Sábado, 16 de abril de 2016 | Hoy
TEATRO › EMILIO GARCIA WEHBI HABLA DE SU PROVOCADORA OBRA EL GRADO CERO DEL INSOMNIO
Con su nueva puesta, el director y artista multidisciplinario enuncia una crítica a la “normalidad” de cierta clase media y al “teatro de living”, pero asegura que es “una excusa para hablar de la negación de la condición de lo femenino en el arte, la cultura y la política”.
Por María Daniela Yaccar
“Esto es apenas un pobre ejercicio performático pensado para que Stanislavski y sus secuaces se retuerzan en sus tumbas”, adelanta una de las actrices al comienzo de El grado cero del insomnio, última propuesta de Emilio García Wehbi. Suerte de conferencia con estética de cabaret, la obra hace carne una tesis que conecta con postulados de Slajov Zizek, respecto de “la farsa de la corrección política y su derivado escénico, el teatro de living”. “Decidí hacer una asociación entre la idea de la normalidad en el teatro y cierta normalidad de la clase media políticamente correcta, que es una cáscara vacía”, define el director y artista multidisciplinario, uno de los más provocadores de la escena actual.
El “teatro de living” es el concepto fundamental del espectáculo, el que utiliza para plantear una crítica a “un teatro tradicional y conservador que se enuncia progresista”. “Es el teatro de puertas, donde hay una familia, por lo general disfuncional. Es una práctica con más de quince años en la Argentina, que suele ser refrendada por la reproducción sistémica de una forma de hacer teatro. La cuestión no es el tema, sino la forma. El teatro de living a veces se disfraza de otra cosa: biodrama, teatro relacional, performance... pero siempre tiene el mismo espíritu colonizador”, explica García Wehbi a Página/12. Todos los circuitos tienen cabida en su crítica: el comercial, el oficial y el independiente.
Sin sutilezas, la conferencia performática avanza entre coreografías, postulados teóricos, desnudos y situaciones desopilantes, y transcurre ante un álter ego de Zizek. Aparecen temas como el matrimonio igualitario, el budismo y el aborto. El grado cero del insomnio estrenó en vísperas del balotaje presidencial y fue adaptada para su reestreno en otra coyuntura (sábados a las 23 en el Teatro Beckett, Guardia Vieja 3556). “En el estreno el discurso apuntaba al progresismo, en un contexto donde, para mí, había producido significantes importantes pero de significados bastante dudosos. En 2016, siendo Macri presidente, eso quedó viejo. Hubo que encontrar el equilibrio para que el dispositivo siguiera funcionando en su modo más profundo”, cuenta el director, que se define como “anarco marxista”. “Pero definirse puede ser peligroso –advierte–. Puede ser una enunciación a la Zizek: enuncio esto pero mi práctica es plenamente capitalista. Y ésta es la contradicción”.
El elenco lo integran Rosario Alfaro, Camila Carreira, Erica D’Alessandro, Mateo de Urquiza, Alejandra Ferreyra Ortiz, Soledad García, Cintia Hernández, Victoria Hernández, Mariana Moreno y María José Salinas. “Me sirvió mucho haber trabajado con materiales de Zizek, porque entiende a la corrección política como expresión de la pospolítica. No como un verdadero progresismo sino como simulación, que en su interior es profundamente reaccionaria”, critica. “La práctica artística es política en el sentido más profundo, no en sentido ideológico. Porque la ideología, según Zizek, no es enunciación sino práctica”, define el artista, que el último fin de semana de mayo mostrará La Chinoise (una performance posmaoísta) en el Espacio de Arte de la Fundación OSDE. Se trata del segundo trabajo de la Columna Durruti, integrada por él, Maricel Alvarez, Julieta Potenze e invitados.
–¿Cuál fue el proceso de construcción del espectáculo?
–Trabajo hace varios espectáculos la reflexión acerca de la condición política de lo femenino, como una potencia, como cuerpo sometido en relación a la historia del Hombre. Todo esto, hablar de ideología, progresismo y teatro de living, es una excusa para hablar de la negación de la condición de lo femenino en el arte, la cultura y la política. Convoqué actrices, todas de armas tomar, con mucha energía escénica. Elaboré la dramaturgia a partir de Zizek, la obra empezó a articularse y comenzaron los ensayos.
–¿A qué se debe la proliferación del “teatro de living”?
–Hay una cuestión epocal. El teatro en los 90 fue muy disruptivo en términos de formalidad. De 2013 en adelante, aparece la recuperación del dispositivo del discurso político, que se banaliza porque no calza dentro de la forma, sino de la enunciación. Aparecen obras que empiezan a ser muy efectivas, especialmente en su nivel de éxito y de viajes al exterior. Los artistas empiezan a querer hacer obras con familias en las que hay un tonto que dice las verdades del mundo, para que los inviten a festivales. El dispositivo mercadotécnico anula las posibilidades formales del teatro. El público se identifica y dice: “la obra piensa como yo, entonces está bien”. Los factores del teatro de living son históricos, políticos, coyunturales, mercadotécnicos, económicos, de condiciones de producción, formales... Con el dinero que dan las instituciones que apoyan el teatro, alcanza para comprar un sillón de dos cuerpos y una lámpara de pie. Por lo tanto, hacen un living, que es el dispositivo escenográfico del teatro comercial.
–¿No le genera conflictos criticar tanto a sus colegas?
–No mezclo la relación personal con la práctica. No soy un sujeto demasiado social dentro del ámbito. Tiene que ver con mi naturaleza y quiero evitar condicionamientos a mi obra. Pero no doy nombres ni me interesa, sería amarillismo: el espectador los construirá. Muchos de los que critico en términos de práctica son mis amigos. Si alguien se siente ofendido por una obra de teatro independiente, algo no funciona en nuestra relación. No me quito la posibilidad de pensar críticamente mi práctica porque es parte de mi estética reflexionar sobre ella. He tenido algún tipo de roce, pero es una ingenuidad darse por aludido cuando no hay alusión directa.
–En uno de los momentos más ásperos de la obra se critica al teatro que remite a los desaparecidos. No obstante, usted apunta a formas y no temas. ¿No?
–Obviamente, no es un discurso negacionista, sino crítico. Hay que reflexionar sobre procesos y condiciones históricas, no darlos por sentado como enunciación vacía. La práctica artística debería trabajar en una dialéctica con el espectador, de modo que no sienta empatía, identificación ni rechazo, sino una tensión. El público se tiene que posicionar y debatir sobre aquello que está viendo. Tiene que tomar posición ideológica, estética, sensible o emocional, dependiendo de adónde apunte la obra.
–Con tantos postulados críticos, el espectáculo deja una sensación de impotencia...
–El arte no es resolutivo. No tiene que dar respuesta. Tiene que generar interrogante. Es el enigma. Tiene que resolverlo el que está siendo interrogado. Debe construir una especie de malestar y no una solución; si no, pareciera que el arte sabe más que el espectador y que le enseña el camino.
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