TEATRO › OPINIóN
› Por Juan Rodó
Recuerdo como una imagen onírica aquel primer Drácula del 91, y especialmente la filmación de la primera publicidad promocional que hicimos en un Luna Park recién armándose. Yo jugaba por primera vez a ser el conde, en un espacio que no era el escenario, sino las butacas desarmadas, o por armarse. Todo fue armado como si fuera una película, incluso se utilizaron grúas para filmar. Recuerdo, también, la primera conferencia de prensa, en la que mostrábamos los vestuarios de Drácula, como en una especie de desfile. Recuerdo todo aquello como un sueño que jamás soñé alcanzar, esto de interpretar a semejante personaje emblemático, que generó en el público ansias de volver a verlo. Ese Drácula, al que recuerdo vagamente –casi como un recuerdo de mi infancia– es hoy sólido, tiene 25 años y es muy real. Jamás pensé en la perdurabilidad de ese sueño: me cuesta creer que, después de tantos años, siga vigente. Creo que, al principio, era un joven inconsciente de lo que me pasaba, sentía adrenalina, una ensoñación comparada sólo a un enamoramiento. Y la verdad es que no lo volví a sentirla con ninguna obra en ese calibre. Con Drácula logré estar volando.
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