TEATRO › ENTREVISTA A LA ACTRIZ MARILú MARINI, QUE ESTRENA TODAS LAS CANCIONES DE AMOR
La artista radicada en Francia sostiene que nunca quiso meterse “en el ghetto de las vanguardias contemporáneas”. En la obra teatral de Santiago Loza, Marini entrega el monólogo de una mujer que está esperando la visita de su hijo que vive en el exterior.
› Por Cecilia Hopkins
“No vivo aquí: estoy en un limbo entre París y Buenos Aires”, asegura la actriz Marilú Marini. Es que a pesar de que vive en Francia desde los años 70, su presencia es cada vez más fuerte: además de participar de la miniserie Silencios de familia, estrena este viernes Todas las canciones de amor, de Santiago Loza, bajo la dirección de Alejandro Tantanian, en la sala Pablo Picasso del Paseo La Plaza de Corrientes al 1600. La actriz compartirá el escenario con el cantante Ignacio Monna y el pianista Diego Penelas. Se trata del monólogo de una mujer que está esperando la visita de su hijo que vive en el exterior y viene a presentar a su pareja. El texto es casi un descargo a público de las vivencias de una mujer sencilla pero sensible que sabe que pudo haberse equivocado en algunos aspectos de la crianza de su hijo. Pero a la vez tiene conciencia de que está a tiempo para revitalizar ese vínculo desde otro lugar y perdonarse a sí misma todo aquello que, desde el pasado, la atormenta.
Marini, que partió de Buenos Aires en 1975 hacia París para volver a trabajar con el Grupo TSE que, luego de abandonar el país dirigía allí Alfredo Arias, quedó radicada en Francia y recién a partir del ‘87 estableció un contacto fluido entre ambas orillas. Es que ese mismo año la actriz volvió a la Argentina formando parte de la embajada cultural que acompañaba al presidente Mitterrand en su visita al país. Marini venía a representar El juego del amor y del azar, de Marivaux. A partir de entonces, la actriz volvió con muchos espectáculos. Entre otros, La mujer sentada, de Copi; Mortadela, de Alfredo Arias, en la que recreaba personajes de Niní Marshall; Invenciones, sobre la obra de Silvina Ocampo; Incrustaciones, de Chantal Thomas, que actuó con el mismo Arias, y Los días felices, de Samuel Beckett. Hace menos de dos meses, en el Centro Cultural Kirchner, Marini hizo funciones de El día de una soñadora (y otros momentos), de Copi, con dirección de Pierre Maillet. Aparte, su popularidad entre el público argentino fue en aumento desde 2013, cuando participó del elenco del unitario Tiempos compulsivos y, más tarde, de otras producciones de la TV local: Guapas, Doce casas y la ya mencionada Silencios de familia, donde interpreta a la madre del personaje de Adrián Suar.
Marini comenzó su carrera en el terreno de la danza. Fue discípula de Renate Schottelius y su debut profesional fue en el Instituto de Arte Moderno, junto a Ana Kamien. Luego se vinculó con Roberto Villanueva, ingresando de este modo al Instituto Di Tella, el templo de la contracultura porteña de los 60. No obstante, no tuvo reparos para involucrarse en algunos proyectos de corte comercial. En la entrevista con Página/12, María Lucía Marini repasa parte de su historia teatral.
–¿Su primer contacto con el teatro sucede a través de la danza?
–Sí, yo comencé como bailarina. Le debo mucho a Patricia Stokoe y mucho a María Fux. Ella tiene una frescura y una vitalidad que abre puertas. Para mí fue una partera, me dio la comprensión de que el cuerpo –que es lo único que poseemos en el mundo– es una vía de transmisión directa, primitiva y contundente. Un cuerpo vivo, un cuerpo presente tiene una conexión directa con la idea que quiere transmitir. Y posibilita una llegada impactante en el otro.
–¿Y cuándo llegó la palabra?
–La palabra se incorporó en mi trabajo cuando hice Ubú encadenado con Roberto Villanueva. Otro partero muy querible que por entonces dirigía el Centro de Experimentación Audiovisual del Instituto Di Tella. Fue muy revelador el contacto que mantuve con él.
–El Instituto Di Tella fue muy transgresor en su época. ¿Tuvo problemas con la censura?
–Sí, fue cuando estábamos ensayando Las bacantes, de Eurípides, también bajo la dirección de Villanueva. Querían cerrar el Di Tella y cualquier pretexto les parecía bueno. Yo estaba dirigiendo el coro de esa puesta. Y en nuestra inconciencia ensayábamos con gente muy joven y también con menores. Hasta que pararon un ensayo y, después de unos días en Tribunales, fui a la cárcel de mujeres que estaba en la calle Humberto 1º. Estuve 25 días incomunicada, toda una experiencia…
–En 1971 hizo las coreografías para Hair.
–Sí, también dirigía Villanueva. En la misma época hice las coreografías de Aplausos, con Libertad Lamarque y Tincho Zabala.
