TEATRO › ALFREDO MARTIN PRESENTA SU VERSION DE LOS DERECHOS DE LA SALUD
El dramaturgo y psiquiatra encara la clásica obra de Florencio Sánchez desde aristas impensadas: “La dramaturgia habilita cierta denuncia en el terreno de lo social, una trama de un orden psicológico muy fuerte y la inclusión del aspecto científico”.
› Por María Daniela Yaccar
Alfredo Martín, artista y psiquiatra, dirige su versión de un clásico de Florencio Sánchez, Los derechos de la salud. Esta obra, de 1907, es la historia de la enfermedad de Luisa, quien tiene tuberculosis y regresa de una estadía en las sierras. Entre otras cosas, el espectáculo deja ver las actitudes que toman sus seres queridos ante el inevitable final, como el cuidado extremo que puede terminar siendo asfixiante o el complot que se genera para que no advierta la realidad de su estado. O lo que ocurre con su hermana, Renata, que poco a poco va ocupando su lugar, incluso sus roles de esposa y madre. A Luisa le impiden el contacto con sus hijos. “Lo interesante es que Sánchez toma lo biológico y hace una metáfora en el cuerpo familiar y social. Así como el bacilo devora el pulmón, la familia se devora a sí misma”, reflexiona Martín en la charla con Página/12.
“La dramaturgia habilita cierta denuncia en el terreno de lo social, una trama de un orden psicológico muy fuerte y la inclusión del aspecto científico. Sánchez estaba muy enterado de todos los adelantos científicos de la época. Le gustaban Ibsen y el drama moderno que venía de Europa. Aquellos tres elementos están entramados de una manera muy rica”, completa el director y dramaturgo. Como suele ser habitual en sus espectáculos, la estética es muy cuidada. La particularidad de Los derechos de la salud es que no se observa cómodamente desde una platea. No hay butacas. El público puede circular por la sala e ingresar en las habitaciones donde transcurre la acción (un living comedor y el cuarto donde Luisa descansa). Estas dos habitaciones están enfrentadas, suceden cosas simultáneamente en una y en otra, aunque jerarquizadas. El tercer espacio de la acción es el patio, ubicado en medio de ambas.
Entonces, cada función depende del público y de los permisos que se dé a sí mismo. Ha pasado, según cuenta Martín, que dos mujeres se acercaron a sostener a la enferma para que no se desplomara. O que un hombre se tiró en la cama. “Una espectadora agarró una silla y se sentó en medio del patio. Se llevaba la silla como arrastrándola mientras los actores hacían una escena y generaba una cosa tragicómica. Porque se veía la tragedia de la ficción y cierta actitud cómica de ella, que se reaseguraba la butaca”, recuerda el director. Al mismo tiempo, “hay quienes se refugian en los lugares más oscuros del escenario y se fabrican su propia platea para ver sin ser molestados”.
Los actores –Mercedes Fraile, Marcelo Bucossi, Daniel Goglino, Lorena Szekely, Elida Schinocca y Rosana López– “están al palo todo el tiempo”, destaca Martín. El violín de Cecilia Sanjurjo colabora para que “la circulación del foco y del fondo esté bien definida”. Marcelo Jaureguiberry creó la escenografía, aportando una mirada arquitectónica. “Ideó habitaciones de modo que la pared quede como un enrejado de madera: podés ver a través de la pared o introducirte en los cuartos. Es el público el que decide si espiar o invadir la intimidad”, explica Martín, que también dirige Pessoa, escrito en su nombre (viernes de abril a las 22.30 en Andamio 90, Paraná 660) y actúa en Nocturno hindú (sábados a las 23 en El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034). Los derechos de la salud se presenta los viernes a las 20.30 en Andamio 90.
–Se percibe que han hecho un trabajo delicado con el lenguaje. El texto incluye fragmentos muy poéticos o expresiones que ya no se utilizan. ¿Cómo trabajaron el modo de decirlos?
–Fue uno de los tópicos del trabajo, cómo hacer para que el lenguaje tuviera cuerpo, para que lo que se dijera se destilara de lo que se veía. Cuando la muerte se presenta hay una situación límite. Algunas cosas que no son posibles en el cotidiano empiezan a serlo, porque sabemos que algo termina. Al principio nos parecía que Mercedes (Fraile), la enferma, tenía más permiso para cierto tipo de frases. Después nos dimos cuenta de que todos están en una situación límite. Incluso el médico, que representa a la ciencia, porque no puede dar una respuesta. Hay algo febril en todos los personajes, entonces se admite que algunos textos sean más poéticos.
–¿En qué momento surgió la idea de incluir al espectador en la puesta?
–Habíamos hecho una versión breve en Querida Elena, una casa chorizo maravillosa del siglo pasado. La propuesta era hacer una versión corta de una obra de Sánchez y ocupar la casa. Ocupamos las habitaciones y el público nos iba siguiendo. Quedó la idea de volver a hacerla no en un terreno convencional de teatro a la italiana, sino en un espacio que conserve algo de esa mística, de esa estructura. En uno en que todo tenga significado y con el espectador ayudando a la narración, con su tos, si es que la tiene, con su silencio, su inquietud y atrevimiento.
–¿Cuáles son los aspectos que le revelaron la vigencia de este material?
–La obra tiene una contemporaneidad absoluta. Hasta 1950 la tuberculosis era la segunda causa de muerte en la Argentina. No se había descubierto una medicación. Las medidas eran higiénicas y muy crueles: a una madre la aislaban de sus hijos. La familia entera silenciaba el estado. Y como un insulto se decía “sos un tuberculoso, un tísico”. Para admitir a las personas para un trabajo se utilizaba una radiografía muy chiquita de los pulmones. Podríamos trasladar esto al sida, a la lepra, hoy al cáncer. Es una obra visionaria. Pertenece al grupo de textos que Sánchez escribió sobre su final, melodramáticos, pero sobre todo, dramas modernos, naturalistas. Nosotros jugamos mucho con el tema del complot. Nos parecía que la obra estaba ahí: en lo que la familia idea casi naturalmente para poder hacerle menos pesada su enfermedad y padecimiento a Luisa.
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