en su debut cinematográfico, el año pasado: fue el hermano de Graciela Borges en El espejo de los otros.
–Cuando no es capitán del barco, ¿se relaja más?
–En ese caso, todos los problemas son del director y del escenógrafo, ¡que se encarguen ellos! Sé muy bien mis roles. Soy un hombre de teatro. Si acepto que me dirijas, soy el más sumiso y responsable. Y si no me gusta, me voy.
–El año pasado participó en cine por primera vez, ¿cómo se sintió?
–Marcos es un director antológico y yo sé escuchar mucho. La Borges me ayudó mucho desde su profunda sapiencia. Hacíamos a dos hermanos, o sea que estábamos mucho tiempo juntos. Además, la conozco mucho. Los técnicos, todos, nos llevamos bárbaro. La fama que yo tenía ahí era de ser difícil, me causaba gracia. Hay que ser gentil y respetuoso, saludar al boletero, porque si tiene mala leche no vende entradas. A mis elencos les enseño a saludar al maquinista, porque si te tira el telón mal te cagó el monólogo, y al sonidista, porque si te apaga el micrófono no te escuchan. Pero no por demagogia, sino por valorizar el trabajo del otro. Todos somos protagonistas de un hecho artístico. No sólo el divo.
–¿Cómo ve el musical de las nuevas generaciones?
–Hay un movimiento muy interesante en el teatro alternativo. Lo único que les digo a los jóvenes es que hagan mucho. De pronto hay autores que tienen éxito y después están cuatro años sin hacer nada. Antes de hacer, a los 28 años, Aquí no podemos hacerlo, la primera de mis obras que tuvo repercusión, me iba muy mal. Un día en el que estaba muy enojado, harto de fracasar, charlé con un empresario de la época que me dijo que nunca había fracasado, porque, para eso, primero tenía que tener éxito. La “tinellización” de la cultura hace que muchos ignoren que el éxito se consigue después de haber luchado años, durante los cuales, al principio, te ven tres personas. Esos programas generan en algunos la fantasía de que el éxito es ensayar mucho un mes. Pero tenés que estar veinte años. No desvalorizo ese trabajo, pero la vocación profunda es no dormir. A mí no me detuvieron ni el fracaso ni el éxito: a los 43 llené el Luna Park. Muchos autores, después de un éxito, no hacen más por temor al fracaso. Nunca me importó eso. Vivo bien ahora, pero si me siento humillado por algo, vendo todo y me vuelvo feliz a un ambiente. Tengo colección de cuadros y cosas, pero me desprendería inmediatamente. De lo único que no me desprendería es de mis perros. Y de Santiago (su pareja), claro.
–¿El dinero nunca fue un objetivo?
–Le juro por mamá que no. Yo fantaseaba, sí, con llenar un teatro.
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