–Dos experiencias bastante diferentes…
–Completamente. A mí de chica me gustaba mucho ver comedias musicales en el cine. Y siempre acepto trabajar cuando habla mi deseo. No quise nunca meterme en el ghetto de las vanguardias contemporáneas. Los ghettos los hacen los fascistas del arte.
–¿Cuál fue el último espectáculo antes de su viaje a París?
–Estaba haciendo Señorita Gloria, una obra del brasileño Roberto Athayde. La habíamos estrenado en un enorme corralón donde se guardaban muebles, en pleno centro. La gente se sentaba en las sillas que estaban allí. Había casas enteras desmanteladas, con todos sus muebles empaquetados. Mi personaje era una maestra dictatorial, que maltrataba a sus alumnos. La obra hablaba sobre el poder que tienen los que manejan los instrumentos de la cultura. El lugar estaba muy acorde al tema porque los muebles venían a representar las cosas creadas por el hombre para su vida cotidiana, un reflejo de la cultura. Pero entonces empecé a recibir llamados a mi casa.
–¿La estaban amenazando?
–Eran llamados raros. Pero justo ahí recibí la invitación de Alfredo Arias para trabajar en París. Y decidí irme. Pensé que me iba por 3 meses y me quedé 40 años (risas).
–¿Cómo vivió el cambio de país de residencia?
–Lo tomé con naturalidad, como una aventura. A mí siempre me gustó viajar pero entonces no me daba cuenta de lo que era cambiar de cultura. Yo había leído mucho y creía conocer la cultura francesa. Después vi que la vida cotidiana era otra cosa. Instalarse en otro país es un proceso delicado que requiere mucha energía. Cambiar de lengua es difícil, porque el idioma implica toda una visión del mundo.
–¿Cómo era París en esos años?
–En los años ‘70, en Francia todavía se estaba en un período de efervescencia creativa. Estaban Patrice Chereau, Ariane Mnouchkine, Tadeusz Kantor venía de Polonia con sus espectáculos. Y yo dejaba un país en el que, cuando era joven, había posibilidades de vincularse creativamente con otros, ser libres, tener permisos. No había sida y la situación económica del mundo era más desahogada. Realmente pensamos que todo podía ser mejor. Pero vino Onganía.
–Cuándo decidió irse, ¿se consideró una exiliada?
–No, yo me trasplanté, quise hacerlo. Tengo raíces en Francia, familia con nietos y también una familia del arte y de la cultura. Pero las raíces argentinas también persisten. Así que considero que estoy alimentada por ambas culturas.
–Desde que se fue, ¿regresó periódicamente a la Argentina?
–No, durante la dictadura vine sólo una vez por motivos familiares. No quería tener contacto con todo lo que estaba pasando. Después vine en la visita oficial de François Mitterrand integrando su comitiva (Alfonsín lo recibió en 1987) con Los juegos del amor y del azar, de Marivaux. Luego volví con muchos otros espectáculos.
–Ya hizo varias incursiones en la televisión argentina. ¿Se siente cómoda en ese medio?
–Sí, el equipo que se armó para Silencios de familia tiene muy buena onda. No hay egos, todo se comparte, el clima es distendido y agradable.
–¿Le interesa el registro de actuación de la TV?
–Por la proximidad de la cámara, el nivel de intensidad energética del actor es mucho menor que en el teatro. Y esta disminución es porque el espectador está envuelto en su cotidianidad, atendiendo al chico que llora o a la pava que dejó en el fuego. No hay que invadir a ese público con apasionamientos desmesurados.
–¿Cómo es su personaje?
–Es una abuela que tiene calle. Y que no quedó resentida por las experiencias complicadas que tuvo que vivir. Ella encuentra algo bello en su relación con sus nietos. Es lo mismo que me pasa a mí también, aunque los míos son mucho más chicos: será porque uno siente que trasciende con ellos a un plazo más largo que con los propios hijos.
–¿Todas las canciones de amor es teatro musical?
–No, es una pieza de teatro donde hay música. Pero la música es como un elemento nutriente que le da a la obra la pulsión de lo que está vivo y presente. Las canciones dan una profundidad de campo mayor a lo que se dice. Mi personaje es una madre que, luego de muchos conflictos con su hijo, está esperando su vuelta, entre la idealización y la realidad.
–Y este personaje, ¿se parece a alguno que ya haya hecho?
–Si tuviese que pensar en alguno sería en Winnie (de Los días felices, de Samuel Beckett) porque evoca su pasado. Pero no se está hundiendo sino que llega a la convicción de que se puede aceptar a sí misma y hasta llegar a quererse. La vuelta de su hijo la tiene sobre ascuas. Es como el arquetipo de una señora de barrio, gris pero coqueta que, finalmente, se da cuenta de que ya puede dejar de perseguirse. Ella logra lo que todavía no pude lograr conmigo (risas).
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